Estuve recientemente
en unas charlas tituladas Imaginario y Realidad, organizadas por el
departamento de Psicología Social de la Universidad de Livell, en Connecticut,
Estados Unidos; y una de las ponencias captó especialmente mi atención: la del eminente
psicólogo Dr. Quintiliano Herrera, profesor en la Universidad de Könisberg II
en Alemania.
Herrera afirmó –
puede leerse el artículo que al respecto escribió, inmediatamente después, y
que fue publicado por la prestigiosa revista inglesa Psychology – que
Lionel Messi es una ilusión óptica colectiva.
“De tanto en tanto –
sostuvo -, se dan consensos espontáneos, involuntarios y masivos (al punto de
abarcar a la práctica totalidad de la población mundial), para crear
representaciones ideales”. Tal acuerdo o predisposición para concebir y
“materializar” estos “conceptos”, propuso, se dan en contextos (desesperanza;
un presente “preñado de mediocridad”) en los que el inconsciente colectivo
converge en una necesidad imperiosa de reformular, sino la realidad, sí algunos
de sus ingredientes.
El espejismo,
entonces, pretendería componer (o, acaso, recomponer) un refugio para aquello
que, muy resumidamente, podría considerarse como “bello”, pues, como escribió
George Santayana, “En todos los productos de la industria humana notamos la
agudeza con que el ojo es atraído hacia la mera apariencia de las cosas...”.
Apariencia, esa es la
palabra clave: no sólo en el sentido de aspecto, sino, antes bien, de
verosimilitud, de su posibilidad de ser creído por los sentidos. Y el fútbol,
masificado como está, ha devenido en un vehículo apropiado para tales
ideaciones compartidas.
De esta manera, según
el Dr. Herrera, quien realmente juega es un muchacho más bien tirando a malo,
cuyo nombre es Leonel Panebianco, oriundo de Caleta Olivia, en el sur de la
Argentina. Y no, no elabora ni las jugadas que uno “ve”; ni inventa esos
regates que parecen, precisamente, imposibles, ni, evidentemente, marca esa
cantidad de goles.
Messi; su habilidad,
su velocidad, todo, es una fabulosa y hermosa alucinación. “Le he visto la cara
a Panebianco, luego de ‘salirme’ de la fantasía: el muchacho no entiende nada”,
dijo, a modo de nota de color, de anécdota mínima, el afamado psicólogo. Y
enseguida comentó que es el único, por el resto de jugadores, viven la
apariencia como cierta.
“La soledad que hay
en el rostro de ese pobre Panebianco – que en su momento disfrutó de lo que
presupuso una conveniente “confusión” – no la he visto en ningún lado: negado
de su personalidad; de su ser, en definitiva”, y pareció que la voz se le iba a
quebrar al curtido académico.
En el apartado para
preguntas que siguió a su exposición, no pude menos que deslizarle un
escepticismo muy morigerado por mi admiración hacia su trabajo. Herrera me miró
con lástima, y me preguntó: “¿Usted se cree que, en un mundo que se rige por
unas leyes físicas tan inconmovibles, tan precisas, con unas limitaciones
fisiológicas evidentes, puede existir un ser como Messi? Eso es ciencia
ficción, un delirio; un hermoso delirio”. El argumento era contundente.
Tajante.
“¿Y Cristiano
Ronaldo?”, pregunté sin saber muy bien por qué. O sí.
“¿No ha escuchado lo
que dije? Ilusión óptica, evidentemente. Su verdadero nombre es Cristian
Ferrari; un uruguayo desgarbado y con menos velocidad que un cojo”.
Volví a preguntar.
Impulsado ya por la inercia de la primera pregunta, y como una forma de
sobreponerme al asombro espantado y a la duda que iba cuajando en mi mente: “¿E
Ibra?”.
“Ese es real, hombre;
que parece que nunca hubiese visto fútbol”, me respondió, ya notoriamente
hastiado, mientras guardaba los papeles en un maletín de cuero con el escudo de
Atlético Nacional de Medellín.
Mientras lo veía
alejarse lo odié meticulosamente. No por el desdén de esa respuesta chabacana,
tan poco académica. No. No podía quitarme de la cabeza la idea dolorosa y
repulsiva que había ido tomando forma mientras Herrera hablaba: que Garrincha
fuese una ilusión. Él no. Mané no.
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