Algunos parecen predestinados a ser
ídolos: no importan las limitaciones técnicas, los rasgos ásperos, la poca
ductilidad verbal. No importa nada de esto: los tipos, audaces como cualquier
otro, tienen un algo (un aura, una potencia anímica, vaya uno a saber qué es lo
que tienen, si es que tienen algo, o ese algo está en la mirada que los admira)
que los encumbra en la zona de las preferencias perdurables.
Ese era el caso de Obdulio Alvarado, que
entre 1960 y 1977 jugó en Chacarita, River y en el Internazionale de Milán. Un
seis de esos que imponen respeto (en definitiva, temor, julepe); de los que,
aunque sin riqueza estilística alguna, salen jugando con criterio. Un seis que
parecía toda una defensa, allí, plantado en la región de la medialuna del área,
donde las piernas rivales inspiran muy poco respeto.
Amado el tipo. Venerado. Idolatrado. Su
retiro no disminuyó esa devoción; por el contrario, acaso la incrementó (ya se
sabe que el tiempo da lugar a que la
memoria dude de sí misma y permita las adulteraciones, agrandando hechos,
disminuyendo mezquindades: creando mito, en breve).
Así fue – como antes fue con tantos
otros jugadores; como seguirá siendo con otros tantos – hasta que apareció como
DT de Banfield. Fue verlo ahí, de traje, ya cariado de años, gesticulando como
un mal actor que cree que el histrionismo es un recurso válido para suplir las
falencias del talento, de la preparación artística (y todo lo que hace es, si
no habían sido notadas, evidenciarlas y, en caso contrario, exagerarlas hasta
el ridículo).
En la 5ª fecha se escuchó la primera
puteada (origen sureste, dirección norte-noreste debido a un viento de
componente este). Desde hacía dos fechas que venía gestándose, masticándose en
más de una voz (tal vez, desde la mismísima segunda parte de la 1ª fecha,
incluso). El equipo no es que jugara mal, sino que parecía practicar otro
deporte. Banfield lo había llevado a Alvarado como entrenador para ver si un
golpe anímico sacaba al equipo de la zona de descenso – el promedio, con todo
el campeonato por delante, ya entonces parecía inexorable, insalvable.
Pero Alvarado no era un motivador (suele
confundirse la facilidad para auto-motivarse con la de transmitir esa misma
motivación por vía de la palabra, al resto) y, mucho menos, un estratega. Es
más, Alvarado demostró no comprender nada del fútbol (desde una perspectiva,
digamos, integral). Tenía menos dibujo táctico que Joan Miró.
La puteada, decíamos (5ª fecha, minuto
37 del primer tiempo) fue tímida, casi un acto fallido del aparato fonador,
algo que estaba exclusivamente destinado al consumo interno de las emociones y
no para su publicación en la tribuna.
En cuanto salió y se desparramó es
sucinto “Obdulio y la puta que te parió” – que, como puede apreciarse, iba envuelto
en el respeto del lugar común, incluyéndolo en el conjunto de todos los hombres
y mujeres del mundo: todos han sido insultados de esta guisa en alguna
oportunidad; detrás de un volante, en un cine, en un ascensor nutrido de un
olor subrepticio, en un autobús luego de un pisotón, etcétera.
La puteada no
ahondaba en la personalización (más allá de la mención de su nombre) -;
decíamos, en cuanto el insulto emergió, se hizo un silencio en la tribuna que
se extendió rápidamente al resto de las gradas. Un silencio que para el autor
del lugar común pareció una eternidad, mientras, dicho lo dicho, y no pudiendo
volver atrás, esperaba el veredicto popular: sopapo o corifeo.
Y fue lo segundo. Enseguida pasó rodando
otra puteada, y luego otra, y otra, cada vez más ingeniosas (y, en
consecuencias, más rumiadas, más crueles). El mito que había llevado años en
erigirse no se sostuvo ante el vendaval de improperios.
Ya para la 7ª fecha (en la 9ª la
directiva del club lo despidió y contrató a otro fulano que fue igualmente
puteado, porque la suerte ya estaba echada desde hacía tiempo), la memoria
colectiva había comenzado a obrar la transformación del recuerdo de Obdulio
Alvarado en una caricatura que ya no sólo lo emparentaba con tanto pica piedra
que había ocupado su misma posición, sino con aquellos jugadores a los que la
conjetura popular, debido a sus llamativamente escasas condiciones para el
fútbol (cuando no, directamente, para la vida en sociedad), cree que pasan una
parte de su sueldo al entrenador de turno para que los ponga.
Hacia el final del campeonato, si le
preguntaba a cualquier hincha de fútbol – de cualquier club – quién era Obdulio
Alvarado, nadie sabía responder. Un número considerable, vaya a saber por qué,
decía que un sindicalista de los 1940. La memoria es muy traicionera; no hay
que andar jugando con ella…
O acaso, crear ídolos sea una necesidad
de emparentarnos (los humanos) directamente con los dioses a través de
intermediarios a mano – y también, el oscuro apetito y goce de, ocasionalmente,
hacerlos caer para proponer una efímera e ilusoria superioridad sobre las
divinidades: sólo el hombre perduraría, en tanto que dioses (e ídolos)
dependerían de su pulsión de venerar, de fundar esperanzas externas, de
instaurar responsables desvinculados de sí. L’uomo è Dio per l’uomo… Que acaso
sea lo mismo que decir que l'uomo è lupo per l'uomo.
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