De tanto en tanto pasa un coche y los mocosos se hacen un lado, con
fastidio y parsimonia – algunos mueven las piedras que delimitan la portería,
otro se encarga del balón -. Es el momento en el que Elpidio aprovecha para
cambiar la yerba y calentar agua, para ir al baño o para encender un cigarrillo
que no fuma, y que se deja consumir
colgando de sus dedos como un sahumerio.
Sentadito en el banco, la espalda
apoyada contra la pared de su casa, Elpidio se pasa las tardes mirando interminables
partidos de fútbol en la callecita de tierra. Partidos cuyas reglas son
indescifrables para quien no participa del juego. De tanto en tanto, algún
pibito cambia de equipo súbitamente.
Mas, el resto lo acepta como parte del
código, como un evento lógico, natural. Elpidio se percató de eso del cambio de
equipo, una vuelta en que uno de los críos, habilidosísimo, enfiló desde su
propia portería hasta la otra, dejando una impotencia de piernas y patadas y
manotazos a su paso; y cuando llegó a las inmediaciones de la portería rival,
hizo el gesto de patear, pero transformó la acción en un giro – casi salido del
Lago de los cisnes – que lo dejó de espaldas a la portería, y despejó como un
defensor desesperado. El partido siguió como si nada.
Con la salvedad de que
ese chico devino en un furibundo patadura, y la habilidad apareció en un pibito
que hasta el momento había pasado de lo más desapercibido cerca del cordón de
la vereda. No parece haber regla alguna que gobierne esos trueques. Pero
Elpidio sabe que la hay. La sospecha emparentada con la distribución de los
números primos. Pero eso sólo es un entretenimiento accesorio para hombre que
está condenado a observar esa manifestación caótica de la belleza.
Alguna vez pensó Elpidio en contarle a alguien esas fabulosas
extrañezas que cada tarde se dan en esa callecita de tierra. Pero lo pensó
mejor, y llegó a la conclusión de que siempre habría un adulto dispuesto a
convertirle a los chicos ese universo en algo completamente distinto: en una
profesión.
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