Desde el 4 de julio pasado, cuando la selección
argentina perdió por penales la final de la Copa América ante la chilena (la
quinta final perdida en los últimos ocho torneos en los que participó, siendo
confirmada como la primera en el ranking mundial de la FIFA desde que terminó
el torneo sudamericano), para muchos ya no importa si Lionel Messi es un genio.
Se lo vincula con la imagen de la derrota en su
propio país, la Argentina, en el que una generación completa nunca vio campeón
a su equipo nacional, que no gana un título desde hace 22 años, cuando Gabriel
Batistuta, Diego Simeone, Claudio Caniggia, Oscar Ruggeri y Sergio Goycochea
levantaban la Copa América de ecuador en 1993 por segunda vez consecutiva,
luego de haber triunfado también dos años antes en Chile 1991.
No sólo recrudecieron frases como que Messi no canta
el himno argentino (que por otra parte, desde hace tiempo que suena en los
estadios sin letra, sólo con música, por su longitud, y ahora apenas si le
agregaron una pequeña estrofa final), sino que hasta su abuelo, Antonio
Cuccittini, sostiene que no jugó en su nivel y que tampoco la selección
argentina lo hizo bien y que no estuvo a la altura en la final ante Chile en el
Estadio Nacional de Santiago.
Para más datos, el propio Messi se dio tiempo para
reflexionar sobre su futuro en la selección argentina, aunque después de
observarse sus frases en las redes
sociales, lo más probable es que opte por la salida original desde que
Gerardo Martino asumió como entrenador tras el Mundial de Brasil: darle más
tiempo al Barcelona, y jugar con Argentina los partidos de trascendencia, como
la clasificación para Rusia 2018 y seguramente (si se juega) la Copa América
Extra de Estados Unidos 2016 pero no algunos amistosos, como una buena forma de
tomar cierta distancia a algunas críticas despiadadas que recibió.
“No quiero ser Messi, yo quiero ser yo mismo y
tampoco debe ser nada fácil serlo”, dice con tristeza Lucas Biglia, no sólo
compañero suyo en el Mundial 2014 y en la reciente Copa América sino en
momentos mucho mejores y esperanzadores, como el Mundial sub-20 de Holanda
2005, cuando se produjo la gran irrupción del genio para la gran mayoría de los
argentinos, y hasta cuando por primera vez Diego Maradona pidió su teléfono
para llamarlo y saludarlo, una especie de certificación de trascendencia
futbolística internacional.
Biglia cuenta una intimidad: que Messi lloró
desconsoladamente en el bus que trasladó a los jugadores, en silencio, desde el
Estadio Nacional hasta el lujoso hotel que cerraron para la delegación
argentina en la alta zona de Vitacura, y ningún compañero osó decirle nada,
porque no sabían bien qué decirle y los que lo conocen, saben que en esos
momentos es mejor dejarlo solo.
En realidad, ya la primera foto apareció en los
penales ante Chile, cuando se puede observar cómo los otros diez jugadores
permanecen abrazados y Messi camina unos metros distante, o luego se queda
tirado en el piso, lánguido, con la cabeza gacha.
No es nuevo que Messi llore desconsoladamente. La
presión que tiene es enorme y vive para el objetivo que busca. En el gran libro “Messi”, de Guillem Balagué,
el preparador físico Fernando Signorini cuenta que lo mismo ocurrió en el
vestuario tras caer en cuartos de final 4-0 ante Alemania en el Mundial de
Sudáfrica 2010, aunque en ese caso, el muchacho se instaló en posición fetal
entre dos bancos del vestuario, y no había manera de frenarlo.
Signorini cuenta también que él solía hacerse el
distraído en los entrenamientos y cuando un jugador venía de frente con la
pelota en el pie, solía quitársela demostrándole escasa atención. Sin embargo,
cuando quiso hacer lo mismo con Messi, éste le amagó y siguió con la pelota en
sus pies, el único caso que recuerda.
Pero para muchos argentinos, nada de esto cuenta.
Messi parece alguien sin sentimientos, que llega a la selección de manera casi
mecánica, que busca ganar para aumentar su palmarés, como si no tuviera títulos
de sobra y como si ganar o no ganar con su equipo nacional lo alejara o
acercara más al Olimpo de futbolistas en la historia.
Pocos recuerdan cómo es que un día Messi llegó a la
selección argentina, aunque su padre Jorge ya le había enviado varios DVD al
ayudante de campo de Marcelo Bielsa, Claudio Vivas, sin respuesta, hasta que un
día, en el Mundial sub-17 de 2003 en Finlandia, al caer eliminado contra España, el entonces
director técnico albiceleste Hugo Tocalli se acercó a la mesa del hotel de los
ganadores para felicitarlos, y un chico de ese equipo, un tal Cesc Fábregas,
dijo “si ustedes hubiesen tenido al que les faltó, nos habrían ganado” y contó
que en el Barcelona había un genio argentino.
Messi nunca quiso jugar en una selección que no
fuese la argentina y la periodista del diario “Mundo Deportivo” de Barcelona,
Cristina Cubero, que hace más de tres décadas que cubre la actividad del FC
Barcelona y del Español, llegó a manifestar que se trata “del más argentino de
todos los jugadores argentinos que conocí” y detalla que se alimenta de comidas
argentinas, sólo ve programación argentina de TV por internet y que no se le
pegó nada del acento catalán.
Pero nada de eso sirve a la hora de un análisis
despiadado. Por ejemplo, desde España llegó un video de youtube de Marcos
Reina, que se tomó el trabajo de mostrar por qué Messi no rinde en la selección
argentina y sí en el Barcelona porque en la selección no le devuelven los pases
y tampoco le pasan tanto la pelota, como si en el fútbol no existieran los
movimientos mecanizados y el tiempo de trabajo, o como si no hubiese tenido
nunca partidos lejos del arco rival o sin recibir muchos pases en su propio
equipo.
Sí es cierto que en el promedio de gol, Messi lleva
0,82 por partido en el Barcelona con sus 423 goles en 514 partidos jugados, o
se eleva aún más si tomamos en cuenta la pasada temporada 2014/15, cuando marcó
58 goles en 57 partidos (1,02) en un año dulce en el que ganó los tres títulos
(Liga, Copa del Rey y Champions League), pero con la selección argentina baja a
un extraño 0,45 producto de 46 goles en 103 partidos jugados, si bien a los 28
años se encuentra segundo en la tabla histórica de goleadores detrás de Gabriel
Batistuta (56) y por encima de Diego Maradona o Hernán Crespo, por lo que todo
indica que en algún momento se convertirá en líder absoluto.
Aún así, no parece alcanzar. Queda la incógnita de
cuánto debate pudo haber si Gonzalo Higuaín no remataba desviado su gran
ocasión de gol de la última jugada de la final ante Chile, o si en los penales
se hubiera ganado, como sucedió en cuartos de final ante Colombia por la misma
Copa América, y nadie se percata de que en la última definición, Messi fue el
único argentino que convirtió su penal. O que un reciente video muestra que al
terminar el primer tiempo, se lo ve caminando hacia el vestuario muy preocupado
por no ver a su familia en la platea, y seguramente conociendo ya que la
agredieron y que debió cambiarse de lugar gracias a los oficios del embajador
argentino en Chile, Ginés González García.
No alcanza porque si bien muchos ya comprenden que
no es ni podría ser Diego Maradona (simplemente, porque es otro ser humano, con
otras circunstancias), que ni siquiera protestó demasiado cuando recibió una
patada cerca del estómago por parte de su marcador, Gary Medel, o que si
Higuaín, Palacio o él mismo no hubiesen perdido sus claras situaciones de gol
tal vez hasta pudo haber sido campeón del mundo en Brasil 2014.
Para muchos argentinos, que esperan que Messi sea
como Maradona, ya su imagen es la de un perdedor, o al menos, la de alguien que
no se rebela contra la adversidad, y que no logra reaccionar y se entrega ante
determinado contexto, y que no parece reunir las dotes de salvador, sino apenas
la de un crack habilidoso capaz de determinadas acciones en un momento dado, y
poco más.
No importa su voluntad de dejarlo todo para venir y
seguir arriesgando prestigio (incluso, poniendo en juego su profunda tristeza)
especialmente en tiempos en los que al regresar al Barcelona, había que
trabajar sobre su depresión post-selección argentina, o aquellos vómitos
previos al partido ante Colombia, en Barranquilla, en medio de un calor
infernal en el que pudo dar vuelta una situación clave para luego ganar la
clasificación al Mundial 2014, o que sea quien pelea los contratos y las
condiciones para sus compañeros.
Tampoco parece interesar el aspecto táctico: la
posición que Messi debe ocupar en el campo de juego, y así como en el Barcelona
juega más adelante (más allá del “falso nueve” inventado por Josep Guardiola o
de extremo derecho y hasta de creativo por detrás de los delanteros, llegado el
caso), muchas veces en la selección argentina debe retrasarse por falta de
compañeros en ataque, y eso daña su producción, como cada vez se puede advertir
mejor.
En la selección argentina, claro que con mucho menos
tiempo de trabajo y en consecuencia, menos chances de mecanización de
movimientos, apenas un entrenador, hasta ahora, le encontró el lugar justo y
fue Alejandro Sabella (2011-14), cuando determinó que la presión albiceleste
hacia su rival debía comenzar en tres cuartos de campo rival para que Messi
tuviera un corto recorrido hacia el arco y no se desgastara, sumado a que al
recuperar tan lejos, se le agregarían compañeros por los costados como opciones
de pase.
Pero una vez más, circunstancias externas (las lesiones
de Sergio Agüero y Angel Di María) y el eterno miedo argentino a perder,
llevaron al entrenador a tomar decisiones contrarias al sistema habitual de
juego no sólo desde los octavos de final del Mundial ante Suiza, sino ya en el
debut ante Bosnia, que aunque terminó en triunfo, generó enojo en Messi al
punto de salir a hablar en conferencia de prensa de la necesidad de cambiar y
apostar a un juego de más ataque.
En la Copa América de Chile ocurrió algo parecido.
Tampoco en la final, el equipo argentino lució como en el 6-1 de semifinales
ante Paraguay, superado tácticamente por uno con menor calidad individual en
sus jugadores y también sufrió la lesión de Di María.
¿Puede Messi dejar la selección argentina, cansado
de tantas críticas, despiadadas algunas, más técnicas otras? Alguna vez alguien
dijo que su relación con la sociedad argentina es como la de un hijo que
descubrimos que tenemos cuando ya es casi un adulto y tenemos que aprender a
relacionarnos con él cuando no tuvimos una historia detrás.
Messi no se crió futbolísticamente en la Argentina,
por más que siga jugando hoy igual que lo hacía a los 8 años en Rosario, su
ciudad natal, y no tiene una hinchada de club en sus espaldas, como sí tienen
los otros.
Siempre fue alguien extraño para muchos argentinos,
y si mitos como Carlos Gardel, el Che Guevara, Jorge Luis Borges o el general
José de San Martín tuvieron que morir en el exterior, Messi no parece salvarse
de ese sino fatal del sentimiento del destierro.
O acaso todo esto sea el eterno juego de las
contradicciones que dan lugar a una síntesis final de éxito, como sostuvo
Biglia días después de que Javier Mascherano llegó a definir su etapa en la
selección argentina como “una tortura”;
“Capaz que todo este sufrimiento da lugar a ganar algo muy importante
más adelante, quién sabe".
Lo dice el tango “Naranjo en Flor”: Primero hay que
saber sufrir, después amar, después partir y al final andar sin pensamientos”.
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