Al fin, ocurrió lo que pocos vaticinaban. Y entre esos escasos optimistas se encontraba, como siempre, el entrenador portugués José Mourinho, que en la semana se encargó de decir que aunque ni muchos de los dirigentes del Real Madrid, ni la prensa de la ciudad creían en el equipo, sus jugadores estaban convencidos de vencer al poderoso Barcelona. Y lo consiguió, y con cierta justicia, si se puede llamar de esta forma al hecho de que termine imponiéndose el más sólido, el de mayor mentalidad ganadora, el que mejor lo planteó tácticamente.
La final de la Copa del Rey jugada anoche en el estadio de Mestalla, en Valencia, tuvo todos los ingredientes que se necesitan en los grandes partidos: la enorme rivalidad, sumada a la que existe entre dos culturas como la madrileña y la catalana, la de dos estilos opuestos en juego y en cultura deportiva, y hasta los dos mejores jugadores del mundo, Lionel Messi y Cristiano Ronaldo, en cada uno de los rivales.
El gran acertijo era saber cómo repercutiría en cada uno el empate del sábado por la Liga, cuando si bien el Barcelona ya quedó perfilado como casi seguro campeón, el Real Madrid había conseguido empatarle, y equilibrar el juego, habiéndose quedado con diez jugadores por muchos minutos.
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