Si hizo falta otro ejemplo para descubrir por qué el
fútbol es el más hermoso de los deportes, incomparable con el resto, eso volvió
a aparecer anoche en el estadio de Lanús. El equipo del sur consiguió una
hazaña como pocas veces ocurre en estos tiempos, no sólo por dar vuelta en poco
menos de cincuenta minutos una diferencia de tres goles en contra, sino que lo
hizo ante el que probablemente sea, hoy, el mejor de la Argentina, como River
Plate.
River tuvo todo a su favor. Una impensada ventaja de
dos goles antes de la media hora, lo cual en la mayoría de los casos, hace
pensar en una serie terminada pero aún más si se trata de un equipo copero, con
jugadores de experiencia, acostumbrados a estas lides, y ante un rival que no
sólo aparecía desorientado sino que había jugado muy retrasado en la ida en el
Monumental y que en el balance de los dos partidos aparecía muy atrás.
Es más: luego de los goles de Ignacio Scocco, de
penal, y del chico Montiel, River pudo haber aumentado el marcador hasta
ponerse 0-3 (lo que obligaba a Lanús a meter cinco) si le hubieran concedido un
claro penal de Iván Marcone que el árbitro colombiano
Wilmar Roldán no cobró y que sólo podría ser considerada falta con la nueva reglamentación ya que el jugador no tiene intención de jugar con la mano, incluso la quita de la acción.
Sin embargo, la protesta de los jugadores de River
no tuvo el impulso que habría tenido en otro momento, pero en ese, fue débil porque
sintió (tal vez con lógica) que no lo necesitaba y que el resultado tan amplio
no daba para la queja, que sí aparecería al finalizar el partido, lo cual
seguramente sentará un precedente importantísimo en el uso del VAR.
Porque Lanús sí presionó de todas las formas al
mismo árbitro para que consultara al nuevo sistema tecnológico para que cobrara
el penal que a la postre sería decisivo para la clasificación granate.
Esto nos lleva a proponer que como en la mayoría e
los demás deportes, cada equipo tenga la posibilidad, por partido, de pedir por
una o dos jugadas polémicas (acaso una por tiempo) al árbitro, además de que el
juez pueda hacerlo cuando lo consideren conveniente o cuando se lo sugieran
desde la cabina.
De lo contrario, los árbitros sudamericanos serán
presionados cada vez más por los jugadores del equipo que se considere
perjudicado, en vista de que cuanto más alharaca, más chances de que el árbitro
crea que se está cometiendo una injusticia.
Volviendo al fútbol, no parece justificada la queja
posterior de todo River por el penal no cobrado. La diferencia era tan grande,
tan amplia, que bastaba con tocar, quitarle la pelota a Lanús, jugar para
adelante y hacer correr los minutos, para pasar a la final casi sin transpirar.
Pero, y aquí viene lo hermoso y lo impredecible del
fútbol, bastó un descuido en el final del primer tiempo, y una ráfaga de Lanús
a la salida del segundo tiempo, para que el 2-2 le diera a los locales el
ímpetu que necesitaban para una remontada tremenda ante un River inexplicable,
que se fue quedando sin respuestas, sin fútbol, sin marca, sin atención.
Más allá de la gran actuación de dos delanteros
clásicos de Lanús como Lautaro Acosta y José Sand (con todo el aditamento de la
enorme rivalidad que se fue construyendo entre éste y River), también hay que
hacer algunas acotaciones sobre River: es notable la merma en el rendimiento
millonario en el segundo tiempo respecto del primero, algo que el director
técnico Marcelo Gallardo deberá sopesar para el futuro, y también va emergiendo
una claridad sobre su plantel: hay jugadores de enorme riqueza técnica, acaso
como ninguno en la Argentina, pero no hay un arquero solvente. Ni Augusto Batalla ni Germán Lux transmiten hoy la seguridad que se requiere de este nivel.
Lo cierto es que hubo también mucho de lo que desde
hace medio siglo, Dante Panzeri llamó “dinámica de lo impensado” porque el
fútbol, mal que les pese a los que siguen creyendo que todo se puede controlar
y planificar, es muchísimo de eso, de circunstancias del propio partido,
futbolísticas pero también anímicas (Jorge Valdano, en certera definición,
suele decir que el fútbol “es un estado de ánimo”).
Es decir que hay explicaciones técnicas sobre el
partido, pero no nos podemos quedar sólo con eso. Hubo hechos que condicionaron
el devenir del espectáculo, como el pronto empate 2-2.
El final, tuvo el dramatismo de un partido de esta
naturaleza y nos hizo recordar a otra definición al estilo, la de la Copa
Argentina del año pasado entre uno de los protagonistas de anoche, River, y
Rosario Central (4-3).
No es casualidad que River haya estado en ambas
definiciones. Porque pelea por todos los campeonatos, debido a muchos grandes
jugadores que tiene, y porque su juego, de toque, de buen fútbol y de muchas
llegadas, genera un ida y vuelta de este tipo.
El tiempo dirá cómo repercutirá en River un golpe
tan grande, incluso un poco más que aquella recordada final de la Copa
Libertadores en 1966 ante Peñarol de Montevideo en Santiago de Chile (el que
dio lugar al mote de “gallinas” días más tarde), porque en aquella ocasión, se
trataba de un partido único y en éste, River llegaba con una ventaja de un gol
del partido anterior.
A River le queda la posibilidad de intentar cambiar
rápidamente el chip el domingo ante Boca y ante su público, por el campeonato,
el que abandonó por ahora para dedicarse a la Copa Libertadores, ahora
frustrada, que lo proyectaba, además, en el plano internacional.
Aún le queda una accesible Copa Argentina, en la que
lo espera un club recién ascendido al Nacional B, Deportivo Morón, para luego
poder disputar una nueva final, pero nada de eso podrá igualar la frustración
de 2017 como la increíble oportunidad perdida anoche en Lanús.
River deberá replantearse seriamente algunas cosas:
sus arqueros, sus vaivenes anímicos, y de nada vale ahora una amarga queja por
un penal no cobrado aunque haya sido una injusticia. La ventaja era demasiado
grande como para que todo pase por esta jugada.
Lo de Lanús fue inolvidable pero también deja una
gran enseñanza. Si sufrió tanto, si necesitó marcar cuatro goles en cincuenta
minutos, es por el planteo defensivo que hizo en la ida, y que como fue contra
natura, como no es lo que suele hacer, terminó en un mal resultado que lo
complicó para la vuelta y lo obligó luego a un esfuerzo mayúsculo.
Tal vez un gran entrenador como Jorge Almirón, en
las mieles del éxito, pueda recapacitar acerca de que no hay que traicionarse,
porque además, no parece ser un gran negocio meterse atrás y aguantar. Luego,
se termina pagando caro, o en eliminaciones o en esfuerzos exagerados, aunque
éstos sean exitosos.
Cuando Lanús salió a defenderse, perdió. Cuando
salió a atacar, ganó. Tal vez le sirva pensando en la final de la Copa
Libertadores.
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