Yo estuve allí.
Hace 30 años, en el Azteca, como testigo de la mejor historia
futbolística, la más rica, cuando la selección argentina no sólo venció a la
inglesa por los cuartos de final del Mundial de México, lo cual ya significa
bastante por las enormes diferencias culturales y deportivas.
Estuve allí, y fui testigo del mejor gol de la
historia, cuando Diego Maradona, con el más puro estilo argentino, gambeteó a
tanto inglés para empujar la pelota hacia la red y desatar el delirio y al
mismo tiempo, generar una leyenda.
Ese gol no fue uno más por el contexto futbolístico,
por la factura, y porque incluye ribetes históricos en lo deportivo y en lo
social.
En lo deportivo, porque desde el fútbol argentino
nació contrapuesto al inglés. Si el de los británicos tuvo su fuerte el juego
aéreo, el nuestro fue siempre por abajo, al ras del suelo.
Acaso la inmensidad de la pampa, o el dominio de la
pelota en los potreros, pero lo cierto es que “la nuestra” siempre fue por
abajo, y así los “ingleses locos” fueron abandonando las canchas para dar paso
a otra manera de jugar al fútbol, ya no al football.
Y ese gol de Maradona vino a reivindicar nuestro
estilo, el que muchos volcados al negocio se empeñan en abandonar y otros lo
olvidaron buscando retirar la camiseta número diez, confundiendo fútbol con
NBA.
En lo social, ese gol y esa victoria 2-1, que
también encierra aquel primer gol con “la mano de Dios”, para muchos fue
reivindicatorio por lo ocurrido cuatro años antes en la Guerra de Malvinas, que
tantas vidas destrozó, empujadas por un delirio de una dictadura asesina.
La brillantez del gol de Maradona, que por suerte
puede recordarse a cada instante gracias a la tecnología, y en audio, con la
emoción que nos brindó el mejor relato que jamás haya existido, con el talento
de Víctor Hugo Morales (que este escriba apenas conoció tiempo después), puede
compararse con el hipotético instante en el que Michelángelo mostró al mundo su
David, o escuchamos por primera vez la Novena Sinfonía de Beethoven, o algunos
de los clásicos de Los Beatles, o ingresamos por primera vez en el Hermitage de
San Petersburgo.
Y pensar que en el momento sublime de tal
manifestación artística, nos lesionamos porque el colega Jorge Ruprecht se nos
cayó de los pupitres aledaños por lo que significó la euforia en los festejos.
Luego vino todo lo demás, las anécdotas, el tiro en
el palo de Carlos Tapia, el nucazo insólito de Olarticoechea para evitar un
empate inminente (que prueba que el partido fue más parejo de lo que ahora se
dice), y el intento de reivindicación del “Negro” Héctor Enrique, reclamando
autoría en el “pase-gol” a Maradona.
Desde la perspectiva de hoy, treinta años después,
uno se sigue preguntando acerca del milagro del fútbol argentino, que entre
tanto basural, siempre pueda crecer una flor como la de Maradona en aquel
tiempo, o que el propio Diego, o nosotros mismos, hayamos podido ser testigos,
hoy, de otro genio como Lionel Messi, capaz de todo tipo de proezas.
Acaso Messi sea uno de los culpables de que este
periodista de hoy siga conservando la expectativa y aquella ansiedad de aquel
joven con remeritas y bolsitos azules al hombro que partió a su primer Mundial
sin saber que sería testigo de semejante obra de arte que perdurará por siempre
para los amantes del fútbol.
¿Cómo no sentirse un privilegiado? Ho visto Maradona,
y ho visto Messi.
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