Mientras estas
líneas comienzan a escribirse, seguramente Diego Maradona debe haber gambeteado
todos los obstáculos que se le aparecieron en vida y acaso ya debe haber llegado
a algún lugar especial donde comience a encontrar una paz que tanto necesitó
pero la tierra no fue el lugar adecuado para ese fin. Si historia se forjó de
otra manera, opuesta, en la que pudo, pese a fallecer apenas a los sesenta
años, vivir muchas vidas en una y convertirse en uno de los grandes íconos de la argentinidad.
Genio y figura, es llorado en todo el mundo y pocos permanecen ajenos a lo
ocurrido.
Este periodista
tuvo el enorme privilegio de ser testigo de sus grandes momentos, los buenos y
los malos. Estuvo en el estadio Azteca el glorioso día de “la mano de Dios” y
del mejor gol de la historia de los Mundiales, ante Inglaterra, en 1986, y en
el mismo lugar, apenas una semana más tarde, para presenciar su consagración
definitiva ante los alemanes. Pudo contemplar en el San Paolo de Nápoles, que
desde hoy llevará su nombre (lo que tal vez resuma todo el amor que allí se
siente por él), aquella histórica eliminación de los italianos como locales, la
noche del “Siamo Fuori” que le costaría muy caro en la temporada siguiente del
Calcio. Pero también estaba, quien esto relata, a unos pocos metros en el hotel
de Dallas en 1994, cuando con una enorme tristeza y tratando de no llorar,
manifestó que le cortaron las piernas con un doping que nunca fue tal, como se
probó más tarde, pero fue crucificado igual por el poder del fútbol.
También quien
esto escribe tiene decenas de anécdotas para contar sobre sus vivencias con “el
diez”, como cuando en la Copa América de Brasil 1989 le relataba apesadumbrado,
que deseaba la tranquilidad de Marsella por una gran oferta del Olympique de
Marsella de Bernard Tapie, pero que el presidente del Nápoli, Corrado Ferlaino,
le dijo que si aceptaba transferirlo, lo mataban a él y el contrato con los
italianos era por siete años y aún le quedaban cuatro por cumplir. En esa misma
Copa, excedido de peso, recibía cantitos de la hinchada local en el Maracaná,
mientras jugaba ante Uruguay, y de repente, magia pura, vio adelantado al
arquero Javier Zeoli, y sacó un remate desde mitad de la cancha y la pelota
terminó pegando en el travesaño y provocó que los mismos espectadores se
pararan inmediatamente para aplaudir. La magia no se compra y el talento,
tampoco.
Pero Maradona
fue mucho más que un brillante futbolista, uno de los cuatro o cinco que pueden
sentarse en el Olimpo de los mejores de todos los tiempos junto con Pelé, Johan
Cruyff, Lionel Messi y Alfredo Di Stéfano. Porque así lo decidió desde muy
joven y por ese carácter tan particular que derivó en una mezcla de líder y contestatario,
ocurrente e intuitivo, amigo o enemigo, pero nunca tibio.
Este periodista
creyó siempre que un factor determinante en su vida fue el inmenso amor que
recibió desde pequeño, porque son esos los momentos que determinan muchas cosas
en la vida de las personas. Y si fue muy pobre, aunque en aquella pobreza de
los años Sesenta que no es la misma que la de la Argentina actual, la
protección de sus padres fue fundamental, porque en ningún momento, esas
carencias le generaron presiones o apuros. Todo lo contrario: su padre, don
Diego, lo acompañó siempre, renunciando a todo, y para su madre fue una especie
de novio, la luz de sus ojos.
Y esa seguridad
hizo que siempre fuera a cada pelota con un plus, sabiéndose el mejor, teniendo
la certeza de que todo dependía de sus pies y de su talento, y se fue abriendo
paso y se permitió crecer desde el ambiente del fútbol hacia el mundo, y
denunció todo aquello que no le gustaba, desde Bernardo Neustadt en la TV hasta
los horarios de los partidos que imponía la FIFA en México 1986 o cuando
denunció los sorteos arreglados en Italia 1990, o más tarde, con la política,
cuestionando el oro de El Vaticano, pero también, sosteniendo contra viento y
marea al sistema cubano. Había estado en Cuba y pudo conocer con sus propios
sentidos, que en aquel país “no había chicos descalzos por las calles”, aunque
eso generara que algunos medios le juraran odio eterno. Las casualidades, o la
coherencia, acaso, quisieron que muriera el mismo día que Fidel Castro, al que
más admiró, aunque cuatro años después.
Pese a tantos
éxitos en el Nápoli y en la selección argentina, de la que no sólo fue
estandarte futbolístico sino capitán, con la cinta más que bien puesta, el
mejor Maradona fue el de Argentinos Juniors y un poco (por un año irregular por
lesiones aunque dejó su estela en el Metropolitano 1981 en una excepcional
dupla con Miguel Brindisi) el de la primera etapa en Boca, antes de irse al
fútbol europeo. Eran otras épocas y hasta alguien de su talento podía
permanecer más tiempo en el país, aunque también es cierto que pudo haberse ido
antes cuando la Juventus tenía todo arreglado y la dictadura militar no le
permitió emigrar porque formaba parte de una lista de jugadores intransferibles
pensando en el Mundial de España 1982.
Aquel Maradona
era el puro, el joven, el pibe, sin nada pesado en el cuerpo, el que brilló en
el Mundial juvenil de 1979 en Japón que nos hizo madrugar para poder gozar con
uno de los mejores seleccionados argentinos de la era moderna.
Pero resultó que
aquel chico que le contaba a Nicolás Mancera en sus “Sábados Circulares” por
Canal 13 en los principios de los años Setenta que su sueño era jugar en
primera y salir campeón con Argentina, ahora se entreveraba con un sistema que
por un lado lo llamó “Dios”, y luego, sin prepararlo, le exigió utilizar los
cubiertos adecuados para cenar con Mirtha Legrand o vestir la ropa adecuada
para tal o cual fiesta, y se horrorizó ante algunas de sus declaraciones, como
si tuviera que estar preparado por el hecho de ser un eximio futbolista, y
cuando cayó antipático, le comenzaron a preguntar quién se creía que era, si
creía, acaso, que era Dios, ¿Y quién se lo hizo creer?
Se lo juzgó con
mucha facilidad, sin comprenderlo demasiado, porque nadie puede ponerse en su
lugar. Nadie, cuando regresa a su casa, tiene en su contestador telefónico un
mensaje de su hermana, del rey de España, del kiosquero de la esquina, de un
funcionario cubano, de un ministro argentino y de Eric Cantona o de parte del
Papa. A nadie le ocurre asistir al Vaticano y que sea el Papa el que le bese la
mano. Pero todos se creen con derecho a opinar sobre su vida, lo que debe hacer
o lo que no. Nadie tiene, en una casa de fin de semana, a los periodistas
trepados a la ligustrina, relatando lo que uno come en su casa, o que una de
sus hijas no quiere comer pollo. Le llegaron a cuestionar hasta su casamiento
de 1989 en el Luna Park.
No es para nada
casual que más allá de haber sido campeón mundial y deslumbrado en tantos
estadios del mundo, la imagen de Maradona aparezca en cientos de miles de
banderas, escudos, tatuajes o fotos, o que se hayan escrito más de veinte
libros sobre él, o películas de afamados directores. Es que es también símbolo
de la rebeldía, de lo popular por esa rara intuición que da la inteligencia natural,
esa que se adquiere en la calle, en la experiencia pero que no da ninguna
universidad, aunque en Oxford, en 1995, se hayan quedado boquiabiertos cuando
hizo algunas declaraciones o jueguito con una pelota de golf.
Alguna vez,
Fernando Signorini, alguien que lo conoció como pocos, porque fue su preparador
físico personal e integró planteles de seleccionados argentinos en los que
Maradona formó parte, y trató de cerca a su familia, se preguntaba lo que pudo
haber sido de no haber tenido los problemas que tuvo: alguien que se hizo cargo
de una familia numerosa desde adolescente, que tuvo droga (jamás de los jamases
doping) en su cuerpo (y que lo pagó con creces), que fue suspendido dos veces
por quince meses para jugar al juego que mejor juega y que más le gusta. ¡Más
todavía? Puede ser, seguramente que sí, pero alguien que fue capaz de darle los
dos únicos Scudettos de su historia al Nápoli y una Copa UEFA, y que no
obstante, fue quien dividió las aguas del país cuando en 1990 les recordó a los
italianos que no tratan a los del Sur como compatriotas pero ahora pretendían
aliento contra la selección argentina en el Mundial.
Maradona fue
mucho más que uno de los mejores futbolistas de todos los tiempos y con los
años, su intuición lo llevó a entender que se había convertido en un poder en
sí mismo y que su palabra podía alcanzar una repercusión como tal vez ninguna
otra en el planeta y se fue convirtiendo en un defensor de distintas causas y
se atrevió a cuestionarlo todo, mientras no dejó de alentar a cualquier
compatriota de cualquier deporte, y acompañarlo si fuera necesario, porque sí,
porque era lo que sentía.
Maradona llenó
de gloria el suelo argentino, como cantaba el “Potro” Rodrigo, y es quien dio
una de la pocas grandes alegrías a los argentinos, apenas comparable al regreso
de Juan Domingo Perón o la recuperación de la democracia en 1983, y
seguramente, su desaparición física generará que su figura se vaya colocando en
la cima de la historia nacional, aunque trascienda al país y se haya convertido
en otro ícono mundial, como el “Che” Guevara, aunque con la enorme popularidad
y la masividad a escala global que sólo el fútbol puede tener.
Es una pena que
se haya ido tan joven, cuando pocos como él generaron tanto, de sus propias
piernas, como para vivir de la mejor manera la consecuencia de sus acciones.
Queda el consuelo de entender que también pudo irse mucho antes y que tuvo la
capacidad de sobrevivir tantas veces, cuando se lo daba por muerto, hasta que,
humano al fin (aunque muchas veces no lo pareciera), terminó cediendo.
Quienes lo vimos
jugar, sólo podemos agradecer por la inmensa suerte de coincidir en el tiempo.
Quienes lo tuvimos cerca, pudimos gozar de las experiencias inigualables. Sólo
nos queda decirle gracias, gracias por
tantos momentos incomparables y por la belleza de su arte con una
pelota. Ho visto Maradona.
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