Sucedió un 13 de
julio, hace 29 años ya. Volvía muy cargado del Mundial de Italia 90. No era
como ahora. A los periodistas nos llenaban de regalos. Los stands del centro de
Prensa eran espectaculares. Había de todo y como en botica. Desde pizzas para
degustar hasta los clásicos panini y tramezzini de distintos gustos. Todo
gratis.
También, representantes de cada región italiana, por si queríamos hacer
turismo. Entre esos stands, hubo uno, muy bien puesto, de Telecom Italia, donde
muchos periodistas argentinos conocimos a la gran Giuseppina, una mujer que
trabajaba allí y que era la encargada de las conexiones cuando queríamos llamar
a nuestros medios o familiares. No era como ahora. Les cuento de una época
(parece mentira) sin internet, apenas con el teléfono, el télex (que escupía
las cintas amarillas picadas), y era incipiente el fax.
Giusseppina nos tomó
tanto cariño, que viendo lo que se gastaba en hotelería y comunicaciones, nos
propuso que fuéramos a su casa, y así lo hicimos junto a distintos colegas (uno
ya fallecido, que trabajaba en la revista “Gente” y otro sigue hoy en Clarín).
Allí, además de que profundicé mi italiano al punto de volver al país hablando
hasta con los subjuntivos (Giusseppina me siguió llamando cada sábado a la
tarde para ver cómo estaba y mis familiares no entendían de dónde yo había
aprendido tanto italiano), conocí a un gran artista, amigo de Giusseppina. Un
gran pintor llamado Giorgio de Canino, tunecino, quien a cada uno de nosotros
nos dibujó un excelente retrato.
Retornaba,
entonces, de todo aquello. De más de cincuenta días en tierras italianas no
cargado, sino recontra cargado de todo. Los regalos recibidos (botellas de vino
regional, aceites, camisetas, libros, revistas de las delegaciones), mi propias
cosas con las que había viajado originalmente, y, enrollado, el cuadro de
Giorgio con mi retrato.
No quiero exagerar pero eran como siete bultos. Mi plan era regresar en tren a París, donde nunca había estado, quedarme cuatro días en casa de amigos, para luego regresar a Madrid en otro tren y en la capital española, emprender el regreso a Buenos Aires.
No quiero exagerar pero eran como siete bultos. Mi plan era regresar en tren a París, donde nunca había estado, quedarme cuatro días en casa de amigos, para luego regresar a Madrid en otro tren y en la capital española, emprender el regreso a Buenos Aires.
En París me
esperaba la hermana de un amigo, conocida de la familia, que vivía con el
novio. Me había comunicado con ella (argentina), desde otro sitio que parecía
inverosímil, la llamada “Carrozza Stampa”, un vagón de prensa que tenía cada
tren durante el Mundial, con comida libre, sala de videocasetes para ver los
partidos, azafatas, pantalla gigante y teléfonos empotrados para llamar al
exterior gratuitamente, y la llamada sólo se cortaba cuando se atravesaban
túneles o zonas montañosas, mucho antes de la era del celular. Había comentado
que ese día, sábado, llegaría a París y la respuesta fue que me esperaría,
junto a su pareja, en la estación.
En efecto, el
tren llegó a París una tarde de un calor infernal. Llegaba contento. Por fin
conocería París y ni bien el tren había partido de Roma, descubrí en mi bolso
unos sándwiches que sin decirme nada, Giuseppina puso junto a bebidas y unas
frutas. Me ayudaron a bajar los bultos en la Gare de Lyon, pero no alcanzaba a
divisar a la hermana de mi amigo, por lo que un changarín con el guardapolvo gris de la estación y un pin que decía “SCNF” (el nombre de los trenes
franceses) arrastró en un carrito los bultos hasta la sede de la estación, y
como mis amigos seguían sin aparecer, los puso en dos armarios con clave. Me
mostró como funcionaban, sacó las dos tiras con códigos de 10 cifras cada uno,
me los dio. Le entregué una propina y se fue.
Ya liberado de
tanto peso y con el bolso de mano con los documentos personales, traté por
todos los medios de comunicarme con la chica argentina. Llamé a su casa, y encontré este mensaje en el contestador: “Nos
fuimos unos días afuera, dejanos tu mensaje”…no lo creí. Me pareció que podía
ser un mensaje viejo.
Comencé a pensar (eran alrededor de las 15) que podría existir
la chance de no dormir en aquella casa y tenía que idear un Plan B. Por las
dudas, como tenía la dirección de su casa, y la estación comunicaba con el
metro, me fui hasta esa zona donde había un mapa con luces que al apretar el
nombre de la estación buscada, se encendían. Busqué allí la dirección y noté
que un tipo bastante grandote me iba desplazando del mapa.
Quise irme y
entonces iba a agarrar el bolso que había puesto entre mis piernas, pero no lo
veía…hasta que me di cuenta de que no estaba más. Me lo habían robado…allí
tenía mi pasaporte argentino, el pasaje de regreso desde Madrid a Bs As, todas
las tarjetas de los periodistas que conocí en ese Mundial, algunos casettes y
otras cosas que ya ni recuerdo. Mi desesperación era total. Corrí hacia las
bocas de acceso a la estación pero no vi nada. Resignado, daba vueltas pensando
cómo hacer y qué pasos seguir. Llamé desde una cabina a mis padres en Buenos
Aires para que me emitieran de nuevo el pasaje pero el otro problema era el
pasaporte. El lunes a la tarde tenía que regresar a Madrid para tomar el avión
de regreso a la Argentina y ya parecía imposible.
Para colmo, ya ni sé por qué,
el pasaje había sido comprado en la localidad de Monte Grande, en la provincia
de Buenos Aires. Comencé a pensar a quién conocía en París para solicitar ayuda
mientras me comentaron que podía realizare la denuncia policial allí mismo, en
la estación. Recuerdo que quien me tomó la denuncia me preguntó “¿Usted sabe
qué fin de semana es este? Es el del 14 de julio, la fecha más importante del
año, y hay mucho delincuente suelto, debe tener cuidado” y me dijeron que mi
pasaporte probablemente aparecería en cualquier alcantarilla o tacho de basura,
que estuviera atento. Ya con el estómago revuelto, y teniendo que tomar muchas
medidas en poco tiempo, decidí ir a los armarios a buscar algo a otro bolso.
Tomé mis dos tickets con ambas claves de 10 cifras. Intenté abrir el primero…pero
no abría. Me dije a mí mismo que tenía que calmarme, que por estar alterado no
podía abrir, y fui despacio, cifra a cifra…pero no abría.
Me parecía ya una
pesadilla, y entonces consulté a otra persona que estaba abriendo su armario,
que qué podía ocurrir. “Acá es todo automático, así que si no podés abrir es
porque ya cambió la clave y es otra”. Ya no sabía si le estaba entendiendo bien
y no quería poner en palabras lo que pensaba. “¿Qué quiere decir que la clave
ya no es la misma?”, atiné a preguntar. “Que alguien abrió la puerta, se llevó
lo que había, y puso sus cosas y al cerrar, le dio otra clave”. No podía ser.
Nadie podía haber entrado al armario. Hice tal escándalo que terminó viniendo
alguien de los armarios y ante mi desesperación me dijo “usted me dice qué hay
en su armario, si es lo que usted dice, se lo lleva. Pero estoy haciendo una
excepción porque no lo hago nunca”. Le dije con mucha seguridad, e hice hincapié
en el cuadro con mi retrato. Estaba completamente seguro. El tipo abrió el
armario…y no, no estaban mis cosas. Me faltaba la mitad de los bultos. No podía
entenderlo. Pensé y pensé, le di mil vueltas a lo que había ocurrido, retrocedí decenas de veces en el tiempo, hasta que le comenté al encargado cómo llegué a
los armarios, el changarín vestido de gris con el “SCNF”, y recibí como
respuesta “Pero eso es trucho. No hay changarines así en esta estación”. Recién
ahí entendí bien lo que había ocurrido. El tipo puso los bultos en dos
armarios, recibió los tickets, memorizó una clave (la otra se ve que no pudo
porque ya era mucho porque esa puerta sí la pude abrir), y cuando yo me alejé,
regresó y se llevó todo. Me habían robado por segunda vez en una hora, y me
habían desmantelado.
Ya se me cerró el estómago. Me sentía mal y sin pasaporte
ni la mitad de las cosas. Volví a la Policía de la estación a hacer la nueva
denuncia y los tipos no lo podían creer. Tenía ya dos expedientes abiertos. Mi
nueva atención estuvo centrada en dar con alguien que conociera en París. Y
dándole vueltas al asunto me acordé de un periodista uruguayo que conocí en el
Mundial porque su nombre era el de alguien muy reconocido en la política: Zelmar
Michelini, igual que el del político uruguayo que habían matado en un atentado
en Buenos Aires en la época de la Triple A. Resultó ser su hijo. Zelmar
trabajaba en la agencia France Press, en París. No tenía sus datos pero fui al
locutorio de la estación y pedí la guía telefónica. No tenía cambio y me había
costado un Perú que me prestaran el teléfono. Encontré el número de la AFP. Llamé
y me dijeron “acá no trabaja ningún Zelmar Michelini”. Era un equívoco. No era
France Press sino una agencia de seguridad que usaba esas mismas siglas. No
pegaba una.
Tuve que recomenzar a pelear con los del locutorio por una nueva oportunidad. Esta vez llamé a la verdadera France Press y me dijeron que el colega “siempre está, pero como hoy es el acto del 14 de julio salió para ver los fuegos artificiales, vuelve como a las 20”. Conté lo sucedido y la misma telefonista me dijo que no había problemas, que me dirigiera por metro hasta la estación “Bourse” en la Place de la Bourse (la Plaza de la Bolsa), que presentara el documento abajo, que arriba me esperaría otro colega chileno, Jorge Torti. Le tuve que explicar que me tenían que creer, que no tenía forma de demostrar que yo era yo…me dijo entonces que viniera igual.
Tuve que recomenzar a pelear con los del locutorio por una nueva oportunidad. Esta vez llamé a la verdadera France Press y me dijeron que el colega “siempre está, pero como hoy es el acto del 14 de julio salió para ver los fuegos artificiales, vuelve como a las 20”. Conté lo sucedido y la misma telefonista me dijo que no había problemas, que me dirigiera por metro hasta la estación “Bourse” en la Place de la Bourse (la Plaza de la Bolsa), que presentara el documento abajo, que arriba me esperaría otro colega chileno, Jorge Torti. Le tuve que explicar que me tenían que creer, que no tenía forma de demostrar que yo era yo…me dijo entonces que viniera igual.
Fui, me hice
anunciar, y a partir de allí, lentamente vino la solución. Era de noche, me
hicieron un lugar en la redacción, se quedaron los del turbo noche y me armaron
una especie de cama allí, en un banco largo, me dieron chocolate de una
máquina, mientras yo seguía llamando a los argentinos a su casa, por si
regresaban., pero ya me sabía de memoria la frase del contestador y el
disquito.
A la mañana del
sábado, me despertó un zamarreo. Era Zelmar Michelini, que había llegado con su
esposa. “Vamos, lávate y apurate que tenemos turno con el cónsul argentino en
Rue Cimarrosa”. No entendía nada. En pocas horas, Zelmar había conseguido que
me atendieran fuera de horario en el Consulado, y le dijeron que yo necesitaba
dos testigos de que yo era yo para que me hicieran un pasaporte provisorio que se
tenía que romper al pisar Ezeiza. Recuerdo que mi primer contacto con la
avenida de los Campos Elíseos fue casi de indiferencia. No tenía tiempo de
mirar nada. Me fui a sacar fotos carnet y de allí, corriendo, al Consulado.
Sábado y domingo los pasé en casa de Zelmar y recién el lunes, apareció la
pareja argentina. Se les había olvidado de mi llegada.
Tomé el tren a
Madrid, llegué al final de la tarde, tomé un taxi a la desesperada hacia la
agencia de viajes. Cuando llegué, el tipo cerraba la persiana. Le grité desde
la ventana que era yo, el argentino. Escuché un “¡¡¡Por fin, por fin, el
argentino, el argentino!!!”. El tipo ya se iba, reabrió la persiana, y me dio
el pasaje a Bs As, reimpreso, y subí nuevamente al taxi hasta Barajas. Llegué
con la lengua afuera, y allí me esperaba Pablo, mi compañero de la revista “First”,
de la tarjeta Diners, para la que cubrimos (junto al Beto Alonso) el Mundial.
Él había estado 4 días con su familia en Barcelona, y me preguntó sonriendo “¿Todo
bien?”.
Al llegar a Bs
As, con un tremendo frío, y yo en remerita de manga corta, mis padres en Ezeiza
me tiraron un gamulán antes de saludarme. Ah, de la mitad de mis valijas, el
bolso, y el cuadro de Giorgio, no supe nunca más.
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