La muerte de Eemanuel Balbo en el clásico cordobés
entre Belgrano y Talleres, en el estadio Mario Kempes, es la número 317 por
violencia del fútbol argentino en su historia, según datos de la ONG “Salvemos
al Fútbol”, la que tiene los datos más fidedignos.
Hasta ahí, el dato duro, frío, de las estadísticas.
Pero si agregamos que hay que recurrir a una ONG, por más bien que trabaje en
el tema, por falta de datos fidedignos estatales, y que el segundo tiempo del Clásico se jugó de
todos modos sin que nadie se planteara lo contrario, y tampoco hay siquiera una
mínima referencia a que se pare en los próximos días, ya la cosa cambia.
Estamos refiriéndonos, una vez más, al estado
latente de violencia que rodea al fútbol desde fines de los años cincuenta,
cuando –perdón por tanta insistencia en reiterados artículos en nuestro blog,
pero no hay escarmiento-, cuando según el principal estudioso de esta
manifestación social, el olvidado por los medios de comunicación Amilcar
Romero, se produjo el gran quiebre, al regreso del Mundial de Suecia cuando en
un contexto sociopolítico de violencia (el líder popular exiliado, el Plan
Conintes de represión en la provincia de Buenos Aires), se quiso imponer un
modelo de negocio que no coló fácil en la comunidad futbolística argentina.
Lo que se quiere decir es que esta violencia “del”
fútbol (que se entienda bien, “del”, porque la genera el propio fútbol, desde
su modelo instituido a fines de los cincuenta) y no “en el” fútbol, porque no
cae ingenuamente, sino que la propia del fútbol es, para decirlo de modo más
gráfico, una segunda capa interior a la violencia general, la capa exterior, es
parte de un modelo que incluye la forma de jugar en el campo y la forma de
comunicar en los medios.
Si no se entiende toda esta concatenación, estaremos
siempre condenados a seguir observando estos fenómenos sin poder relacionarlos
y perdiendo entonces buena parte de la perspectiva.
Para que haya ocurrido lo que ocurrió con el
muchacho Balbo el pasado domingo en el estadio Kempes, tuvo que haber,
necesariamente, complicidades. La estatal, porque no terminan de aparecer las
políticas públicas requeridas para acabar con este problema cada vez mayor (102
muertos hasta que asumió Julio Grondona la presidencia de la AFA, 186 durante su mandato, y ya van 29 desde su
fallecimiento hasta hoy), la policial, que forma parte de un entramado mafioso
poco revisado por las autoridades de turno, de los medios, que sólo se dedican
al tema cuando ocurre una desgracia y desde una liviandad absoluta –con escasas
excepciones- y desde los propios hinchas que a veces desde el miedo y otras
desde el “no te metás”, permiten locuras como la del último asesinato.
Porque no todo pasa por las políticas de prevención
sino también por la propia forma de concebir el espectáculo y de la adhesión a
la violencia de quienes dejan el hueco en la tribuna central porque allí debe
ir la barra brava , pero también de los que aplauden a los violentos cuando
ingresan, entonan sus canciones en cualquier lugar del estadio (y no sólo cerca
de los que obligan) y hasta los muchos que piden autógrafos a los capos de
estas mafias, como si fueran celebrities.
Por supuesto que la referencia al hincha común que
por lo general justifica a los violentos y canta sus canciones forma parte de
ese establishment que al finalizar el Mundial de Suecia 1958 implementó este
modelo con el llamado “Fútbol espectáculo”, y con la importanción de DT
extranjeros o formados en las escuelas más tacticistas europeas que generaron
una enorme resistencia inicial en el público y hasta en los jugadores, y que
para llevar a cabo semejante plan emparentado con agentes, ventas, fichajes y
dinero rápido y grueso para que vaya a los bolsillos más inescrupulosos, hubo
que reprimir a los protestantes, hasta llegar a la sofisticación actual.
Fue todo un proceso que derivó en el vaciamiento del
fútbol argentino, hasta transformarse en una industria de agentes, maletines,
anteojos oscuros, aviones, y centenares de millones de dólares, y en el que las
barras bravas cumplen su propia función.
Por eso, este sistema necesita de un periodismo
justificador de planteos resultadistas, o que se pregunte con “ingenuidad” qué
es mejor, si ganar o jugar bien, o entrenadores vende-humo que trabajen con
drones para plantear un partido. Porque forman parte del mismo entramado
justificante.
En un fútbol que arrastra la vergüenza de muertos en
partidos en los que los hinchas visitantes ni siquiera pueden ingresar a los
estadios, es decir, que dos hinchadas que simplemente quieren colores distintos
no pueden compartir un mismo espacio social, esta nueva muerte, la 317 de la
fría estadística, sólo cumple con mostrarnos una vez más que este fútbol
argentino perdió sus tribunas desde hace rato, demasiado pendiente del negocio.
Y los cómplices son demasiados.
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