En la playa, en 1943, un revuelo de admiraciones sobre la arena. El
atardecer ofrecía una tregua de airecitos. Un partido de fútbol improvisado por
niños era el motivo de aquella agitación. Para ser más precisos, uno de los
niños era causa de la convocatoria de atenciones tajantes. Flaco, de lustrosa
piel de esos marrones inverosímiles que se le imaginan a los habitantes de los
trópicos. El rostro, semioculto por una hirsuta pelambrera renegrida. Era la
segunda tarde que se aparecía a aquella hora por la playa con fines de juego.
El primer día había subido la voz, desde Copacabana, hacia los clubes de
fútbol de Río de Janeiro, con aire de desesperada premura; el segundo día, ya
había traído a ojeadores varios (y un número de curiosos aún mayor).
Nadie sabía que la misma escena estaba teniendo lugar en otros
veintidós puntos costeros de Brasil. Que todo se repetía casi exactamente: el
niño, el asombro, la voz, los ojeadores al día siguiente. Es más, si uno
hubiese juntado a los veintitrés niños, nadie podría haber distinguido,
siquiera, diferencia alguna.
Pero volviendo a Copacabana, -que es lo mismo que decir,
volviendo a Porto da Barra, Ilhabela, Iracema, etéctera -, la noche dio punto
final al partido. Los ojeadores se abalanzaron sobre el niño, pero éste los
esquivó, dejando caer (algún trasnochado compararía posteriormente el suceso
con otro de una Cenicienta, un hechizo, un toque de queda y un zapatito de
cristal, que es un milagro que no se haya roto con tanto trajín), tras de sí,
un nombre y una región remota, comida por espesuras. En otra circunstancia,
esas palabras, esa localización esquiva, ese desplante infantil, no hubiesen
cuajado en la obsesión que cuajó: el pibito había abonado el ánimo de los
ojedadores a base de gambetas inverosímiles, de habilidades de otra realidad.
Parece redundante, a esta altura, decir que lo mismo
aconteció en las otras veintidós localizaciones. Los pibes desaparecieron con
la complicidad de la noche y, luego se supo por testigos presenciales, de unos
adultos periféricos que los aguardaban para regresar al corazón de la Amazonía.
A partir de este punto, todo sus supuestos, mistificaciones
y fabulaciones. Es decir, literatura hablada; de café y vela. El único dato
concreto y rotundo (en realidad, son dos, pero forman parte del mismo evento),
es que cincuenta y siete ojeadores partieron para buscar a los jóvenes, o al
joven - según algunos, se trató de una única alucinación; un único hechizo
selvático, afirman sin más pruebas que la propia afirmación (lo que a veces
suele ser más convincente que las pruebas y los argumentos que éstas sostienen)
-; y jamás volvieron a aparecer.
Miembros del Instituto para el Desciframiento del Suceso (al hecho en
cuestión terminó por conocérselo, precisamente, como “El Suceso”; nombre
astutamente acuñado por el ingenioso autor bahiense, Joao Criador) suscriben la
teoría de que se trata de una comunidad no autóctona (no explican de dónde
proviene) que se dedica a salir, de tanto en tanto, a recolectar personas con fines
desconocidos. Poco más ha avanzado el instituto - que fue fundado por el propio
Joao Criador; quien se olvidó al poco tiempo de que lo había fundado -.
Eusebio
Teixeira era de esos que son expertos de todo a eso de las dos de la mañana, en
esas reuniones con tendencia a desbarrancar por los derroteros de la ebriedad.
La diferencia, es que, por esos firuletes del destino, se transformó en una voz
autorizada sobre el tema. Teixeira era de la opinión de que todo se trataba de
una broma o burla de los argentinos. Durante una conferencia, un periodista –
de esos que no preguntan, sino que opinan, más bien, y buscan el asentimiento o
el oprobio del supuesto interrogado – sugirió que decir que aquella ingeniería
era argentina, era afirmar que los niños, y su habilidad, eran argentinas, lo
cual era una imposibilidad. El auditorio rió la apiolada del tipo. Y alguno se
animó y preguntó, desde el fondo, si no
sería más lógico pensar que, si fuesen argentinos, los chicos serían
prudentemente escondidos, hasta tanto estuvieran en edad de formar parte de la
selección, con el fin de humillar a la verde amarelha. Risas y asentimientos.
Por su parte, la Sociedad de Holgazanes de Curitiba, con sede en el
bar Lentidão, y exclusivamente por
afán de polémica, de agitar el avispero, firmó un brevísimo artículo donde
aseguraba que desde hacía tiempo se conocía la existencia de una tribu del
Orinoco, y no del Amazonas, como creía o suponía la mayoría, que cada tanto
tiempo llevaba a cabo una ceremonia de purificación para la que necesitan
hombres que no pertenecieran a su tribu ni a ninguna de las autóctonas del
Orinoco y Amazonas; que estos hombres debían concurrir al poblado (en este
punto, había disensión: algunos eran de la opinión de que se trataba de una
comunidad itinerante, que acaso sí habitara de tanto en tanto territorio
amazónico) por propia voluntad. La pereza y las cervezas que habían bebido a
esa altura dejó el trabajo inconcluso, por lo que nunca explicaron cuál era el
papel de esos hombres atraídos, captados, de aquella manera tan eficaz.
Finalmente, por ofrecer una más de las tantas voces que han dicho sobre la cuestión, vale la pena (o no) mencionar la del polígrafo Henrique Martins – que en realidad nunca escribió nada (sus enemigos decían que era analfabeto), sino que se ha limitado a opinar de temas varios en cuanto ágape, copetín o cena se pudiera colar –. Martins decía que se trata de “una tribu en vías de extinción”, para la que, por algún motivo (los detractores de Martins dicen que éste suele recurrir a la fórmula “por algún motivo” o “por razones que desconocemos” cuando le afloja la imaginción -hecho, espetan, que ocurre demasiado a menudo -; lo que, además, dicen, suele dar verosimilitud a sus cuentos: reconocer no saber algo, parece validar lo que sí se dice saber, aseguran), resulta una ofensa, un oprobio, casi una herejía, golpear las extremidades del cuerpo, sobre todo, los pies, con cualquier material, especialmente, con cuero. “Así – concluía Martins (al que sus críticos más acérrimos, catalogaban de charlatán y chanta, y, ya de paso, de misógino y racista) –, ya pueden imaginarse el destino de esos cincuenta y siete fulanos, cuando su seducción ha implicado tamaña transgresión”.
Tanto, y nada, se ha dicho sobre el tema... Y uno aquí, en la playa
(la arena aún tibia), mirando embobado, a las siete y cuarto de la tarde de un
15 de enero de 1983, cómo ese niño reformula
no sólo el fútbol, sino el sentido del tiempo y el espacio. Sabiendo que
no debo, pero que igualmente preguntaré, y escucharé una respuesta que será un
nombre, un rumbo, una región; una perdición. Y, aún así, sé que iré.
Pero, sabe qué, acaso después de presenciar esto, no valga la pena ver
nada más.
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