Los últimos segundos ya no se aguantaban más.
Parecía que el partido no terminaría nunca y que los relojes se habían
congelado. No podíamos creer lo que decían aquellas banderas desplegadas por
todo el estadio azteca con el “Perdón, Bilardo” porque seguíamos convencidos de
que había sido el genio de Diego Maradona el factótum y recordábamos bien el “juego,
juego” que pedía el público en la fase de grupos, en el estadio de Ciudad
Universitaria, pero entendimos que en ese momento, el exitismo nublaba la
vista.
Varios bajaron al césped del estadio, pero nosotros
ayudábamos al gran Arturo Miguel Heredia de LV3 (hoy cadena 3), luego diputado
nacional, para quien éramos “Gary Lineker”, por la cercanía de nuestro
apellido, y entonces, dada nuestra juventud, descendimos hasta la zona de
vestuarios, porque había rumores de que se podía acceder.
Sin embargo, nos encontramos con una fila de
policías mexicanos, con palos, como si fuera una barrera futbolística antes de
un tiro libre. Algunos con sus handies comentaban para sus radios que los
uniformados estaban agrediendo (cosa que si bien no era cierta, terminaba
siendo una táctica para convencerlos), otros, como nosotros, apelábamos al
ablandamiento desde el diálogo y cuando parecía que allí nos quedaríamos,
apareció el brazo solidario de quien menos esperábamos, Julio Grondona, para
tironearnos hacia adentro.
La puerta era un caos. Hubo que esperar bastante
tiempo porque había una multitud y se escuchaban cánticos de todo tipo.
Grondona aprovechó el pasillo, antes de meterse en el vestuario, para colocar
su dedo índice de una mano dentro de un círculo hecho con el índice y pulgar de
la otra y se lo mostraba a Miguel Vicente, enviado del diario Clarín.
En la puerta, Eduardo Cremasco, ex jugador de
Estudiantes y uno de klos dueños del restaurante de comida argentina “Mi Viejo”,
en la esquina del centro de prensa, pedía a los gritos que no entrara más gente
porque el salón estaba completo y el clima era asfixiante.
Alcanzamos a ingresar justo a tiempo, antes de que
ya se prohibiera el acceso de más gente. El “Gordo” Carlos Muñiz, entonces jefe
de Deportes del diario La Nación, aparecía tirado en una camilla, en el fondo,
porque había perdido el aire.
Al primero que vimos, al girar a la izquierda, fue
al “Vasco” Julio Olarticoechea, quien con el ropero abierto, se cambiaba y
silbaba una canción, con total serenidad. La preguntamos si tomaba consciencia
de lo que había ganado y nos dijo que sí, pero que “ya está, ya pasó”. Le
respondimos que no tenía ni la menor idea de lo que en ese momento sería la
Argentina y lo que iban a vivir todavía, y remató “No, ya está para mí. Ya me
descargué con mi viejo, que se me fue hace poco y listo”.
Dejamos al Vasco para sumarnos a un reportaje colectivo
con Jorge Burruchaga, el autor del gol de la victoria ante los alemanes. Como
nos sumamos tarde, quedamos un poco de costado pero pasamos la mano por debajo
de los grabadores y se la estrechamos efusivamente. Siendo de la misma
generación, teníamos un lindo trato ya desde Buenos Aires.
Al irse un par de colegas, al concluir sus notas,
nos fuimos ubicando mejor cerca de “Burru”, cuando alguien le preguntó cómo se
imaginaba Gualeguay, su ciudad natal, en ese momento. Burruchaga se quebró. No
pudo seguir hablando. Aún conservamos su “snif” en la cinta. No pudo mantener
la cabeza erguida y nosotros, que estábamos ya de frente, lo palmeamos. Por
esas cosas del destino, escuchamos un “clic” y era el fotógrafo de la agencia
AP que inmortalizó ese instante, increíble para este periodista que cubría su
primera Copa del Mundo.
Más a un costado, Oscar Ruggeri dedicaba el título “a
todos esos que nos criticaron tanto”.
En la subida al estadio, a entregar los testimonios,
intentamos llamar a los familiares desde un teléfono empotrado, pero daba
ocupado. Luego vino el reencuentro con el entrañable Luis Blanco, con el que
salimos del Azteca en medio de unos festejos tremendos. México DF parecía
argentino, todo de celeste y blanco.
Volvimos al Hotel Presidente Chapultepec, sede del
centro de Prensa, en el elegante barrio de Polanco. El lobby estaba todo
adornado con los colores argentinos, y el pianista no paraba de tocar tangos,
que canturreábamos con euforia. Cada vez llegaban más periodistas argentinos, y
sudamericanos que se sumaban a los festejos.
La esquina del restaurante “Mi Viejo” era una
locura, y por si fuera poco llegó el micro con los jugadores, aunque sólo pasó
por allí, tocando bocina, con la mayoría asomada a las ventanas. Jorge Valdano
le gritaba a Luis Blanco, ambos de Las Parejas.
Nos perdimos con Luis y otros amigos sin destino, en
algo que es lo más parecido a la felicidad. Uno de los momentos más hermosos
que este periodista vivió.
Diez años después, una tarde, tras salir del
estadio José Amalfitani , el día que
José Luis Chilavert se retiró ante Colón de Santa Fe, volvíamos en el colectivo
86, lleno, parados y tomados del caño escuchando Radio Continental. La
transmisión ya había finalizado y había comenzado el siguiente programa, el de
Alejandro Apo, quien se puso a leer un texto.
Nos sonó conocido, demasiado conocido. Apo hacía
referencia a la final del Mundial de México 1986 y de los festejos posteriores.
Algo nos empezó a dar escalofrío. Hasta que Apo nos mencionó y citó nuestra
descripción de aquél día memorable en el libro “Maradona, rebelde con causa”.
Tal vez allí nos terminamos de dar cuenta de que uno
de los días más felices, por suerte, quedaron escritos, como una marca
indeleble de todo lo que vivimos y que intentamos, en estas líneas, compartir.