Con treinta y
nueve años de periodista profesional, me siento un privilegiado. Hay que tener
mucha suerte para que el primer Mundial que me tocó cubrir, el de México en
1986, haya sido justo con la selección argentina campeona del mundo, y con las
genialidades de Diego Maradona. Pero
como si esto no fuera suficiente, esa generación que ganó ese Mundial, y que
cuatro años después llegó a la final de Italia 1990, es la mía, y cuando eso
sucede, el acceso a los jugadores es distinto, es más simple, sumado a que en
esos tiempos había mucha menos prensa y no existía internet y no había llegado
la globalización. Ni aunque la selección argentina ganara un Mundial en Qatar
2022 podría ser lo mismo que en México porque la distancia generacional con los
jugadores ya es muy amplia. Pero creo, también,
que Maradona transmitía una energía especial.
Hoy parece
difícil creer que cuando la selección argentina llegó a instalarse en la
concentración del club América, en la
ciudad de México, no sólo no era candidata a ganar ese Mundial sino que
Maradona tampoco estaba en la lista principal de jugadores señalados para ser
considerados como el mejor del torneo. Por encima de él estaban Zico, Michel
Platini, y hasta Karl Heinz Rummenigge.
Yo era uno de los escasos periodistas argentinos que desde el primer día
cubrió ese Mundial y era muy fácil hablar con los jugadores, que cada día,
atravesaban un pasillo desde la concentración a las canchas de entrenamiento, y
entonces nosotros nos acercábamos con nuestros grabadores y libretas para
hablar con ellos y había tiempo de saludarlos y para charlar y así fue como
pude conocerlo un poco más y bromear con él, porque su humor fue de menor a
mayor en ese torneo. Me tocó ser uno de
los que lo rodeaban al salir para un entrenamiento cuando ya se había sumado la
prensa extranjera, a partir de que la selección argentina avanzaba en el
Mundial, y él empezó a cansarse de las persecuciones, especialmente de las
cámaras de TV y los micrófonos cerca de la boca, y algo que fue lo que siempre
soportó menos: que alguien le tocara el hombro de espaldas para hablarle o para
que se diera vuelta. En esa ocasión, Maradona sintió el impulso de trotar y
escaparse de todos pegando un salto para colocarse del lado de adentro de la
cancha, de la que separaba un alambrado de poco menos de un metro de alto.
Allí, muchos nos dimos cuenta, por primera vez, de su tremendo estado físico,
de lo bien que estaba preparado para ese Mundial. Antes, la semana previa a comenzar
el Mundial de México, yo estuve detrás del fotógrafo Gerardo Horowitz, de la
revista “El Gráfico” (la más importante de Sudamérica), cuando intentó preparar
una producción para la tapa del número siguiente con Maradona y Daniel
Passarella –luego no jugó por una lesión-, los dos líderes, ambos con un enorme
sombrero mexicano en la cabeza y posando juntos, pero fue una lucha, porque en
esos tiempos ni se hablaban y no se tocaban tampoco, por un enfrentamiento
interno que había comenzado apenas meses atrás.
Tuve la suerte
de presenciar en el estadio Azteca aquel maravilloso segundo gol a Inglaterra
por los cuartos de final, el mejor gol de la historia de los Mundiales, y en
ese momento me lesioné en una pierna, porque en el impulso de los festejos, un
colega argentino se cayó sobre ella desde el asiento de arriba, pero no
importaba nada. También debo decir que festejé mucho el gol con “La mano de
Dios”. Desde mi sitio, todos los periodistas pensamos que había sido con la
cabeza y a nadie se le ocurrió imaginar que había sido con la mano. Eso lo
supimos después.
Pero también
tuve la oportunidad de verlo campeón otra vez en el estadio Azteca ante
Alemania, y de entrar (aunque no estaba permitido para los periodistas) a un
vestuario descontrolado por la cantidad de gente, y pude saludarlo (aunque fue
imposible hablar por el vallado humano que lo rodeaba en los festejos) y verlo
reaccionar apenas minutos después de haber recibido la Copa del mundo. Eso sí,
Maradona dedicó el título a los “panqueques” (periodistas y críticos de la
selección argentina que habían cambiado de opinión). ¿Cómo olvidar mis lágrimas, a los 23 años,
cuando el árbitro dio por terminada la final? Eso quedará para toda la vida.
En cambio, el
Maradona de Italia 1990 ya era otro. Más enojado, enfurecido con los italianos
porque estaba jugando como en su casa, pero sabiéndose resistido por gran parte
de los hinchas en todo el país por la rivalidad norte-sur. Ya era bastante más
difícil acercarse, pero en mi caso, había trabado una mayor relación con él
durante la Copa América de Brasil en 1989. A la selección argentina le tocó
jugar en la primera fase en Goiania, una ciudad pequeña cerca de la capital,
Brasilia, y un Maradona con algunos kilos de más se quejaba conmigo, resignado,
porque el presidente del Nápoli, Corrado Ferlaino, no quería transferirlo al
Olympique de Marsella del entonces poderoso empresario Bernard Tapie. “¿Qué más
puedo hacer en Nápoli? Ya gané un Scudetto, una Copa UEFA…no sabés la casa en
la que me prometió vivir, con un parque, con una tranquilidad total, y necesito
cambiar de aire, pero Ferlaino me dijo que si me venden, él tiene que renunciar
o lo matan y tengo cuatro años más de contrato”, me decía.
Si bien su
momento de plenitud fue cuando recibió la Copa del Mundo en México, o de satisfacción
cuando eliminó a Italia en la semifinal de 1990, creo que hay momentos
puntuales de la vida futbolística de Maradona que están relacionados con hechos
sencillos. El día que lo vi más alegre en todos esos años fue cuando la selección
argentina eliminó a Brasil en Turín por los octavos de final. Diego estaba mal
físicamente, con una uña encarnada desde el inicio del Mundial, y con la
rodilla inflamada, pero pudo darle el pase milagroso a Claudio Caniggia que
definió el partido ante Claudio Taffarel luego de que Brasil estrellara tres
tiros en los palos de Sergio Goycochea, y aún así, en aquella sonrisa plena en
el pasillo a la conferencia de prensa, con una vincha finita roja en su cabeza,
alcancé a felicitarlo por dos segundos en el pasillo, aunque había tardado
demasiado en llegar a la zona. En aquel tiempo pensé que era porque se habría
quedado hablando para la TV, pero no: era porque desde lejos, vio triste a su
amigo y compañero del Nápoli, Careca, y cruzó corriendo toda la cancha para
abrazarlo.
Después, tuve la
posibilidad de dialogar con él en algunas ocasiones cuando regresó a vivir a la
Argentina en 1991, cuando vivió años tormentosos, pero más aún, en el Mundial
de Estados Unidos, cuando broméabamos en el Babson College de Boston, lugar de
la concentración argentina. En ese tiempo, él estaba especialmente enfocado en
el fracaso de Colombia en otro grupo, porque Argentina venía de aquella
durísima derrota de 5-0 ante Colombia por la clasificación, y en Buenos Aires
(aunque Maradona no jugó ese partido). Nunca lo vi tan triste como aquel día
que fue excluido del Mundial y que dijo “Me cortaron las piernas”. Yo estaba a
unos metros y otra vez, como si eso me hubiera dado tranquilidad de espíritu,
llegué a darle la mano, como diciéndole “Aquí estoy”. Me la devolvió en
silencio.
Luego fue todo
un poco más fácil para mí (aunque siempre me gustó tomar una prudente
distancia) desde que escribí un libro sobre él, “Maradona, rebelde con causa”
(1996), que leyó y no sólo le gustó, sino que a los diez días de la aparición
de mi libro, concedió una entrevista al diario “Clarín”, el de mayor
circulación de la Argentina, cuyo título fue “Yo soy un rebelde con causa”,
claramente influido por el libro, que sé que le gustó. La editorial necesitaba
tranquilidad sobre el uso, en la tapa del libro, de la palabra “Maradona”, por
una cuestión de derechos. Decidí llamarlo a la casa (no existía el teléfono
celular), y cuando comencé a dejarle un mensaje en el contestador automático y
dije mi nombre, atendió, y me dijo “Fiera, no te preocupes, sos amigo te Pablo
y conmigo jamás tendrás un problema por eso”. Quise insistirle porque no había
nada firmado pero me di cuenta de que él iba por otro lado. La formalidad no le
interesaba. Estaba en juego su palabra y bastaba. Y así fue. Jamás tuve un
mínimo reclamo en 34 años.
Mi último gran
recuerdo ocurrió en Brasil 2014. Él hacía diariamente, en el centro de Radio y
TV un programa para el canal latinoamericano “Telesur” con el reconocido
periodista Víctor Hugo Morales –el autor del relato más famoso de su gol a
Inglaterra en 1986- y fui para hablar algo con Morales, que era columnista del
mismo diario que yo, “Jornada”. Recuerdo la multitud que había alrededor del
estudio. La productora del programa me hizo pasar cuando ya terminó (eran las
12 de la noche) y cuando Morales y Maradona se sacaban los micrófonos, iba llegando a la mesa y Morales le dijo a
Maradona “Mirá quién está acá”, y Maradona me abrazó con una alegría que no me
voy a olvidar nunca y es la que me llevo para siempre.
Cuando me
preguntan si alguna vez, Lionel Messi puede llegar a ser como Maradona, me suelo resistir a esa clase de comparaciones
cuando se trata de tiempos, tecnologías, preparaciones físicas, rivales,
compañeros y contextos distintos, y hasta orígenes sociales distintos y vidas
distintas. Messi nunca jugó una liga argentina y le falta, entonces, ese
“calor” del hincha argentino, aunque
pudo vencer muchos prejuicios y me pregunto qué habría pasado si en 2014
hubiera ganado la Copa del Mundo en el Maracaná, con la rivalidad que hay con
Brasil. Messi es más eficaz, sin dudas, pero estéticamente, como Maradona no
hubo. Lo primero que me sale del corazón es decirle “Gracias por tanto, Diego”.
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