miércoles, 12 de agosto de 2015

La repetición (Un cuento de Marcelo Wio)








“Somos nuestra memoria, somos ese  quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”, Jorge Luis Borges


Hacía más de veinte años que se habían agotado las pilas de la radio del viejo Zúñiga. Hacía algún tiempo más que Manrique había cerrado la pulpería y se había mandado a mudar. Desde entonces, Bucarelli, un viajante de la ciudad, aparecía una vez al mes con yerba, harina, levadura, azúcar, jabón de barra, sal, vino, aspirinas, calvos, alambre, martillos, palas y alguna cosa más.

 “Yo no trabajo pilas; no son rentables. Cada vez se usan menos con eso de la electricidad”, había dicho en su primer o segundo viaje al paraje Los Sauces Menguados (tanto, que no había ni uno solo). Pero en Los Sauces no había electricidad. Es más, por no haber, no había ni una palabra que definiera la abundancia.

Así pues, un par de semanas después de que las pilas dijeran hasta acá llegamos, en mitad de la 13º fecha del campeonato nacional de fútbol – seguido religiosamente en casa del viejo Zúñiga -, Eleodoro Funes, el memorioso, comenzó a relatar la primera fecha. Al domingo siguiente, la segunda; y así. Eleodoro recordaba cada palabra, cada inflexión, cada silencio del relator, los comentaristas, los enviados a otros estadios y de las publicidades.

Cada domingo repetía exactamente un partido que ya no era. Cada domingo transmutaba su voz en la de los que la radio había traído desde tan lejos. Cada domingo, como repitiendo un acto cosmogónico, en el rancho del viejo Zúñiga; mientras los hombres tomaban mate, comentaban el tiempo, hablaban del ganado, de alambrados que arreglar, de crecidas de un río que llevaba seco un tiempo que podía medirse en términos geológicos; otros jugaban a la taba, frente a la puerta, para que llegaran las voces a través de Eleodoro.

Y todos lo vivían como si cada vez fuese la primera que escuchaban un partido del que hasta sus protagonistas se habían olvidado. Unos protagonistas que, por lo demás, hacía tiempo que no corrían detrás de un balón. A lo sumo, corrían detrás de una vida que siempre anda en posición adelantada, como burlándose de uno, esquivando el pase y la responsabilidad de definir frente al arquero.

“La pila, es Perduracell… ¡una pila de vida!”, en la voz de Eleodoro, una ironía que se repetía domingo a domingo. “Ni las pilas ni la vida duran”, había dicho Zúñiga. “Lo único que dura es la memoria de Funes”, había respondido el chueco Pazzuchi. “Hasta que también Funes se acabe”, 
respondió Zúñiga. “Yo me acabaré antes, así que para mí, Funes es eterno”, Pazzuchi. “Que no veas un final, no significa que no haya finitud”, Zúñiga. “Cébeme un mate y basta de filosofías”, Pazzuchi. “No son filosofías, son realidades. La filosofía trata de evasiones”, Zúñiga, al que siempre le gustaba tener la última palabra, mientras le pasaba el mate a Pazzuchi.


“Moretti avanza por la mitad del campo; la cabeza erguida; el porte de un general que comanda a sus tropas…”. La tardecita ya había echado sombras flacas detrás del rancho. Los hombres habían encendido un fuego y limpiado un cordero. Una damajuana había aparecido por alguna parte. A los partidos no le quedaban más de diez minutos; al domingo, algo más: un domingo que era el mismo de hacía unos veinte años. Un domingo que, en realidad, siempre había sido el mismo, incluso antes de que las pilas dijeran basta. 

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