Allí sentados, parecían dos agentes secretos venidos a menos (o, más
probablemente, dos que siempre habían habitado las sombras de la mediocridad)
sin misión (no porque no existieran asuntos que andar husmeando; sino porque
ninguno de los asuntos era tan trivial como para ajustarse a sus exiguas
capacidades); o dos burócratas resentidos criticando ascensos que los
esquivaban, y protestando contra formularios y sellos y todo lo que implicara
un esfuerzo que pudiese ser considerado como trabajo. Podían parecer cualquier
mediocridad, allí, los dos. Pero no podía parecer dos jugadores de fútbol,
pertenecientes a equipos respetables y clásicos rivales entre sí.
Así, nadie hubiese siquiera adivinado que aquellos dos andaban
intentando componer la circunstancia para una gloria pequeña (para ambos) para
el próximo partido entre sus equipos. Delanteros sin gol, Tondarella y Rouco.
Delanteros sin imaginación, que estaban donde estaban por amor propio,
perseverancia, y, sobre todo, debido a errores y negligencias ajenas; y por
toda esa cadena causal de sucesos que conduce a alguien sin las habilidades
necesarias, a un puesto que, evidentemente, no le correspondía.
El único método que veo, dijo alguno de los dos, es el del soborno
liso y llano de los defensores, para que nos adjudiquen la ventaja de veinte o
treinta centímetros, dos o tres segundos, de un descuido, de una desatención;
lo que podría derivar en la contraprestación rápida de unas cuantas ovaciones.
Los dos pensaron, pero no lo verbalizaron, que más pronto que tarde,
quedaría allanado el camino para el chantaje por parte de esos defensores que
ya de por sí cobran poco (y que suelen derrocharlo rápidamente una vez acaban
la carrera, o incluso antes), que envidian en silencio a los delanteros, y que,
a fuerza de patadas, van perdiendo los escrúpulos que hubieran podido tener.
Allí sentados, en un banco frente a una plaza sin encanto, Tondarella
y Rouco se dieron la mano. Somos nuestras limitaciones, dijo Rouco. Qué le
vamos a hacer, respondió el otro; y añadió: aunque algunos más que otros.
Los desesperados cometen muchas veces el error de pensar o creer que
otros desesperados, que pueden devenir aliados puntuales, poseen las mismas
posturas morales ante el trance de la angustia. Pero no siempre así. De esta
manera, Rouco alcanzó a entrever que la gloria esa que andaba pretendiendo, no
le iba a brindar más frutos que los de un momento pequeño y ridículo; y a
pensar, de manera subsecuente, en embolsarse el dinero que Tondarella le diese
para sobornar a los suyos. A fin de cuentas, quién podría darse cuenta.
¿Tordarella? ¿Acaso él mismo se percataría si Tordarella procediese de la misma
manera abyecta? ¿No era, justamente, la ausencia de habilidad la que los
convocaba a esa bajeza? ¿Cómo, pues, medir a partir del propio desempeño
(negativo) el cumplimiento del trato por parte de la otra parte?
Probablemente,
los defensores tuviesen que caer en el bochorno más absoluto para permitirles
una gloria mínima. Y eso valdría más de lo que ambos habían accedido a pagar.
Rouco se preguntó si los grandes salarios de las estrellas no estarían,
precisamente, destinados a tales sobornos... No, seguramente hay habilidades
ciertas, se dijo, mientras se marchaba sientiendo una lástima por Tondarella,
de la que rápidamente se deshizo.
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