A Italia, es sabido, se le va gastando la suela de la bota,
especialmente en el taco – mala postura, dicen - y para este desgaste, no hay
zapatero que valga. Hasta 1942, prendido al borde del taco, y ya a esa altura,
desbarrancándose, estaba el pueblo de Bersaglio.
Del pueblo no quedó siquiera una foto: nadie de fuera estimó necesario
fotografiar el amontonamiento informe de casas y calles de tierra reseca; y
nadie del pueblo tenía dinero suficiente como para saber, si quiera, qué era
una cámara de fotos. Quedaron sólo algunas voces, algunos dichos, que van y
vienen (cada vez vienen menos) colgándose de conversaciones esparcidas (y cada
vez más espaciadas).
Una de las historias que aún circula es la llamada “miracolo di Bersaglio”.
De por sí pobre, la guerra vino a ensañarse con los apuros del pueblo.
A tal punto llegaron las penurias, que los chicos no tenían ni trapos para
hacer un balón de fútbol. Así pues, los niños jugaban al fútbol imaginando la
pelota. Con tanta fuerza, compenetración, solidaridad y precisión la figuraban,
la sentían, que terminaba por materializarse: blanca, impoluta, apenas flotando
sobre el suelo, sin profanarse con lo telúrico, dejándose usufructuar sólo por
ese remolino de infancias.
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