Incomparable. Imposible. Inaccesible. Inmensa.
Póngale usted, lector, los adjetivos que quiera a la distancia que hubo en la
final del Mundial de Clubes de Yokohama entre el Fútbol Club Barcelona y River
Plate, pero es la triste y dura realidad que le toca vivir no sólo al equipo de
Marcelo Gallardo, que hizo lo que pudo pese a perder 3-0 (y le hicieron precio)
sino todo el fútbol argentino respecto de los poderosos europeos y en especial,
del que es, por lejos, el mejor del mundo.
Muchos analistas, hinchas, y hasta entrenadores
argentinos intentaron buscar formas, atajos, sistemas, ideas para tratar de
vencer de manera heroica a un Barcelona que ya era el mejor equipo del planeta
pasara lo que pasara en la final, no sólo amparado por los títulos y las
estadísticas de toda clase de rendimientos, sino por el juego desplegado, por
cómo trata la pelota y por la abundancia de estrellas.
Algunos dieron un paso más y se fueron contagiando
de un optimismo sin mucha base, no sólo por el rival sino porque el propio
River de este semestre no es, siquiera, aquél que ganara con mucha solidez la
Copa Sudamericana a finales de 2014, y peor aún, tampoco se parece al que ya
con menos rendimiento, ganó hace medio año la Copa Libertadores.
Un River mucho más limitado quiso apelar a la
resistencia, a redoblar la marca, a la presencia, a la firmeza, a la potencia
de Lucas Alario arriba, al gran arquero que sin dudas es Marcelo Barovero (a nuestro
juicio, uno de los mejores jugadores del Mundial de Clubes en base a sus dos
excelentes partidos en semifinal y final), pero no alcanzó.
Este Barcelona suele aplicar un matiz hasta a la
famosa frase del gran Dante Panzeri, en aquello de que el fútbol es “la
dinámica de lo impensado”. Lo es, pero con los azulgranas catalanes también hay
que agregar que hay una lógica implacable que acaba imponiéndose y es que el
que tiene la pelota en la mayor parte del tiempo y la sabe utilizar y además le
da por momentos un trato lujoso, a la larga es el que gana.
Este Barcelona indiscutido y admirado en todo el
mundo, sin embargo, encontró en la Argentina una cantidad de detractores y
denostadores a partir de un rechazo por el espectáculo basado en el fanatismo
por un resultado vacío de contenidos y sin explicación de cómo obtenerlos, al
que se encarga de vapulear en cada ocasión que puede, como la de esta final.
El Barcelona, que cambió de entrenador, desde aquel
ciclo tremendo que comenzó con Josep Guardiola y siguió con Tito Vilanova, que
hasta tuvo un año seco de títulos con Gerardo Martino y que ahora dirige Luis
Enrique, obtuvo el tercer Mundial de Clubes en las últimas siete ediciones, lo
que significa que casi de cada dos torneos, ha ganado uno en los últimos tiempos.
Y algunos osan discutirlo aún, lujos que el fútbol puede permitirse.
La distancia de este Barcelona con este River, por
no decir con todo el fútbol argentino, es abismal, lo que fue reconocido con
honestidad por todo el plantel millonario, porque media una diferencia de
calidad de jugadores pero esencialmente, cultural-futbolera.
El fútbol argentino ha perdido el norte desde hace
muchos años, no menos de treinta, cuando la industria cultural del
resultadismo, tras ganar la selección argentina el Mundial de México en 1986,
nos impuso en forma definitiva el negocio por el que la ganancia principal se
basó en la venta de jugadores a La Meca europea, que exige determinado formato
con el que hay que cumplir.
Así fue que ya no se “fabricaron” más wines (perdón
por esta palabra en desuso), ni centrodelanteros técnicos, ni marcadores de
punta (disculpas por el arcaísmo), ni volantes derechos con gol, ni marcadores
centrales que sepan salir jugando, ni arqueros atajadores y jugadores y ya al
final, los clásicos números diez.
Se privilegió la estatura (como si se jugara al
basquetbol), la fortaleza física, el correr mucho (en los años setenta,
consultado Ricardo Bochini por Johan Cruyff, expresó que “corre mucho, pero
juega bien”), la marca, la táctica, pero la pelota, el útil más importante del
fútbol, se les olvidó, careció de importancia.
Entonces, entre lo que hoy son los equipos
argentinos, con lo que pueden hacer, en medio del desorden admninistrativo de
la AFA y la crisis de los clubes, sumado a los problemas culturales descriptos,
hacen lo que pueden.
Y entonces, en la paridad que siguen teniendo los
torneos sudamericanos, si logran dar el salto al Mundial de Clubes, deben
enfrentarse a equipos mucho más poderosos, ordenados y con muchísima más
calidad de planteles porque a su vez se refuerzan tras ganar sus Champions
Leagues.
¿Cuánto podía resistir este River a este Barcelona
de los Messi, Iniesta, Busquets, Suárez y Neymar? No más de un tercio del
partido.
Este cronista se tomó el trabajo de observar las
estadísticas de la final del Mundial de Clubes anterior entre Real Madrid y San
Lorenzo, y con sorpresa encontró que los dos primeros goles de aquel partido se
produjeron milagrosamente en los mismos minutos que los de ésta: Sergio Ramos
marcó de cabeza a los 36 minutos del primer tiempo (Lionel Messi también) y
Gareth Bale, a los 5 minutos del segundo (Luis Suárez también).
No parece una casualidad. Es lo que los equipos
argentinos, minutos más, minutos menos, pueden aguantar ante tamaña
superioridad, acaso pateando alguna vez al arco, o avanzando a veces hasta
pasar la línea de la mitad de la cancha. Poco más.
Por eso, lo de River fue lo que pudo dar. Ni más ni
menos. Incluso, la diferencia en el marcador puso ser mayor de no media
Barovero, alguna falla de Suárez o Messi en algún remate, o de la tranquilidad
del Barça en los últimos diez minutos, cuando prefirió bajar la cortina acaso
por respeto a la trayectoria millonaria.
Desde que se juega el Mundial de Clubes (2005),
apenas tres veces se impusieron equipos sudamericanos y dos de ellas, en las
primeras dos ediciones, casi una década atrás (San Pablo en 2005 e Inter en
2006), y en los tres casos, con equipos brasileños (el otro fue Corinthians en
2012).
Acaso esta sea una descripción clara del fenómeno de
un fútbol en el que desde hace rato que existen las clases sociales.
Y River hizo lo que humanamente pudo, en este
inmenso océano de diferencias futboleras. Queda poco por reprocharle.
3 comentarios:
Hace 4 años Neymar sufría en el Santos al Barcelona, que lo humillaba (4-0) en el Mundial de Clubes. Kranevititer y Alario podrían en el futuro vivir lo mismo, en vista de las edades de Mascherano y Suárez
El Barsa tiene mayoría sudamericana en su alineación titular. Si incorporara a Agüero, Banega, Mas, Godin y Luiz Felipe sería la selección sudamericana. La desigualdad mundial expuesta en el deporte. EL mejor equipo criollo (el que te parezca que lo es) en la UEFA Champions League no superaría los octavos de final.
La Copa Mundial de Fütbol es una formalidad, y un negocio, para no dársela directamente al campeón de Europa. Es como si en básquet, el campeón de la NBA tuviese que disputar un torneo análogo.
Impera la lógica de mercado. Cuando "aquí abajo" aparece un jugador de gran nivel, pronto cruza el Atlántico. Los mejores equipos de la Champions están tres goles arriba de los más encumbrados de nuestro subcontinente.
Seguramente Lucas Alario estará en un año más jugando en la Champions, torneo que, por lo expuesto, es deportivamente más que la Copa Mundial FIFA (y que Messi ganó ya cuatro, tres como primera figura).
Publicar un comentario