La pelota no dobla, advirtió Ponce. No dobla, muchachos, reiteró por
enésima vez. Y se sumió en unos
cálculos que no comprendía del todo, pero no quedaba otra.
Bermúdez, el ayudante, trajinaba a su lado, sobre
el plano, con escuadra, compás, regla, transportador, todo lo necesario para
trazar pases rectos, confeccionar jugadas anguladas. De tanto, en tanto, Ponce
levantaba la cabeza, miraba al campo de juego, donde los jugadores se entrenaban,
y tiraba una orden: una hipotenusa, Alvarado, tire una hipotenusa, carajo.
Líneas rectas. No le crean a la parábola, en la altura de Salcedo no acontece.
Triángulos. Cuadrados. Pentágonos. Pero no me vengan con rondas catongas, Ruíz,
Perotti, Manducci.
Y enseguida, Ponce se volvía a ensimismar sobre el plano repleto de líneas
y ángulos que se entrecuzaban en una red de trayectorias imposibles. Me cago en
la rigidez de las leyes de la gravedad, dijo. Bermúdez, a su lado, asintió. Y
me cago en la gran siete; si hubiese estado mas atento en el colegio, che... Y
mire que la señorita Sandrini nos decía una y otra vez que las matemáticas nos
servirían para todo... Y uno pensaba, pobre señorita, la falta que le hace un
macho que le ponga los teoremas a punto... Qué boludo que es uno. Qué
prepotente. Todo el tiempo.
Ibáñez - de pronto, Ponce,
suspendiendo el vínculo con los cálculos -, ¿usted es pelotudo o se hace? No le
pegue con comba, carajo. Acá todo es muy lindo, funciona; el balón obedece,
dibuja esa curva soberbia sobre la barrera, desaira al portero. Pero allá, otro
gallo canta. Allá, ese mismo disparo, se le va a la reverendísima, Ibáñez.
Tiros rectos. Limpios. Sin afeites del interior del pie ni lustres de empeine.
Puntín y a la mierda. Miren – Ponce se dirigía a todos -, lo importante es no
perder. Después, en el partido de vuelta acá, les mostramos cuántos pares son
tres botas. Y volvió sobre el plano. ¿Qué buscaba allí, si ya había decido que
la estrategia y la táctica cogulaban en el pragmático y mezquino no perder,
patear el balón al carajo? Había, entre esas líneas, una respuesta. Lo sabía.
Pero no sabía cuál y, mucho menos, a qué pregunta constestaba.
¿Qué mira, Ponce?
No tengo ni la menor idea.
A mí también me parece que hay
algo ahí dentro, entre la densidad de los trazos.
Ya. Pero a saber qué.
Una derrota.
No lo diga, carajo. Usted,
Bermúdez, no sabe cuándo callarse. Cuándo la realidad debe ser descompuesta en
trozos incomprensibles o, cuanto menos, disimulables. Claro que nos van a
ganar. Claro. Pero uno no puede vivir toda una semana con una derrota que aún
no ha sucedido (con la impotencia ante la inevitabilidad) entre el cuerpo. Eso
le revienta el ánimo a cualquiera. Le desbarranca la temporada a cualquier
equipo...
Miéntase, de vez en cuando, Bermúdez. Haga como yo, que cree
firmemente ser un técnico capaz. Y si no se quiere engañar a sí mismo, hágalo
conmigo. Dígame que entre ese despropósito de líneas hay una jugada sublime, un
campeonato; o no diga nada.
Lisardi, sin comba, canejo.
Puntín y que sea lo que Dios quiera. Qué problemas esto de trabajar con
jugadores habilidosos, che. Con lo fácil que era cuando estaba en Deportivo
Concreto y tenía once burros...
Bermúdez lo miró con lástima a
Ponce; no se había dado cuenta que su respuesta había sido un engaño, una
benevolencia: la derrota no estaba en el plano, sino dentro del propio Ponce.
Si no fuese tan buen tipo, pensó Bermúdez, hacía mucho que me habría mandado a
mudar.
Era cierto que la pelota no
doblaba, que dibujaba unas rectitudes inverosímiles. Pero no era para tanto. No
era para aquél despropósito que estaba desquiciando a los jugadores. Acaso, se
dijo, cuando ya se marchaba del campo de juego, de noche, Ponce tuviera una
cuenta pendiente con las matemáticas y aquella fuera la excusa, la coartada
para sacarla a la luz, dentro de un ámbito conocido, lejos del aula donde,
seguramente, aún estaba la señorita Sandrini.
La vida está llena de agujeros
que nos devuelven al pasado, a sus medios, a sus deudas.
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