Los resultados
pueden ser circunstanciales, aunque en este caso, no lo son por el contexto en
el que se produjeron. No es tanto que Boca le haya ganado el clásico a San
Lorenzo en el Nuevo Gasómetro o que River haya caído como local ante Vélez en
el Monumental, sino que esto ocurrió como consecuencia de un proceso lógico que
puede influir dramáticamente en un cambio de percepción sobre lo que puede
suceder desde el martes 1 de octubre, cuando se juegue el primero de los dos
Superclásicos de la semifinal de la Copa Libertadores de América.
Hasta comenzar
esta nueva Superliga había una certeza. River estaba mejor que Boca por varias
razones pero una, fundamental, que es la anímica. Este River de Marcelo
Gallardo, además de múltiple campeón en el ámbito internacional venía de
ganarle a Boca la final más importante de la historia jugada entre ambos en
Madrid y luego del enorme desgaste sufrido por los dos que incluso mantiene la
curiosidad sobre lo que en los próximos días debe fallar el TAS, el máximo
tribunal mundial deportivo con sede en Lausana, Suiza, respecto de aquella
definición de diciembre.
Este triunfo le
dio a los “Millonarios” una tranquilidad de espíritu muy especial. Prácticamente
jugaban sin presiones, liberados, sin ninguna mochila, sabiéndose aceptados por
su público hagan lo que hagan y por mucho tiempo, al contrario de Boca, que al
comenzar 2019, se encontraba en una situación muy particular porque…¿qué hecho
puede revertir nada menos que una derrota ante el máximo rival y en una
circunstancia como la que tocó?
En aquel
momento, escribimos que lo que Boca necesitaba era tener como director técnico
una especie de “Toto” Lorenzo moderno. La situación se asemejaba a enero de
1976, cuando el River de Ámgel Labruna venía de ganarlo todo, arrasando a sus
rivales y terminando nada menos que con 18 años de sequía con un bicampeonato
(Metropolitano y Nacional) y se proyectaba a la Copa Libertadores y a la
Intercontinental con un plantel que era la base de lo que luego sería la
selección argentina campeona del mundo en 1978. No era casual que sus hinchas
cantaran en las tribunas “Vamos vamos River, vamos vamos a ganar, que este año
no paramos, hasta ser campeón mundial”.
La dirigencia de
Boca, entonces con la conducción de Alberto J. Armando, decidió un cambio
revolucionario. Reemplazó a Rogelio Domínguez, un director técnico con el que
el equipo había desplegado un fútbol maravilloso por tres años, aunque sin
títulos, por otro como el experimentadísimo Juan Carlos Lorenzo, de gran
campaña con Unión de Santa Fe, y tres años antes bicampeón con San Lorenzo,
además de haber estado a cargo de la selección argentina en dos Mundiales (1962
y 1966) y del Atlético Madrid campeón intercontinental en 1974.
Lorenzo, al
contrario de Domínguez, no garantizaba un fútbol tan bonito, estético, sino
eficaz. Así lo había sido con todos sus equipos, siempre protagonistas, pero
además, el DT se propuso cambiar la mentalidad para poder frenar a ese River
ganador aunque parecía imposible y hasta alteró el diseño de la indumentaria, y
renovó completamente el equipo. Desde finales de 1975 a inicios de 1976, ya
casi no quedaba nadie, apenas Roberto Mouzo, Alberto Tarantini, Jorge Benítez y
Darío Felman, al que cambió de punta en el ataque. Todo nuevo.
El resultado no
pudo ser mejor: Boca fue bicampeón en 1976, y en 1977, acabó ganando la Copa
Libertadores (que repitió en 1978) y la Copa Intercontinental, superando a
River, que no pudo conseguir aquellos títulos internacionales para los que se
había proyectado, con un dato no menor en tiempos actuales: en la fase de
grupos de la Libertadores, contra River, Peñarol y un gran equipo de Defensor
uruguayo, dirigido por el profesor De León, terminó con el arco en cero, sin
goles en contra en los seis partidos.
Mucho de todo
eso se parece demasiado a estos tiempos. Gustavo Alfaro, como antes Lorenzo,
también provenía de dirigir varios equipos chicos, con los que tuvo éxito
(especialmente, Arsenal), y con Huracán, su anterior experiencia, tuvo dominado
a River, especialmente en los partidos importantes.
Alfaro, un tipo
indudablemente inteligente, con sentido común y experiencia más que suficiente,
apeló al fortalecimiento y la concentración en objetivos, haciendo olvidar
pronto la derrota de Boca en la final de Madrid, cambió a la mayoría de esos
jugadores (hoy quedan solamente Esteban Andrada, Julio Buffarini, Carlos
Izquierdoz, Sebastián Villa, Wanchope Ábila y Carlos Tévez, de los que varios
no son titulares), y paró al equipo de atrás hacia adelante, hasta llegar a la
actualidad, en la que hay una coincidencia general en que hacerle un gol a Boca
resulta una empresa muy difícil.
Aunque parezca
mentira, pasaron poco más de nueve meses de la derrota de Boca en Madrid, y el
equipo no tiene goles en contra en siete fechas de la Superliga, y desde que se
inició la temporada 2019/20, recibió un solo gol en doce partidos, tomando en
cuenta la Copa Libertadores y la Copa Argentina, y el único gol recibido…fue al
arquero suplente, Marcos Díaz.
En este punto,
el partido ante San Lorenzo en el Nuevo Gasómetro fue una demostración de
poderío mucho mayor aún que el empate 0-0 en el Monumental pocas semanas atrás,
porque en aquella ocasión, el equipo renunció completamente a atacar en pos de
demostrarle a su máximo rival que está de pie (al menos, es lo que manifestó
luego Alfaro) y en cambio ahora decidió salir y ser contundente (incluso le
anularon un gol a Franco Soldano, que era válido).
Por el lado de
River, si bien su poderío es indudable y su plantel, de enorme jerarquía,
aparecieron en estos últimos días algunos síntomas de ciertos
resquebrajamientos. El no haber podido ganarle a Boca (que se presentó con
algunos suplentes), el haber ganado un solo partido de cuatro como local en la
Superliga y sus dificultades para terminar de imponer su juego en el Monumental
tanto en el torneo local como en la Copa Libertadores y algunos errores
defensivos evidenciados ante Vélez en su derrota de ayer, dejan sembradas
algunas dudas para los dos Superclásicos que vienen, más allá de lo que
representa este plantel y de su enorme capacidad para sobreponerse a todo.
Lo cierto es que
desde el martes 1 de octubre viviremos, impensadamente para lo fuerte que
resultó la final de la Copa Libertadores de 2018, un rápido escenario de
enfrentamientos por la semifinal apenas un año después, pero las circunstancias
parecen otras, completamente distintas.
Es lo hermoso
del fútbol, deporte inigualable en el planeta: la capacidad de que en cada
ocasión, el contexto pueda cambiar y que nadie tenga garantizado el éxito y que
los corazones palpiten otra vez con la esperanza de festejar.
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