Arrastrado por las correntadas del azar
y la entropía, Eleuterio “La lanza de
Montesinos” García, anda como a los manotazos, como quien se está ahogando
y olvidó que sabe nadar, por el campo de juego.
Había sucedido hacía mucho y había
sucedido recién. Siempre estaba ocurriendo; como si la memoria no quisiera
incorporar el hecho a su territorio y lo relegase al limbo de un presente
continuo –como una prórroga, una compasión; y, a la vez, una penitencia. Había sucedido
el 3 de marzo de 1952: el último gol del “lancero” del área.
Un gol que pesaba como una sentencia
ominosa de lo que había sido: repitiéndose en la retina el despiporre de
festejos en la tribuna, la pelota abultando la red y su propio prestigio. Y
ahora, 7 de abril de 1955, ese mismo balón que entonces había seguido una
trayectoria tan reiterada, esquivaba arteramente cada uno de sus embates. “La
lanza se quedó sin punta”, había dicho un relator en diciembre de 1952.
“La lanza” había quedado perdida en
algún punto incierto entre el 1953 y el 1954. Ahora era simplemente Eleuterio,
un tipo al que el técnico, un poco por lástima, otro poco por lealtad, le
regalaba algunos minutos en la cancha en cada partido, en momentos en que su calamidad
pasara desapercibida, en que nada de lo que hiciera suscitara una puteada unánime
– algo que, por otra parte, no hubiese ocurrido: ni propios ni ajenos lo tenían
en cuenta para el insulto, siempre reservado al jugador que se teme (en el caso
ajeno), o del que se esperan aciertos (en el caso propio).
Así que ahí anda, cansando hierba, buscando
un poco proustianamente; y otro poco, porfiando retornos nietzscheanos,
eliadeanos. Convertido en un Sísifo que arrastra sus yerros por la cancha.
“Eleuterio ya no es un jugador de fútbol – aseveró el mismo relator en 1954 –
es un concepto filosófico. Está por verse qué concepto…”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario