Dicen que ayer falleció, a los 73 años, Roberto
Alfredo Perfumo. Imposible. Los cracks como Perfumo, acaso el mejor defensor de
la riquísima historia del fútbol argentino, no mueren. Quedan en el enorme
recuerdo de la gente.
Más aún, en quienes tuvimos la suerte, aunque
parcial, de haberlo visto jugar en directo, en una cancha, o de haber sido
contemporáneos de un jugador tan notable.
En nuestro caso, nos tocó ver al Perfumo de mediana
edad en adelante, por una cuestión generacional. Eso, de todos modos, no
impidió conocer sus hazañas y su despliegue en sus primeros tiempos (también
gloriosos) del Racing de “José” (por Pizzutti), campeón argentino en 1966, de
la Copa Libertadores 1967 y primer campeón intercontinental argentino en ese
mismo 1967 en Montevideo.
En aquel equipo de Racing era natural que casi todos
se volcaran al ataque. Perfumo, cuevero (como se decía en aquel tiempo al que
se quedaba como último hombre atrás, en la “cueva”), se las arreglaba para ir a
los cruces, rechazar y hasta si era necesario, salir jugando con elegancia.
Esa suma de defensor recio, elegante, fuerte,
técnico, que iba bien de alto y aún era mejor de abajo, sumado a esa cara de
eterno niño, le daba todos los condimentos para erigirse pronto en ídolo y
llegar a la selección argentina.
Por todo eso, los años 1966-67 fueron gloriosos para
Perfumo, ya convertido en “Mariscal”. Se destacó en el Mundial de Inglaterra,
en un equipo albiceleste armado para la guerra, para estar alerta a cualquier
detalle, pero que contaba con jugadores notables en todas las posiciones
(Silvio Marzolini fue destacado como mejor lateral izquierdo del torneo,
Ermindo Onega, Oscar Más, Luis Artime, Rafael Albrecht).
También le tocó vivir una dura etapa con la
selección, en tiempos de crisis institucional e intervenciones permanentes de
la AFA, como aquel durísimo golpe (en la opinión de este columnista, uno de los
tres o cuatro más duros de la historia) como la eliminación del Mundial de
México 1970.
Pero Perfumo jamás comió vidrio. Y eso también lo
ayudó porque a todos sus atributos de futbolista les sumó su visión de la
realidad como cuando al regresar de Inglaterra 1966, con el cinismo de buena
parte del mundo del fútbol argentino, llegó a decir con simpleza y un toque de
ironía “Nos fuimos al Mundial con un gobierno civil y volvimos ensalzados por
los militares”.
Perfumo aprendió de esa realidad. La supo leer y
comprender como pocos, y por eso lentamente fue yendo del campo de juego hacia
la calle. El asesinato de Daniel Souto en 1967 por la violencia del fútbol
incipiente, que se llevó a un familiar suyo, le fue agregando elementos para su
toma de consciencia de lo que estaba viviendo y del fenómeno y el negocio que
ya era el fútbol a mediados de los sesenta.
Fue protagonista y crítico al mismo tiempo de las
injustificables batallas contra el Estudiantes de Bilardo y Zubeldía por
aquellas Copas Libertadores como la de 1968, en las que todo valía (y cuando
decimos “todo”, decimos todo). También tuvo que sumar picardía al tener que
marcar a goleadores como Artime, Rojas, Bianchi y tantos otros.
Pero nunca nadie osó discutir su clase. En tiempos
en los que emigrar no era fácil, los intermediarios no tenían el peso de hoy, y
la mayoría de los pases era de club a club, Perfumo fue contratado por el
Cruzeiro para compartir equipo con Wilson Piazza o el genial Tostao, Nelinho,
Palinha y tantos otros cracks, pero también otros enormes enfrente desde Pelé a
Rivelino, pasando por Gerson o Leivinha.
En esos niveles se movía Perfumo, siempre con esa
estampa argentina del aquellos defensores que lo sabían todo, que resolvían
todo y que cuando había que jugar, jugaban también.
El Mundial de Alemania 1974, en el que fue capitán
de la selección argentina, marcó el final de una etapa. Se encontró con un
equipo que exteriorizaba la enorme crisis institucional argentina, desde el
Gobierno hasta el fútbol, con tres directores técnicos que gritaban a los
jugadores indicaciones contradictorias.
Un gran equipo en cuanto a nombres, pero muy poco en
lo colectivo. Pasó la primera rueda por los pelos y con una incentivación
reconocida a los polacos (poniendo dinero de su bolsillo para una vaquita con
el objetivo de que le hicieran fuerza a los italianos en la última fecha de la
fase de grupos) hasta que llegó la segunda fase, y aquella durísima derrota con
Holanda (4-0) que la sintetizó como nadie cuando bromeaba con Quique Wolff: “Ese
partido fue como aquel bolero de Armando Manzanero. La otra tarde vi llover, vi
gente correr, y no estabas tú”.
Ya veterano, nos tocó verlo mucho más en River Plate
cuando Angel Labruna armó aquel equipo de grandes estrellas para ganar, por
fin, un título luego de 18 años en 1975. Primero jugaba al lado de Oscar
Artico, un grandote que provenía del gran Talleres de Córdoba de esos tiempos,
pero acabó haciendo una notable dupla con otro pichón de crack de entonces, un
tal Daniel Alberto Passarella.
Somos de la idea (acaso compartida por muchos) de
que el Kaiser fue mucho de lo que fue por ese azar que tanto juega en nuestras
vidas. El contar siendo muy joven con semejante compañía a su lado en la zaga
central, terminó por hacerle aprender todos los condimentos para convertirse en
crack.
Perfumo y River llegaron a la final de la Copa
Libertadores 1976 eliminando primero en
tres batallas tremendas al Independiente tetracampeón consecutivo del
torneo y la suerte hizo que le tocara nada menos que su ex equipo, el Cruzeiro,
en la final, en la que su picardía hizo que en la vuelta, en el Monumental,
lograra que expulsaran a Jairzinho, la gran figura rival, a sabiendas de que
una lesión, de cualquier modo lo iba a privar del tercer partido, decisivo, en
Santiago de Chile. Él también salió, pero sabiendo que de todos modos quedaba
excluido por la dolencia.
Picardías al margen, Perfumo paseaba su elegancia y
su presencia por los estadios argentinos. Nos tocó verlo ya muy en el final de
su carrera, allá por 1978, en un partido ante Gimnasia en el Monumental, en el
que River salió con todo a buscar el gol y él con sus 35 años quedaba solo
atrás, apenas con Ubaldo Fillol en el arco, aguantando a los tres delanteros
rivales preparados para el contragolpe.
Perfumo, con sus brazos atrás, paraba el balón con
el pecho, lo bajaba y salía jugando entre los rivales para asistir al “cinco” o
a los marcadores de punta (cuando aún no había aparecido la sanata de los
laterales volantes que ni defienden ni atacan).
Fue psicólogo social de la escuela de Enrique Pichón
Rivière, tuvo negocios, fue comentarista y hasta secretario de deportes del
gobierno de Néstor Kirchner.
Pero ante todo, Perfumo fue un crack, un jugador
excepcional, elegante, técnico, fuerte, sólido.
Era tal su aureola, que también ya veterano, le tocó
enfrentar a un joven Diego Maradona en un Argentinos Juniors-River. El “Pelusa”
iba apilando gente, cuando a Perfumo no le quedó otra que ponerle el pie a la
altura del pecho para frenar al genio. Ambos rodaron por el suelo, aunque uno
lesionado y el otro, por efectos de la jugada.
Tras ser atendido por los médicos y antes del tiro
libre para los “Bichos Colorados”, Maradona, ya recuperado, se acercó a Perfumo
y le dijo al oído “Mariscal, ¿su pie está bien, verdad?” “Sí, pibe, quedáte
tranquilo”. “Ah, menos mal”, dijo Diego.
Esa misma reverencia, ese respeto eterno es el que
se lleva el Mariscal. Un crack que lo tuvo todo. Una gloria del fútbol
argentino que se fue ayer. Bah, es una forma de decir. Nunca se puede ir.
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