“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”, Jorge Luis Borges
Hacía más de veinte años que se habían
agotado las pilas de la radio del viejo Zúñiga. Hacía algún tiempo más que
Manrique había cerrado la pulpería y se había mandado a mudar. Desde entonces,
Bucarelli, un viajante de la ciudad, aparecía una vez al mes con yerba, harina,
levadura, azúcar, jabón de barra, sal, vino, aspirinas, calvos, alambre,
martillos, palas y alguna cosa más.
“Yo no trabajo pilas; no son rentables.
Cada vez se usan menos con eso de la electricidad”, había dicho en su primer o
segundo viaje al paraje Los Sauces Menguados (tanto, que no había ni uno solo).
Pero en Los Sauces no había electricidad. Es más, por no haber, no había ni una
palabra que definiera la abundancia.
Así pues, un par de semanas después de
que las pilas dijeran hasta acá llegamos, en mitad de la 13º fecha del
campeonato nacional de fútbol – seguido religiosamente en casa del viejo Zúñiga
-, Eleodoro Funes, el memorioso, comenzó a relatar la primera fecha. Al domingo
siguiente, la segunda; y así. Eleodoro recordaba cada palabra, cada inflexión,
cada silencio del relator, los comentaristas, los enviados a otros estadios y
de las publicidades.
Cada domingo repetía exactamente un partido que ya no era.
Cada domingo transmutaba su voz en la de los que la radio había traído desde
tan lejos. Cada domingo, como repitiendo un acto cosmogónico, en el rancho del
viejo Zúñiga; mientras los hombres tomaban mate, comentaban el tiempo, hablaban
del ganado, de alambrados que arreglar, de crecidas de un río que llevaba seco
un tiempo que podía medirse en términos geológicos; otros jugaban a la taba,
frente a la puerta, para que llegaran las voces a través de Eleodoro.
Y todos
lo vivían como si cada vez fuese la primera que escuchaban un partido del que
hasta sus protagonistas se habían olvidado. Unos protagonistas que, por lo
demás, hacía tiempo que no corrían detrás de un balón. A lo sumo, corrían
detrás de una vida que siempre anda en posición adelantada, como burlándose de
uno, esquivando el pase y la responsabilidad de definir frente al arquero.
“La pila, es Perduracell… ¡una pila de
vida!”, en la voz de Eleodoro, una ironía que se repetía domingo a domingo. “Ni
las pilas ni la vida duran”, había dicho Zúñiga. “Lo único que dura es la
memoria de Funes”, había respondido el chueco Pazzuchi. “Hasta que también
Funes se acabe”,
respondió Zúñiga. “Yo me acabaré antes, así que para mí, Funes
es eterno”, Pazzuchi. “Que no veas un final, no significa que no haya finitud”,
Zúñiga. “Cébeme un mate y basta de filosofías”, Pazzuchi. “No son filosofías,
son realidades. La filosofía trata de evasiones”, Zúñiga, al que siempre le
gustaba tener la última palabra, mientras le pasaba el mate a Pazzuchi.
“Moretti avanza por la mitad del campo;
la cabeza erguida; el porte de un general que comanda a sus tropas…”. La
tardecita ya había echado sombras flacas detrás del rancho. Los hombres habían
encendido un fuego y limpiado un cordero. Una damajuana había aparecido por
alguna parte. A los partidos no le quedaban más de diez minutos; al domingo,
algo más: un domingo que era el mismo de hacía unos veinte años. Un domingo
que, en realidad, siempre había sido el mismo, incluso antes de que las pilas
dijeran basta.
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