Rolfi, no te le pegues al nueve. Vení más a la banda; agrandá la
cancha. Rolfi, querido, abrir la cancha no es pegarse a la línea. Criterio,
Rolfi, criterio. Fabio, estás dejando un vacío en el medio. Más juntitos ahí.
No corremos, tocamos el balón. Mauro, qué carajo hacés; estás protegiendo un
tesoro al lado del área; desbordá querido, incorporate al ataque.
Carlos Oreste camina la zona técnica, incansable; mira hacia el banco
de suplentes, acaso buscando una variante o un gesto de complicidad, de
comprensión. Nadie parece entender lo que quiere. No parece tan difícil, che.
No les está pidiendo interpretaciones euclidiandas, ni elaboraciones
artísiticas: sólo jugar al fútbol con un poco de criterio estratégico. No
pretendo, dice en voz alta, para nadie, mirando las tribunas, transformar el
juego en ajedrez; pero un poquito de cabeza...
Manrique, haceme el favor de cambiar de punta con Rolfi; y hacele el relevo a Mauro cuando suba; si es
que alguna vez se digna en abandonar ese territorio mínimo que cuida como un
viejo su parcela de lechugas.
Ipurrúa, calentá – dice girándose hacia el banco de suplentes.
Rapidito – que no es lo mismo que de manera negligente, eh; no quiero lesiones
boludas. Y vuelve a girarse para enfrentar el terreno de juego: la armonía que
el cree que puede darse, no puede ni intuirse en lo que percibe como un caos
innecesario. Parecen de escuela primaria, che...
Todos detrás del balón. Las
palabras para sí; en voz alta, sólo por si alguien quiere darse por aludido y
cambiar algo. Dale Ipurrúa, tenés que calentar, no mirar el partido desde un
ángulo distinto. De dónde salieron estos muchachos. Ninguna chispa. Ni la
dudosa ventaja de la astucia, de la picardía; incluso, de la maldad. Dale,
vení, Ipurrúa.
Vas a entrar por Rolfi. Quiero que alargues la cancha, para
abrir la defensa. Creale un carril a Mauro – haceme el favor de decirle que si
no quiere jugar, que me lo diga y lo cambio -; asociate con él pero siempre
listo a cubrirle la espalda. No tires centros: somos petisos. Buscá por abajo.
Volvé la pelota al medio. Siempre por abajo, haceme el favor. Creen la
oportunidad: el hueco, la desatención rival. Muevan la pelota y, detrás de
ella, al rival.
Cuando se produjo el cambio: Bien Rolfi. Siempre dentro de tus limitaciones,
pero bien. Una palmada en el hombro, más de resignación que otra cosa. Lástima
de sí, sobre todo.
No le quedaba mucho al partido. Miró el reloj. Apenas cinco minutos;
acaso siete, si el árbitro añadía lo reglamentario. Pero no hacía falta
castigar ni castigarse más. El partido estaba perdido desde los primeros diez
minutos del primer tiempo. El resto había sido una consumación burocrática de
lo establecido.
Carlos, de espaldas al banco, miró hacia las tribunas vacías. Ya nadie
iba a verlos, siquiera...
Desde lo alto de la tribuna detrás de Carlos, el bedel del club –
Agapito - lo observaba. Carlos dirigía, ahora desganado, a un equipo de sombras
que se inventaba – o se inventaban para él. Todos los miércoles, durante noventa minutos (siempre
los mismos), Carlos interpretaba un papel para nadie – Agapito creía que,
incluso, lo hacía a pesar de él mismo, de las angustias que probablemente le
dejaba aquella escenificación reiterada.
Como siempre, Agapito aguardó al final del partido fantástico, se
acercó a Carlos y le ofrendó la frase habitual (ya lo van a comprender; ya van
a vislumbrar la idea), Carlos respondió también lo acostumbrado (dios lo oiga,
Agapito; dios lo oiga, porque ellos, no escuchan). Cerró el candado de la
puerta luego de ver cómo Carlos se iba sólo – sus fantamas lo abandonaban al
borde del césped; y lo esperaban para repetir el mismo partido -, adentrándose
en la noche. Una redundancia para quien hace tiempo que la habita, pensó
Agapito.
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