Pidió un vaso de ginebra más. El dueño del bar – que no tenía más
decoración que un descuido sucio y añejo - le sirvió. Aquello no era un
parvulario ni uno de esos balnearios de los que hablaban algunas novelas; allí
todos estaban creciditos, y eso era un negocio, mientras pagaran, todos los que
quisieran. De sus hígados ya se encargaban otros.
El hombre lo bebió de un trago e hizo un gesto vago que el dueño
interpretó, convenientemente, como “otro”. Esta vez, el hombre miró el vaso
desde detrás de la atmósfera etílica de recuerdos. Algunos ecos de halagos aún
vivos.
Procedia de una degradada
idolatria - olvidadas las liturgias de domingo y entre semana que lo habían
nombrado como a uno de los apóstoles de la ceremonia-. Había jugado en el
Villavicencio FC durante nueves temporadas. Había gozado de una fama razonable.
Había juntado una pequeña fortuna.
Pero había cometido el error de creer que esa idolatría tenía que ver
con el afecto personal, que él era la causa de esa devoción. No se percató sino
hasta unas cuantas botellas de ginebra y deudas después, que es el adorardor la
causa de la idolatría. Y así como los erige, los olvida: en el fútbol, es
preciso crear nuevos ídolos constantemente, a ritmo de mercado, para mantener
la devoción.
Es lo que tiene entregarse sin red a los prejuicios (favorables)
humanos: cuando cambian de signo, no hay tu tía. Uno cae y el fondo queda
demasiado lejos. Aún más lejos que ese bar sin dignidad, sin nombre, con
manchones de lo que a uno se le pueda ocurrir.
La mujer lo miraba desde la mesa de la esquina, fingiéndole una
dignidad de entrepierna, tan triste como inútil y falsa. Vio que el hombre no
se iba a girar, y que cuando lo hiciera sería para salir de allí golpeado de
alcohol. Así pues, se puso de pie, su equilibrio no del todo exacto, confiable.
Se trepó al taburete intentando fabricar una seducción. El dueño del
bar sintió una lástima sin piedad; de esas que están hechas a base de
repetición fatigada. Ella pìdió lo mismo que el hombre. El hombre dijo dos. A
mi cuenta, añadió. Ella un gracias cascado, de una voz que había dicho mucho.
Sobre todo, había dicho demasiados asentimientos.
Los vio conferenciando – ahí, codo con codo, sin mirarse, los ojos
flotando en el licor - como eligiendo víctima. Pero en aquella tristeza que era
el bar y sus circunstancias, las víctimas sólo podían ser los propios
confabuladores.
Él escuchaba el murmullo de ella y prefería confundirlo con una grada
y no con ese agasajo tan sin sentido y tan conchambroso. Su nombre en andas,
flotando sobre las voces y las fascinaciones. Él, joven, sin el oprobio del
olvido intoxicado.
Ni viento afuera. Sólo una noche quieta. Con los sonidos de las
regiones devaluadas de la vida. Unas pocas luces que funcionaban daban a la
calle una apariencia inofensiva – siempre y cuando uno no tuviera la menor idea
del barrio al que pertenecía. Dentro del bar, la iluminación parecía ofrecer la
benevolencia de confundir los contornos, los contenidos, a las figuras con las
cosas.
Ella se aburrió, finalmente de hablar propuestas y docilidades y
elogios. Se puso de pie y volvió a su puesto en la mesa de la esquina. Él ni se
dio cuenta. Estaba colgado de un alambrado, de cara a la grada a la que no le
alcanzaban los ojos para asirlo, para abarcarlo.
Otra, dijo.
El dueño sirvió otra, y apuntó un palito en el cuaderno bajo el nombre
de aquel ángel que ya había empeñado hasta las alas.
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