De antemano te digo que no es este
un decir que vaya a adentrarse en los detalles de la controversia, del asunto.
De hecho, no avanzará siquiera sobre aquello a lo que aluda. Así pues, bastará
con un par de palabras, un nombre – pues designa, resume un complejo de
asociaciones e impresiones. Uno como cualquier otro y, como cualquier otro,
único – sus sinónimos no alcanzan su significado, su núcleo conceptual; apenas
lo rondan con las precauciones propias de todo aquello destinado a servir como inadecuado
sustituto (con esa tibieza de los inseguros). Como decía, bastará un nombre para
comenzar a elaborar el discurso, el argumento. Espere, no se impaciente. Este
prólogo, ya verá, es tan necesario como el desarrollo que seguirá a
continuación.
Prosigo, pues. Podría decirse,
entonces – y con cierta razón, aunque con cierta injusticia – que a fuer de ser
pronunciado, ha perdido mucho de su carácter categórico y la resonancia de los
elementos… a falta de mejor palabra, metafísicos, que lo componen, a la manera
de un núcleo atómico, donde los ideales abstractos orbitan en una nueve
alrededor del centro firme del concepto como imágenes que dejan entreverse
someramente (y que los religiosos llaman visiones y los psiquiatras
alucinaciones), sugiriendo ánimos, pulsiones, representaciones, premoniciones y
acciones.
Pero lo mismo puede decirse de cada
elemento del lenguaje utilizado con la impune y pragmática negligencia de la
cotidianeidad. Mas, cuando todo nombre se pronuncia como componente de un
discurso elevado (el de la filosofía, el de la confesión, el pronunciado
ciertas noches en una mesa lateral en un bar), o como único elemento o unidad
sonora y espiritual vocalizado ante ningún testigo más que la propia existencia
que lo emite; entonces, recupera la configuración original: es decir, se
restablece la integridad del símbolo, el significado y las claves de
interpretación en la singularidad de quien dice (que deviene médium entre
símbolo, sentido y destinatario) y quien recibe el mensaje, que, en este caso,
es el mismo sujeto que lo dice; cerrando el circulusperfectus que
describía Laringio el joven en su Aerspiritus.
El nombre en cuestión, pues, es
Deportivo Laprida. El suceso, de sobra conocido, la derrota (por qué no
utilizar un adjetivo que en nada imprime de sesgo personal, sino que describe
acabadamente el suceso) bochornosa del último partido.
Ahora, querido Carlos, siguiendo al
sociólogo francés Pierre Desolé, y su teoría de la construcción personal y
colectiva sobre el entramado de supuestos y emociones (relación simbiótica – y
muy posiblemente de índole parasitaria) que suscitan aquellos hechos de
carácter sobresaliente, ¿me podés explicar cómo mierda hago yo para construir
una autoestima más o menos creíble; una compostura razonable? ¿Cómo se enfrenta
a la vida cuando aquello la apuntala se derrumba? ¿Sabés, Carlos?, no existe
enfermedad entre el catálogo de las conocidas que sea suficiente para poder
deseársela a los jugadores y al cuerpo técnico. ¿Sabés qué les desearía?; este
desasosiego que, te juro, ni Pessoa. Ni Pessoa, Carlitos; mirá lo que te digo.
Estoy como un fervoroso creyente al que lo hubiesen enfrentado con la prueba
irrefutable y brutal de la inexistencia de su dios, y al que ni la fe
escrupulosa puede salvarlo de la veracidad de la evidencia.
Y ni siquiera, Carlos. Ni siquiera
ese símil: a mí me sacaron la realidad y me dejaron ante un vacío sin
explicación. Te la garanto, Carlitos, ni Pessoa padeció esta inquietud del
espíritu, esta angustia existencial…, este estado de
negación absoluta del ser.
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