Habían pasado
grises 83 minutos cuando Ángel Correa, que había ingresado en el segundo
tiempo, realizó una jugada individual y concretó el único gol del partido ante
la batalladora pero insípida Marruecos en Tánger. El festejo, sin embargo, con
los suplentes que saltaron desde la línea de cal para treparse al autor, junto
al resto de los compañeros, sonó a desmedido para el contexto en el que
ocurría. Al cabo, se le estaba ganando a un rival sin historia, por un gol en
el final, y habiendo estado en el mismo nivel que el derrotado.
El seleccionado
argentino, acaso con un partido amistoso más que podría concretar como local en
junio, se encamina así a la Copa América de Brasil en un momento de absoluta
confusión, sin un norte determinado, por más que la mayoría de sus integrantes,
especialmente los que toman decisiones, quieran venderle peces de colores a
quienes están acostumbrados, por muchos años, a otra cosa, con o sin resultados
favorables.
Se entiende que
Lionel Scaloni, director técnico interino, pruebe jugadores y busque en una
nueva generación luego de la frustración esperada en el pasado Mundial de
Rusia. De hecho, que sea éste el entrenador y no otro no es culpa suya, sino de
quien lo contrató, de quien le cedió este espacio a partir de su aceptable roce
internacional de sus tiempos como jugador, de su capacidad motivadora, de la
llegada a Lionel Messi (posiblemente, lo que haya sido más determinante), y de
su indudable optimismo.
En todo caso, la
Copa América a la que ya parece que llegará al frente del equipo nacional, será
la prueba más palpable de su capacidad y la gruesa raya roja que determinará su
futuro en la estructura, pero hay que afirmar con claridad que sus
declaraciones tras el triste partido de ayer ante Marruecos, no se condicen en
absoluto con la realidad.
Con y sin Messi,
es decir, ante Venezuela y luego ante Marruecos, el seleccionado argentino
volvió a mostrar la misma cara. Jugadores que podrían ser, en la mayoría de los
casos, aceptables en lo individual, aunque no los cracks de otrora, y en muchos
casos, sobredimensionados por una prensa ávida de éxitos y a las puertas de un
gran torneo, en el que se arriesga el papelón de no haber una idea madre que
sostenga al conjunto.
Porque más allá
de nombres, lo que desde hace mucho que perdió el fútbol argentino (y se
refleja en su equipo principal, su representativo más importante) es la idea
acerca de qué se pretende, a qué se quiere jugar, y con qué ejecutantes.
Venimos
señalando en estas páginas, desde hace mucho tiempo, que el fútbol argentino no
se debate sobre cuál es el juego que pretende, desde que en 1958 comenzó a
copiar el modelo europeo y luego, el sistema global de negocios terminó
imponiendo, desde el Viejo Continente hacia aquí, las normas a partir de la
economía, y entonces si les queremos vender jugadores, tenemos que sacarlos en
los puestos que ellos utilizan.
Entonces, se
acabaron los “reggistas”, los “diez” de antes que manejaban al equipo, los
marcadores centrales elegantes y tiempistas, los marcadores de punta con oficio
y proyección, los “cincos” que se las arreglaban solos en el centro de la
cancha, los “ochos” goleadores, los wines desbordantes y los “nueves” técnicos
que iban a buscar la pelota unos metros atrás y definían adelante.
Por si faltara
poco, para acoplarnos a este “nuevo orden económico”, los torneos locales se
juegan en verano y con un calor intolerable y descansan en los meses del frío
para ajustar el calendario a los europeos, con el solo objetivo de poderles
vender jugadores en su mercado.
El fútbol
argentino, en síntesis, es hoy consecuencia de todo aquello. Es lo que puede
ser. Es esto. Esto que vimos ayer. Esto tan triste de quedar, por momentos y
ante un rival que en otra época hubiera sido menor, sin un solo delantero de
punta, y con los jugadores discutiendo y peleándose con los rivales en cada
cruce, en cada falta, para luego festejar un gol en acaso la única llegada
clara en noventa minutos como si fuera la final del Mundial.
Tras la merecida
derrota del viernes en Madrid ante Venezuela, y con el pobre Messi, (que sigue
viniendo aunque la Selección no lo merezca), tratando de divisar a lo lejos
algún socio para su excelso pero solitario juego, esto de ayer, por más que
haya sido un triunfo, es un evidente paso atrás, que se nos disfrazará con
aquel canturreo de que “ya está casi” el equipo para la Copa América, pero esta
selección tan desteñida como lo indica el diseño de su actual camiseta, sigue
dependiendo de los Messi, Sergio Agüero, Ángel Di María, Nicolás Otamendi (por
más que se fogonee que son “perdedores” quienes llegaron a tres finales luego
de décadas de no arribar a ninguna), y por ahora, con muy pocos agregados de
calidad de esta nueva generación, como Nicolás Tagliafico o Lautaro Martínez,
y, tal vez, Paulo Dybala, aunque éste no tiene muchas posibilidades de
mostrarse.
Pero sin un
esquema madre, sin una idea general, que ahora parece que podría aportar por
fin el nuevo director general de Selecciones, César Luis Menotti, con toda su
experiencia, es muy difícil llegar a buen puerto.
La selección
argentina se debate dentro de una AFA sin rumbo, con movimientos que generan
más dudas que certezas, en un ambiente de alarmante mediocridad, y con un
entrenador que hace lo que humanamente puede, con el material con que cuenta en
estos tiempos, y en medio de la marea.
Sin mucho más
tiempo para la Copa América de Brasil, será lo que será y a la espera de que
salga justo la bolilla que estudiamos para el examen, allí vamos, a que la
suerte nos acompañe y el viento, como el de ayer en Tánger, nos pueda soplar a
favor. Es lo que hay.
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