Caminar por las
calles de Barcelona, especialmente por las céntricas, tiene un encanto especial
porque se mezcla el glamour con lo antiguo, la moda con la historia. Pero
cuesta observar, después de tantas visitas, la cantidad de baches, producto de
los frecuentes enfrentamientos de movimientos independentistas con las fuerzas
del orden.
O que muchos policías no sepan cómo llegar al destino que buscamos
porque no son de allí sino de otras ciudades españolas, enviados para
resguardar “el orden”, o que haya que llegar cinco horas antes al aeropuerto de
El Prat para un vuelo local sólo porque puede haber piquetes que no permitan
llegar a la zona.
Sin querer
emitir un juicio de valor sobre cada conflicto, por lo general Europa
occidental atraviesa en los últimos años, y de manera creciente, una etapa de
turbulencia ante situaciones diferentes o que parecen serlo, pero que sin
embargo tienen algunos interesantes puntos en común, aunque el que nos parece
más destacado es el del quiebre de la idea de progreso, de aquella idea del
Estado de Bienestar que cumplía con el requisito básico de que la generación
siguiente pueda alcanzar una vida superior a la anterior.
Europa, con
conflictos diferentes y cada uno a su modo, viene descubriendo desde hace años,
atónita, la destrucción del Estado de Bienestar que la caracterizaba, con el
iluminismo como educación como aliado al progreso económico y social.
Aquella frase de
Alfonso Guerra, número dos del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) cuando
en 1982 asumió el gobierno Felipe González acerca de que a España “no la va a
reconocer ni la madre que la parió” hoy parece muy lejana, cuando el ganador de
las elecciones, el también socialista Pedro Sánchez (cultor del lema “No es
no”), se alió en tiempo récord con el líder de Unidas Podemos (izquierda),
Pablo Iglesias, y ambos buscan cerrar pronto un acuerdo con la Esquerra
Republicana de Cataluña (ERC) para conseguir los escaños necesarios para formar
gobierno ante el inminente ascenso de la ultraderecha franquista de Vox, una
dura novedad para el sistema político español.
Aunque se trate
de otro tipo de ultraderecha, más ligada a una España medieval que a cuestiones
inmigratorias como en países vecinos (los propios españoles suelen decir con
sorna que “Spain is different”), lo cierto es que Europa asiste a un creciente
fenómeno basado en la aparición de movimientos ultras a partir de enormes
frustraciones sociales, políticas y económicas pero fundamentalmente, ante la
falta de respuesta a problemas acuciantes que ya tocaron a las clases medias,
no ya a las más bajas, que pese a contar aún con una ayuda a la baja de los
Estados, se fueron “latinoamericanizando”.
El trabajo ya no
otorga seguridad de su estabilidad, los salarios ya no cubren todas las
necesidades, la inmigración, en muchos casos, se observa como un peligro por
algunas competencias o por generar un cambio cultural y la inestabilidad
económica y laboral, cuando además el promedio de vida aumentó
significativamente, han puesto sobre el tapete la cuestión de la jubilación y
la posibilidad de que las cajas no den abasto en un futuro cercano.
En este
contexto, no puede sorprender el movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia
contra Emmanuel Macrón, o la aparición de “Las Sardinas” en Roma contra el
ultraderechista antiinmigración Matteo Salvini, el crecimiento de los ultras
alemanes justo cuando luego de muchos años está a punto de dejar el poder
Angela Merkel y especialmente, el triunfo reciente en las elecciones de Boris
Johnson, lo que significará que los ingleses abandonen Europa hartos de la
situación de indefinición y de no tener ninguna otra respuesta del sistema,
especialmente por parte del laborista Jeremy Corbyn, que ha fracasado
rotundamente con una de las cifras más bajas para su partido.
En tiempos en
los que todo indica que Europa debería actuar como bloque para fortificar sus
posiciones política, económica, social y si se quiere, militar, ahora que con
Donald Trump, Estados Unidos parece retirarse de una alianza estratégica de más
de medio siglo, Escocia se propone llamar a otro plebiscito para abandonar en
Reino Unido, las Irlandas no descartan unirse y los catalanes, separarse del
territorio español.
Pero estos
movimientos, además de expresar un rechazo a distintas situaciones particulares
de cada región, tienen otro punto en común: el crecimiento de las redes
sociales han ayudado a rápidas y sólidas manifestaciones y han generado una
especie de doble influencia al ver que en otros puntos del mundo ocurren
protestas similares, y han animado a imitarlas, aunque cada una con sus propias
características.
La
resolución este conflicto puede ser
complicado si se trata de analizarlo cada uno a través de sus propias motivaciones,
aunque también aparecieron brotes verdes desde lo teórico como lo es el enorme
pensador francés Thomas Piketty, quien
luego de su notable éxito con su libro “El Capital en el Siglo XXI” (vendió 2.5
millones de ejemplares), ahora regresa con “Capital e Ideología”.
Piketty,
considerado el Carlos Marx del Siglo XXI, y obsesionado con “La Desigualdad”, con algunas propuestas como granar el 90 por
ciento del impuesto a la herencia (“con el 10 por ciento ya cualquiera está
bien, no necesita más”), o que con la mayoría de edad, cada ciudadano de
cualquier país cobre por derecho un dinero importante para que haya igualdad
real de oportunidades, ahora nos introduce a una nueva polémica: le habla a las
ideologías desde la derecha y les dice que si no quieren debatir más sobre la
lucha de clases, que se olviden y que nos retrotraigamos entonces hacia la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, documento adoptado por la
Asamblea de las Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948.
Piketty se pregunta
si esta Declaración, mucho más sencilla y que consta de treinta artículos y con
consenso general, se cumplió en su totalidad hasta el día de hoy, en el Siglo
XXI. Como respuesta, hasta el momento, silencio de radio.
Acaso desde
estas preguntas, Europa, América (también inestable con su problemática propia)
y el resto del mundo, pueden comenzar a andar un nuevo camino, si las clases
dirigentes estuvieran a la altura y, muy posiblemente, si leyeran a Piketty y
si le hicieran un poco de caso.
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