El triunfo del Barcelona en la Champions League, que completa una extraordinaria temporada con los éxitos en la Liga Española y en la Copa del Rey, no sólo debería ser tomado como ejemplo por parte de la mayoría de los equipos en el mundo –al menos, los que cuentan con presupuestos a su misma altura- sino también significa, al mismo tiempo, mucho más una victoria contra aquellos que defienden el resultadismo a ultranza.
Durante las últimas cuatro décadas habíamos asistido en muchos ámbitos en todo el mundo, a un discurso maquiavélico por el cual cualquier fin (eso sí, dentro del reglamento) justificaba el triunfo. Así es que aparecieron en los años sesenta los Helenio Herrera (Inter), Osvaldo Zubeldía (Estudiantes de La Plata), y en especial, el “Catenaccio”, exponente de un cerrojo defensivo para ganar con un contraataque aislado, sin importar en lo más mínimo el espectáculo.
Incluso, se llegó a festejar estos éxitos de algunos equipos poco generosos, como el triunfo del “trabajo” de la semana, del “sacrificio” de los atletas, matándose en los gimnasios, aún sin importar que en muchos entrenamientos desaparecieran hasta las pelotas de fútbol.
Lo que pasó a importar era el resultado, y lentamente, los entrenadores pasaron a ser más importantes que muchos de los jugadores, y fueron los que se llevaron los mejores salarios. Los Trappatoni, Capello, Mourinho, fueron ganando la batalla a los defensores de un fútbol lírico, ofensivo, dinámico.
El primer gran cambio en Europa lo introdujo Arrigo Sacchi en el Milan fantástico de fines de los ochenta hasta mediados de los noventa, con prodigiosos partidos y desde ya, con un excepcional plantel. Aquel fútbol de los Gullit, Van Basten, Rikjaard, Baresi o Donadoni dejó imborrables recuerdos y estableció un imperio en Europa que apenas Boca Juniors pudo igualar una década después en Sudamérica, aunque luciendo mucho menos.
Recién ahora, y aprovechando una decantación del plantel que ya había ofrecido muy buenas producciones en los años precedentes (ganando incluso una Champions League en París en 2006), un joven entrenador procedente del Barcelona B, como Josep Guardiola, consigue maravillar al mundo con un notable fútbol y un andamiaje pocas veces visto, en el que se resume la estética y el rendimiento colectivo, y en el que los jugadores con su talento potencian al conjunto, pero a su vez el conjunto potencia aún más los rendimientos individuales.
Es cierto que el Barcelona pudo no haber ganado esta Champions, si Andrés Iniesta no convierte en gol aquel dramático remate desde fuera del área ante el Chelsea en semifinales. Pero poco hubiera cambiado el concepto desde lo estrictamente estético. Tal vez, sí, los defensores del resultadismo podrían agitar su eterna bandera al decir que “no ganó” y terminó sucumbiendo ante otros estilos, más tradicionales y basados en mucho en la resistencia física.
Pero al ganar, el Barcelona se convierte en campeón de todo lo que ha jugado, con una sorprendente eficacia, con un juego casi insuperable, y con una proyección incalculable.
Por lo tanto, al ganar de manera tan contundente hasta convertirse en el mejor equipo del mundo (que formalmente deberá ratificar ahora en el Mundial de Clubes de Emiratos Arabes en diciembre), no queda mucho por discutir. Si se puede ganar y de manera tan rotunda jugando estéticamente y agradando al mundo entero, no queda espacio, ni justificación, para volver a un fútbol defensivista para obtener un resultado.
En todo caso, esto podría ser mínimamente aceptado cuando un equipo de recursos muy inferiores al otro, toma recaudos para defenderse y contragolpear. Pero entre equipos con presupuestos parejos, debería ser casi una obligación buscar variantes para tratar de encontrar un sistema propio que supere al del Barcelona, algo que asoma como realmente complejo.
El Barcelona no sólo ya ha sacado amplia ventaja y torna creíble su juego, sino que al haber apostado a una determinada filosofía de respeto al espectador y a una estética del fútbol, para sus profesionales, en muchos casos formados en su cantera de “La Masía”, resulta casi una obviedad poder cumplirlo.
Por ejemplo, la triangulación que vemos en toques cortos en muchos sectores del terreno de juego, es algo que fue aprendido y practicado con creces por los jugadores durante años, hasta que hoy se lo hace casi automáticamente.
Y mientras equipos como el Inter, con el mismo presupuesto o más que el Barcelona, apuestan a dos líneas de cuatro y apenas dos atacantes para que el sueco Zlatan Ibrahimovic pueda encontrar una pelota en cualquier lugar para convertirla en gol, o “redondee” un balón que le suele llegar cuadrado, o el Liverpool apuesta a un fútbol absolutamente vertical para llegar a la red, el Barcelona toca y toca, volviendo locos a todos, rivales y público, aunque por diversas causas.
Este Barcelona no sólo es triple campeón de la temporada, sino que se ha convertido en el abanderado del fútbol total, en el exponente de la mayor belleza de este hermoso juego. Y Guardiola es el encargado de armar este equipo a partir de una frase brillante, dicha, además, en una conferencia de prensa inmediatamente posterior a su mejor día en Roma: “no arriesgar en fútbol es demasiado arriesgado”.
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