Serían las tres, tres y media cuando
llegué al café ubicado en la esquina de Bravos de la Patria y Telémaco. Hacía años
que no iba por aquel barrio. Y no lo habría hecho de no ser porque un cliente
me pidió la gauchada de acercarme para entregarle el contrato modelo de
compra-venta de un local comercial para echarle un vistazo antes de realizar la
transacción. Así llegué a aquel café tan igual a cualquier otro.
Estaba sentado ante una mesa al lado del
ventanal. El café estaba casi vacío: un mozo, un gordo detrás de la barra y un
viejo sentado a un par de mesas a la derecha de la mía. El hombre hacía que
leía un diario que seguramente había terminado hacía un rato largo, y me
relojeaba. Conocía a esa fauna de café. Hurgan entre la concurrencia un
cómplice para la palabra; para la verdad o la fabulación, lo mismo da. Hablar,
contar, darle un sentido a una porción del día; ganarse un asombro, una
palmada, dejarse invitar con un café o lo que sea.
Al principio me hice el pelotudo; pero
me dio pena: me vi a mí mismo en unos años buscando una excusa para no hablar
solo. Así pues, lo miré y lo saludé con esos gestos que esconden mal una
invitación: sonrisa leve, arqueo de cejas, una suerte de gesto de suspiro,
ladeo de la cabeza y movimiento sutil hacia arriba, como si uno emprendiera el
rumbo hacia una observación superior. El viejo decodificó correctamente todos
los significados y, levantándose – y trayendo consigo la tacita de café – me
preguntó (o suplicó buscando una confirmación): “¿Puedo?”, señalado con la
mirada y la perilla mi mesa. “Claro”, revalidé explícitamente el mensaje.
Se sentó, sorbió el fondo de café que le
quedaba y encendió un cigarrillo.
“¿Se toma otro café?”, pregunté.
“Te acepto un coñacito”.
Llamé al mozo y le pedí un coñac para el
viejo y un porrón de cerveza para mí.
“Te miraba desde ahí, y pensaba, ‘a este
muchacho le vendría bien una historia’; pero no cualquier historia; una
verídica y, a la vez, incomprobable. No sé si me sigue”, dijo el viejo,
pausadamente, con una voz en do menor.
“Siempre me falta una crónica de esas.
Supongo que no es un rasgo original…”, dije, por decir algo. Esas declaraciones
que no tienen consecuencias; que a lo sumo sólo invitan a que el emisor, emita.
Llegó el mozo con las bebidas, como
obedeciendo a unos tiempos prefijados para el ámbito de los cafetines y de sus
peregrinos, que permiten una pausa que oficia de sustituto de un prólogo
siempre innecesario.
“Lo que te voy a referir – tomó un
sorbito del coñac y le dio una pitada al cigarrillo de tabaco negro, de un olor
azul pesado – no lo viví yo, me lo contó Arturo Peñalosa, un amigo fiable. Pues
bien, Vito Daimon nació en uno de estos tantos pueblitos que hay perdidos en la
geografía argentina, de esos pueblos en los que los ochenta, ciento y pico
habitantes que hay, tiene un nombre distinto para el rejunte de casas, plaza,
canchita de fútbol, iglesia… y no hay tu tía con ponerse de acuerdo. Y mire lo
que le digo, menos mal que no tiene un nombre… inequívoco, unánime…Porque,
fíjese usted, que uno se acuerda de un pueblo por el nombre, no por el
territorio y el mapa…
Y hay pueblos que… mejor no recordarlos jamás… Pueblos
que son como una… amenaza, un aviso ominoso blandiéndose por sobre los posibles
futuros infaustos que uno puede padecer a causa de la torcedura de
circunstancias que conduzcan a que no quede otro lugar que ese olvido. Porque
uno ve a la gente que vive en esos lugares – ¿nunca ha pasado por esos pueblos
que nunca son destino? - y uno piensa, ‘esta gente no está acá porque quiere,
esta gente está acá porque no le queda otra, porque tuvo que rajar por vaya uno
a saber qué chanchullos, qué vergüenzas o temores; o porque no conocen otra
cosa… ahí, encerrados… por y en sus realidades’… A todo esto… ¿a qué iba yo…?”
“Me decía que Vito… nació en un pueblito
como el que describía”, lo socorrí, ya comenzando a arrepentirme de haberlo
invitado a sentarse a mi mesa – por cada anécdota o historia que valía la pena
de las que me habían contado en un café, había sufrido varias centenas de
desvaríos y tramas mal amarradas; fraudes, en definitiva.
Encendió otro cigarrillo – me ofreció
uno, pero le dije que no fumo – y le dio un traguito al coñac.
“Síiiii… Vito Daimon, claro… Pero déjeme
que antes te explique a qué viene esta manía o fijación mía con esos pueblitos…
- el viejo, o no tenía historia, o era un prologuista incompetente (y yo que
había pensado que la ceremonia del coñac y el mozo había evitado todo eso). Yo
era viajante de comercio – me jubilé hace… veinte años ya… la pucha… - y quedé
muy amigo con un cliente de un pueblo que está acá a doscientos kilómetros. La
cuestión es que hace cinco días fui a visitarlo; hacía bastante que no iba. Y
ahora me encontré con que hay una nueva ruta más directa; así que tomé por ahí…
La cosa es que de camino al pueblo de este amigo – que no es otro que el Arturo
Peñalosa que me relato la historia; así que, como verá, no desvarío tanto, y
las digresiones tienen un hilo que las une con el nudo de la cuestión – crucé
un pueblito del que nunca había oído hablar, y que se me quedó adherido a la
memoria… un pueblo que tendrá… entre cuarenta y cincuenta casas, calculo… Usted
figúrese que esa zona tiene unos pueblos preciosos, pujantes, prósperos, con
una dignidad de pocas calles encomiable… Y uno se encuentra esta… cosa… en el
medio… y no me la puedo sacar de la cabeza. ¿Sabe cómo le pusieron a esa
infamia? ¡Cabo Finochietto! ¡Déjese de joder! ¿Dónde se ha escuchado que a un
pueblo le pongan Cabo X? ¡A los pueblos se les pone General Fulano, Coronel
Mengano, Almirante Zutano, Comodoro Talcual! ¿A quién carajo se le ocurre darle
rango de Cabo a un pueblo? Y claro, uno piensa, a saber si el pueblo nació
siendo un caserío de mierda o el nombre prefiguró, condicionó tal propiedad.
Bueno, la cosa es la siguiente: desde que regresé, todas las noches vengo
soñando con ese pueblo… qué digo soñando, son pesadillas en toda regla: estoy
ahí, en el pueblo, atrapado, algo me llevó a tener (a aceptar mi destino de
tener) que vivir en ese pueblo de mierda. Una ignominia absoluta. Un hastío
permanente. Cuando uno transita una pesadilla, tarde o temprano, se despierta;
uno queda sobresaltado, pero finalmente se duerme y el subconsciente discurre
por otros argumentos más amables. Pero en mi caso, no me puedo despertar, toda
la noche encallado en esa urdimbre fatal, hasta que despierto ya entrada la mañana,
y luego, claro, arrastro los residuos de la pesadilla todo el santo día. Con
decirle que ya me conozco a todos los del pueblo… He hablado con cada uno de
ellos…. La cosa es que hace tres días que no duermo… tengo pavor a quedarme
dormido… Una idea, un espanto me ha invadido: ¿y si llega un día en que no me
despierte en absoluto de esa baba de imágenes tan reales, y permanezco
habitando en ese infierno, en ese pueblo…? A saber las cagadas que me habré
mandado en la vida sin darme cuenta para que me den un adelanto del infierno
que me ha sido asignado. Y aclarado este punto, le sigo la historia. Espere que
enciendo un cigarrillo… Y si no es mucho pedir, le acepto otro coñac”.
Llamé al mozo, convencido de que el
viejo me había engañado, que no tenía ningún relato para ofrecer; sólo una
serie de temores o de anécdotas mínimas, sin interés alguno. Nada que uno
pudiera reproducir, a su vez, en su propio café ante los habituales.
El viejo sorbió un traguito de coñac con
un chasquido de la lengua que me irritó, y largó un humo fino, que había pagado
algún peaje en los pulmones – o que, más bien, lo había cobrado.
“Vito Daimon tendría unos ocho, diez
años. Era una nada: no llegaba al metro de altura. Su contextura física, no
llegaba a ser ni contextura y, a duras penas, física, material - parecía más un
cúmulo gaseoso al que cualquier perturbación podía dispersar irremediablemente
-… Era una cosita de nada el pibe. Y claro, la madre, preocupada,
sobreprotectora (‘es que mirá esos pibes, son unos animales, lo van a hacer
mierda al nene”, le decía al marido – que a todo esto, alguna vez aventuro un
‘lo vas a amariconar…’; a lo que la mujer respondía, ‘lo van a lastimar’, y él:
‘se lastimará un día, dos, cinco; y enseguida va a crear sus pequeñas astucias
y habilidades para que no lo revienten a diario; y si es muy pavo, va a
terminar acostumbrándose a los golpes’). Decía que la actitud de su madre le
fue acentuando o marcando, más bien, la conciencia de su menudencia, y le fue
creando una percepción de fragilidad de sí mismo, de vulnerabilidad; y Vito,
quizás, se fue convenciendo de esa predisposición… de esa sugestión; o bien por
comodidad (la madre era una hincha pelotas de campeonato) había laburado las
estructuras mentales que justificaban un temor que era ajeno (de la madre,
claro) y no salía a jugar con los otros críos, y, en su lugar, se refugiaba en
el patio trasero de la casa –de baldosas desparejas, sembrado de macetas y
sillas de hierro en las que hacía mucho que nadie se sentaba – y jugaba ahí,
solo, con una pelota pulpo… ¿Las conoció? Esas pelotas de goma, marrones, con
unas ridículas rayas amarillas… creo que eran amarillas…
Como es lógico, esta situación no
favorecía la amistad con otros chicos. Así que era un pibe más bien solitario.
Pero los otros muchachitos no lo jodían; ya sabe, en los pueblos, cuando se
acostumbran a las excentricidades, a las taras, a las idiosincrasias, o a lo
que sea que pueda provocar la mofa pelotuda de la gente, más allá de un mote
que puedan endilgarle a uno, lo más que ejercitan es la indiferencia sin
malicia.
A Vito, sin mucha originalidad, lo
llamaban “Diminutivo”. Ya ve la maldad….
En fin. La cosa es que el mocoso jugaba
a la pelota solo, ahí atrás. Nadie le daba bola. Por otra parte, ¿quién le presta
atención a un chico jugando solo al fútbol? Uno va a ver a los pibes jugar en
el potrero, en un partido, donde se puede descubrir alguna gambeta, el germen
de una habilidad.
Bueno, ya le dibujé el contexto. Porque
sin contexto, no hay significación. Así que ahora le voy a contar el suceso en
sí. El hecho. El milagro, según Arturito Peñalosa.
Una tarde de domingo, el pibe - ya le
digo, andaría por los ocho o diez años - iba caminando su aburrimiento por el
pueblo. En el club social, el equipo local de los pibes de doce años jugaba
contra un pueblo vecino. Los visitantes – como solía ser costumbre – les iban
ganando de manera abultada (lo que habitualmente se suele referir como ‘romper
el culo’). Corría el minuto treinta y pico del primer tiempo y los locales
perdían tres a cero… Pare, pare; usted dirá, ‘pero eso no es abultado’, lo
exuberante no era el marcador, sino el baile, el repaso que le estaban dando a
esas criaturas; y la evidente imposibilidad de revertir el curso de los
acontecimientos, la imposibilidad de evitar más goles en contra. La cosa es que
Vito, que iba por ahí, se quedó agarrado al alambrado mirando el devenir del
bailoteo.
Entonces, el puntero izquierdo local se
torció el tobillo y no hubo tu tía de que arreglarle el desaguisado – esguince
de manual. El técnico, Fito, se giró hacia el banco de suplentes, para
encontrar montoncitos de ropa, algunas zapatillas, una botella de agua y poco
más – el pueblo era chico, y la generación de pibes entre los 11 y los 14 años
no había sido de las producciones más fecundas. Entonces el técnico lo vio a
Vito apoyado en el alambrado y lo llamó. Vito se hizo el pelotudo, como que la
cosa no iba con él, como que no escuchaba. Pero Fito terminó acercándose hasta
la posición de “Diminutivo”. ‘Nene, nos falta uno, con que te pongas delante
del lateral de ellos, por lo menos para que no encuentre una banda inhabitada
por donde pueda pegar sus cabalgadas a gusto, es suficiente. No te pido más’.
‘Bueno’, le respondió el pibe, con ese hilito de voz que tenía, como si
estuviese poco acostumbrado a hablar.
Le enchufaron una camiseta que le
quedaba como un camisón, y se la acomodaron dentro del pantalón (parecía que
llevara un salvavidas) y lo mandaron a la cancha. El primer tiempo se fue sin
grandes sobresaltos.
En el segundo… Ah, el segundo tiempo… A
los dos minutos de iniciado el partido, la pelota le cayó a los pies a Vito –
de carambola, porque ninguno de los suyos pensaba en él como una alternativa de
pase, ni aunque quemara el balón – y, entonces, el asombro
ante lo inefable, la belleza, la perfección incontestable. El pibe, me decía
Arturo, parecía que flotaba a milímetros del suelo y que la pelota no quería
despegarse de su lado; los rivales estiraban las piernas, los brazos, las
malacias, los ardides y las dignidades; y nada, Vito los pasaba como si no
estuvieran, como si fueran las macetas de su patio. La clavó a media altura,
lejos del portero, y la pelota se abrazó con la red justo en el vértice donde
lo lateral se convierte en fondo.
El segundo tiempo
fue un festival local. Aunque los rivales sabían que todos buscarían a Vito, no
había manera de marcarlo, de encerrarlo, la pelota quería llegar a su lado, e
iba a llegar, y una vez que arribaba, chau picho, “Diminutivo” les pintaba la
jeta. La gente del pueblo se fue enterando y se fue acercando a presenciar
aquello (así decían, “aquello”; ¿cómo se iban a referir, sino, a lo increíble,
lo inconcebible?). ¿Sabe a quién se parecía?... ¿Cómo se llama este muchacho
que juega en España…? Menudito…”.
“¿Messi?”,
aventuré.
“Ese mismo. Bien,
usted habrá visto videos de Messi de crío, chiquitín, corriendo con la pelota
atada al pie, en zigzag, esquivando rivales… Bueno, la cosa es que Vito era
mucho más hábil… Infinitamente mejor. Vito… era… como una divinidad aburrida
que había bajado a jugar un picadito…
En fin… El partido
se había puesto cinco a tres a favor de los locales – dos goles y tres
asistencias de esas de ‘tomá y hacelo’ de Vito. Discurriría el partido por el
minuto treinta y muchos, cuarenta y pocos cuando llegó la madre de Vito. No
dijo nada. Se metió en la cancha y lo agarró al pibe de una oreja. Nadie dijo
‘esta boca es mía’, nadie insultó, nadie se burló (a fin de cuentas, Vito ya no
era ni por asomo “Diminutivo”; y andá a decirle algo a ese carácter de mujer),
pero todos miraron a su madre como a quien trae pruebas de la falsedad de un
milagro que no le hace mal a nadie y que, es más, beneficia a todos. La miraron
irse con el pibe a rastras, con un rencor impregnado de eternidad.
Al día siguiente,
los Daimon se marcharon del pueblo. Nunca más se supo de Vito “Diminutivo” Daimon”.
El viejo terminó el
coñac que le quedaba de un trago. Prendió otro cigarrillo, me miró y me dijo:
“¿A que al principio, con toda la cháchara de los pueblos, pensaste que te
había salido mal la inversión – y señaló la copa de coñac?”
“La verdad que sí”,
respondí sincero. Estos viejos, además, conocen cara a cara a la mentira.
“Ustedes los
jóvenes han olvidado los preliminares para todo…”, se levantó, me hizo un gesto
de despedida – o quizás un gesto de compasión por algo que quizás, cuando ya
sea muy tarde, llegue a comprender -, se giró, saludó al mozo, y salió a la
vereda.
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