John Laughley percibió la insinuación de
una presencia; una figura de humo – y su aroma penetrante, aún a la distancia,
a cuero mojado, a pies sucios - dibujando una ascensión efímera que terminaba
por confundirse con la neblina.
Hacía tiempo que el agente del MI-6
había caído en ese territorio en el que cada vez se parecía a un criminal. Por
eso mismo, lo habían elegido para este encargo: el Foreign Office podía negar
cualquier relación con Laughley, un hijo díscolo de la Corona.
Por eso ahora estaba allí, apoyado
contra las piedras frías de ese edificio cariado por la masticación de la
guerra, el tiempo, y pobrezas varias. El agente ruso surgió del Este como el
producto de un truco de magia – magia negra, pensó Laughley, mientras
abandonaba el refugio dudoso de las sombras; por costumbre palpó el bolsillo
derecho de su viejo saco tweed Harris, el tacto de su revolver Webley le
proporcionó una confianza desamparada.
-
¿Sigues fumando ese
tabaco? – preguntó Laughley a modo de saludo, o de virilidad impuesta al temor.
-
Sólo cuando cruzo al Oeste:
el humo se anticipa a mi presencia, advierte que alguien se acerca, y sólo un
agente ruso o de la Stasi se atrevería a tal osadía – o negligencia, según se
mire – respondió Alexei Karola, veterano agente de la KGB.
Laughley le ofreció un Camel, que Karola aceptó.
- -¿Realmente el Foreign
Office cree que debe tomar tantas precauciones como para enviarte a ti?
- - Eso parece. Nadie
quiere parecer lo que probablemente sea. Y nadie quiere enojar a los primos…
- - Muy susceptibles…
- - Como todo joven.
Fumaron en silencio, amparados por la
neblina fría y por la sombra del portal que seguramente ni la luz del día
podría cancelar. Ninguno de los dos quería ser el primero en mencionar el
asunto que los convocaba esa inhóspita noche berlinesa.
- - ¿Sigues casado con lady
Ann Haydon?
- - No.
- - ¿Falta de amor?
- - No. A fin de cuentas,
el amor no pasa de ser una forma sublime del desprecio.
- -¿Infidelidad?
- -Otra de tantas.
Karola lo miró interrogativamente.
- -Se fue con un peletero
neoyorkino.
- - ¿Volverá?
- -No lo creo esta vez.
Laughley sacó dos cigarrillos del
paquete. Ofreció uno a Karola, que lo aceptó, y encendió el suyo. La noche
parecía haberse detenido en ese instante sin contenido. Se oyó un disparo a lo
lejos; ladridos de perros; el refilón de un foco de luz barriendo la frontera.
-
Uno de los que no cruza
fumando.
-
Uno de los que no cruza
para volver…
- - Ni tú ni yo hemos
vuelto al lugar del que salimos, nadie nos reconocería y, mucho menos, nadie
toleraría en lo que nos hemos convertido para cuidar de sus conciencias.
- - Estás muy filosófico,
Karola.
- - Bah, cosas de viejos. Y
mientras mataba el tiempo para venir a encontrarme contigo estuve leyendo un
librito de Dostoievski que tenía uno de los guardas del puesto de control. Fiodor
siempre despierta una veta… rusa en mí: como una tristeza consciente…
- - … Estamos
convirtiéndonos en reliquias que soportan…
- - Más que soportar, yo
diría que aún amortizan…
- - Sí…
- - Y hablando de nosotros,
¿no tienes algo para decirme?
- - Tenía entendido que yo
venía a escuchar para transmitir…
- - Creo que has entendido
mal.
- - Sí, suelo hacerlo.
A lo lejos, por el Este, una luminosidad
comenzaba a bosquejarse.
-
El encantamiento está a
punto de concluir, y mi carroza se va a convertir en un zapallo – dijo Laughley.
- - ¿Dónde se haría? –
preguntó Karola sin rodeos
- - Este, Oeste, lo mismo
da. Lo importante es que sea en un lugar discreto, sin testigos.
- - Evidentemente.
- -Había pensado en el
Museo de Pergamo, en la sala del gran altar. Es amplia, y las escaleras
servirían de tribuna para los pocos espectadores del evento que nunca habrá
ocurrido.
- - Me parece una elección
apropiada. Haré que un equipo instale panes de césped y porterías.
- - ¿Imagino el destino que
aguarda a esos trabajadores?
- - Para qué imaginar lo
que la realidad facilita con menos esfuerzo… Volviendo a la cuestión. Sólo
altos cargos. Nada de profesionales. Todos nos conocemos.
- - Por supuesto. Le
aseguro que ninguno de los altos popes del MI-6 le cederían la oportunidad a
nadie.
- - Nunca he llegado a
comprender del todo esa afición inglesa al fútbol… incluso entre las altas
esferas… Yo soy hombre del frío, de ahí vengo; lo mío es el hockey sobre hielo.
- - Bueno, un remedo del
fútbol adaptado a unas condiciones poco propicias para su práctica.
- -Es decir, un derivado
de un invento inglés…
- - Si usted lo dice,
Karola.
- - No culpo a su mujer,
Laughley.
- - Yo tampoco.
- - Le haré saber la
próxima semana la fecha del partido. Le enviaré un correo: Tatiana Seminova,
una bella y prometedora joven. Lo de prometedora no lo digo necesariamente en
relación a este mundo… del espionaje, sino a uno más ameno…
- - Agradezco la
deferencia. En nuestro caso, andamos corto de ese material… El que gane,
entonces, decide diez espías retenidos por el otro bando, que deben ser
liberados.
- -Exacto, como ya
hablamos la última vez.
- - Sólo me aseguro de que
no haya cambios de última hora, o malentendidos.
- - Ninguno de ambos.
- - ¿El árbitro y los jueces de línea?
- - Árbitro suizo y jueces
de línea japoneses. Conocidos por su discreción.
- - Bueno, la discreción
tiene un precio.
- - Y quebrantarla también…
- - Eso es cierto.
- - Bueno, amigo, lo dejo,
que la luz va a comenzar a delatar nuestras intenciones.
-
Tome – Laughley le
extendió el paquete de Camel.
- - No se preocupe, tengo
de estos y también Lucky Stike del otro lado. Los privilegios de vivir en este
mundo de sombras y trampas… - Karola rió. Mejor uno de los míos, para avisarle
a los guardias que voy llegando.
El ruso se perdió en la neblina
grisácea, irisada por la luz mezquina del amanecer invernal. Laughley encendió
un cigarrillo y se quedó un momento allí, pensando en lo ridículo de la
situación. Un escrúpulo le decía que los rusos escondían un ardid.
Karola, en tanto, iba cavilando si
Laughley no habría descubierto algo. ¿A qué, sino, había venido esa mención a
la relación entre el hockey sobre hielo y el fútbol? ¿Estarían al tanto los
ingleses de la estrategia de convertir al portero de hockey, Lev Yashin, en un
portero de fútbol? ¿Podrían conocer ese plan?
Laughley, tirando el cigarrillo en el
suelo, levantando el cuello de su saco y dirigiéndose hacia el centro de
Berlín, conjeturó que nadie en la KGB creería que los cuatro rugbiers que
alinearían como defensas, eran parte de la cúpula del MI-6. Mas, aventuró, si
los propios rusos – como, por otro lado, era de esperarse en este mundo de
engaños – cumplían con su parte de embustes, nadie aventuraría una denuncia del
bando rival.
Es decir, el partido no sería jugado por los jefes de los
servicios y sus adláteres, sino que éstos, justamente, serían los que ocuparían
la escalinata del gran altar. Esto era, en definitiva, lo que se había acordado
sin necesidad de mencionarlo: la realidad reside en lo
que se omite, en lo que explícitamente se asegura evitar. La cosa, ahora,
residía en conocer los jugadores rivales y las tácticas que emplearían. Pero
esa era la parte aburrida del trabajo, encomendada a jóvenes analistas que, con
toda seguridad, le pifiarían por mucho.
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