Parece mentira
pero se cumplen ya cincuenta años de aquel gran triunfo de Los Matadores de San
Lorenzo, aquel equipazo que ganó, invicto, el Metropolitano de 1968 y que, a
título personal, tiene su significado propio.
Este periodista
tenía apenas edad de jardín de infantes o “primerito”, como se decía en aquella
época al último año de guardapolvos cuadriculados para pasar al año siguiente a
los blancos de la escuela primaria, cuando en las clases de música se cambiaba
la letra, por una de niños, pero con el sonido de Los Beatles, que estaban de
moda.
Eran domingos de
visita a la casa de los abuelos en Salas y Riglos, cuando el viento,
inexorablemente, traía el ruido de los gritos de las hinchadas desde el cercano
Viejo Gasómetro, que fueron forjando la ansiedad por tratar de conocer por
experiencia propia lo que allí ocurría, y lo que hacía que sacudiera la mano de
mi padre para que me llevara.
Así es que de
tanto “presionar” aparecimos un día de ese mismo año por el Viejo Gasómetro, en
el que veríamos innumerables partidos, bajo el sol, las nubes o la intensa
lluvia, como aquella vez que con mi primo Rudy nos escondíamos de los temibles
pelotazos de Miguel Nicolau, jugando para Gimnasia y siempre ante San Lorenzo.
La crianza en el
Parque Chacabuco significó siempre moverse en terreno sanlorencista en tiempos
en los que Los Matadores reunían en muchos casos apellidos ilustres como de
raras terminaciones en “ch” o en consonantes ruidosas: Albrecht, Telch,
Fischer, Calics, Rosl…y bastaba acercarse a la peluquería “Enzo” para
encontrarse no sólo con las pilas de revistas “El Gráfico” y pósters en la
pared, como con la presencia de esos mismos cracks que luego veíamos los
domingos desde el otro lado del alambrado.
El barrio estaba
poblado de personajes, como el entrañable “Chiquito”, el florista de Avenida
del Trabajo y Emilio Mitre, que lloraba todo el lunes si San Lorenzo había
perdido en el fin de semana, o hasta Oscar Ortiz, el gran wing izquierdo, luego
campeón mundial en 1978, que hacía algo que me fascinaba y era que cuando
encaraba al “cuatro” rival, se pasaba con toques cortitos la pelota de un pie
al otro. Me enojé indirectamente con Ortiz un día que jugaba al fútbol en el parque
y nos contaron que cerca de allí se encontraba el delantero. Había aportado mi
vaquero para hacer de palo, y en la entusiasta corrida, me lo olvidé y nunca
más lo pude recuperar.
En un largo de
tres cuadras de Emilio Mitre, frente al parque, desde Avenida del Trabajo hasta
Tejedor, vivía la mayoría de los chicos con los que compartía mi tiempo de
fútbol: Alejandro Sosi, Daniel Ribeyra, Tony, Talota, Roly Amerisse y el “Lorito”
Daniel con mayoría, claro, azulgrana.
Pero el más cercano
recuerdo futbolístico del otro lado de la cancha, del lado del juego, estuvo en
el marcador de punta derecho uruguayo Sergio Bismarck Villar. El “Sapo” fue un
tremendo jugador, que seguramente se reiría hoy de la complejidad con la que se
habla de los “laterales” que deben pasar al ataque, hacer relevos o lo que
fuese. Todo eso y mucho más hacía Villar 50 años atrás.
Con el tiempo,
supe apreciar siempre la inventiva de la hinchada de San Lorenzo, la más
pícara, inteligente y creativa del país, seguramente, como un día razonó el “Turco”,
chofer de DYN con el que compartíamos viajes hacia notas de cobertura y
fanático del “Ciclón”, por ser una mezcla de los que provienen de las murgas de
carnaval y los estudiantes universitarios de clase media.
Imposible,
entonces, no simpatizar con el enorme movimiento para volver a Boedo, luego de
que la dictadura les tirara abajo el Viejo Gasómetro en el que pude ver el
último partido oficial en 1979, aquel 0-0 en el que Gatti le atajó un penal a
Hugo Coscia. Con mi papá, estábamos en ese partido, detrás del arco del “Loco”.
Haber vivido
cerca de un cuarto de siglo en Parque Chacabuco contribuyó a entender el contexto azulgrana, aquel de Los Matadores
que formaron parte de mi niñez.
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