lunes, 17 de abril de 2017

El fútbol argentino perdió la tribuna desde hace rato




La muerte de Eemanuel Balbo en el clásico cordobés entre Belgrano y Talleres, en el estadio Mario Kempes, es la número 317 por violencia del fútbol argentino en su historia, según datos de la ONG “Salvemos al Fútbol”, la que tiene los datos más fidedignos.

Hasta ahí, el dato duro, frío, de las estadísticas. Pero si agregamos que hay que recurrir a una ONG, por más bien que trabaje en el tema, por falta de datos fidedignos estatales, y  que el segundo tiempo del Clásico se jugó de todos modos sin que nadie se planteara lo contrario, y tampoco hay siquiera una mínima referencia a que se pare en los próximos días, ya la cosa cambia.

Estamos refiriéndonos, una vez más, al estado latente de violencia que rodea al fútbol desde fines de los años cincuenta, cuando –perdón por tanta insistencia en reiterados artículos en nuestro blog, pero no hay escarmiento-, cuando según el principal estudioso de esta manifestación social, el olvidado por los medios de comunicación Amilcar Romero, se produjo el gran quiebre, al regreso del Mundial de Suecia cuando en un contexto sociopolítico de violencia (el líder popular exiliado, el Plan Conintes de represión en la provincia de Buenos Aires), se quiso imponer un modelo de negocio que no coló fácil en la comunidad futbolística argentina.

Lo que se quiere decir es que esta violencia “del” fútbol (que se entienda bien, “del”, porque la genera el propio fútbol, desde su modelo instituido a fines de los cincuenta) y no “en el” fútbol, porque no cae ingenuamente, sino que la propia del fútbol es, para decirlo de modo más gráfico, una segunda capa interior a la violencia general, la capa exterior, es parte de un modelo que incluye la forma de jugar en el campo y la forma de comunicar en los medios.

Si no se entiende toda esta concatenación, estaremos siempre condenados a seguir observando estos fenómenos sin poder relacionarlos y perdiendo entonces buena parte de la perspectiva.

Para que haya ocurrido lo que ocurrió con el muchacho Balbo el pasado domingo en el estadio Kempes, tuvo que haber, necesariamente, complicidades. La estatal, porque no terminan de aparecer las políticas públicas requeridas para acabar con este problema cada vez mayor (102 muertos hasta que asumió Julio Grondona la presidencia de la AFA,  186 durante su mandato, y ya van 29 desde su fallecimiento hasta hoy), la policial, que forma parte de un entramado mafioso poco revisado por las autoridades de turno, de los medios, que sólo se dedican al tema cuando ocurre una desgracia y desde una liviandad absoluta –con escasas excepciones- y desde los propios hinchas que a veces desde el miedo y otras desde el “no te metás”, permiten locuras como la del último asesinato.

Porque no todo pasa por las políticas de prevención sino también por la propia forma de concebir el espectáculo y de la adhesión a la violencia de quienes dejan el hueco en la tribuna central porque allí debe ir la barra brava , pero también de los que aplauden a los violentos cuando ingresan, entonan sus canciones en cualquier lugar del estadio (y no sólo cerca de los que obligan) y hasta los muchos que piden autógrafos a los capos de estas mafias, como si fueran celebrities.

Por supuesto que la referencia al hincha común que por lo general justifica a los violentos y canta sus canciones forma parte de ese establishment que al finalizar el Mundial de Suecia 1958 implementó este modelo con el llamado “Fútbol espectáculo”, y con la importanción de DT extranjeros o formados en las escuelas más tacticistas europeas que generaron una enorme resistencia inicial en el público y hasta en los jugadores, y que para llevar a cabo semejante plan emparentado con agentes, ventas, fichajes y dinero rápido y grueso para que vaya a los bolsillos más inescrupulosos, hubo que reprimir a los protestantes, hasta llegar a la sofisticación actual.

Fue todo un proceso que derivó en el vaciamiento del fútbol argentino, hasta transformarse en una industria de agentes, maletines, anteojos oscuros, aviones, y centenares de millones de dólares, y en el que las barras bravas cumplen su propia función.

Por eso, este sistema necesita de un periodismo justificador de planteos resultadistas, o que se pregunte con “ingenuidad” qué es mejor, si ganar o jugar bien, o entrenadores vende-humo que trabajen con drones para plantear un partido. Porque forman parte del mismo entramado justificante.

En un fútbol que arrastra la vergüenza de muertos en partidos en los que los hinchas visitantes ni siquiera pueden ingresar a los estadios, es decir, que dos hinchadas que simplemente quieren colores distintos no pueden compartir un mismo espacio social, esta nueva muerte, la 317 de la fría estadística, sólo cumple con mostrarnos una vez más que este fútbol argentino perdió sus tribunas desde hace rato, demasiado pendiente del negocio.


Y los cómplices son demasiados.

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