Avelino Oporto se consideraba un muy mal jugador. Y era cierto. Y
falso.
A ver. Avelino Oporto, cuando no jugaba por los puntos, cuando no
competía (cuando se ponía a jugar con amigos), mostraba los trazos de la habilidad que había
desplegado en San Cupertino, su pueblo natal.
Pero el peso de jugar profesionalmente, con tanto público, de estar
tan lejos del pueblo, de tener que contentar a la gente; las rencillas dentro
del vestuario, el lujo repentino; todo ello, le anudaron la soltura, el
ingenio, la mañana y el arrojo, y lo enrolaron para el bando de los pataduras.
Así, después de una práctica, en la que Avelino - enfadado con todos,
pero sobre todo consigo mismo - había estado especialmente enemistado con el balón,
con su cadera y con la geometría y la física que dictan los trazados de los
disparos; Dadivoso Gutiérrez, el entrenador, lo llamó a un costado de la
cancha.
-A ver, Avelino... ¿Usted me considera un buen entrenador?
-Claro, Don Dadivoso, usted es “El estratega”, un matemático del
fútbol, un exégeta de las líneas de cal, un alquimista de...
-Bueno, Avelino, no se embale. La pregunta no buscaba la adulación... La cuestión es que
ese técnico le dice que usted es un gran jugador.
-Claro... pero... yo, que soy un muy mal jugador, le está diciendo a
usted que es un gran entrenador... Con lo cual, usted bien podría ser un
entrenador más bien mediocrón que le está diciendo a un pésimo futbolista que
es lo opuesto, con lo cual, estamos en las mismas...
Dadivoso pensó en mandarlo a la mierda. Pero Avelino podía salirle con
cualquier disparate dialéctico, así que se limitó a decir: Mire, si fuese la
mitad de futbolista de lo que aparentemente cree ser como pensador... Madre
mía.
-¿No ve?, lo que yo de decía, Don Dadivoso... – y se fue caminando
hacia los vestuarios.
Dadivoso se quedó allí parado, pensando que nunca terminaría de
comprender aquel deporte – aquella sociología, más bien – al que, a esa edad,
había creído llegar a desentrañar.
Luego de esa meditación breve e improductiva, y mientras cruzaba el
campo de fútbol y se dirigía hacia los vestuarios, una inquietud, como una
astilla pequeña – pero de esas que pueden producir unas infecciones de la gran
siete -, se le incrustó en la cabeza: entonces, ¿cuál era el verdadero
significado de la respuesta de Avelino a su pregunta sobre su calidad como
entrenador?
Me cago en Avelino, dijo en voz alta, en el medio de la soledad del
campo de juego ya enchastrado de sombras, mientras le daba un patadón a un balón.
Me cago en Avelino, volvió a repetir; esta vez más como un murmullo, como el
inicio del piolín que conducía a una pregunta intestina que no buscaba
respuestas, sino objetar prestigios, certidumbres.
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