Lionel Messi
lleva quince años en el primer nivel mundial, con cinco Balones de Oro, una
década sin bajar de cincuenta goles por temporada, y un perfil bajo que lo
convirtió en un gran deportista con un muy bajo perfil fuera de los estadios.
Tal vez por eso
haya sorprendido al mundo del fútbol cuando tras el último partido de la
selección argentina en la reciente Copa América de Brasil habló de corrupción
en la Conmebol y que el torneo estaba organizado para el local, se quejó
especialmente de los fallos en la semifinal, cuando Argentina perdió 2-0 ante
Brasil y no hubo VAR en dos jugadas de claros penaltis para los albicelestes, y
de haber sido expulsado ante Chile por el tercer puesto, cuando no quiso
participar en una pelea con su rival Gary Medel, pero fueron expulsados los
dos.
Si Messi habló
de esta forma ante los micrófonos y grabadores en caliente, no fue por querer
parecerse al siempre extrovertido compatriota suyo Diego Maradona, porque son
bien distintos de carácter. Uno, cerrado, introvertido. El otro, mucho más
abierto, con un perfil de rebeldía, aún cuando ya dejó el fútbol hace dos
décadas.
Messi dijo lo
que dijo porque lo dejaron solo, porque siente que no tiene a su lado a ningún
interlocutor válido en el contexto de la selección argentina. Así como en su
debut mundialista en Alemania 2006 era el más joven del equipo, ahora, con 32
años, y padre de tres hijos, ya no sólo es el capitán sino que de su
generación, ya solo quedan en la selección albiceleste Nicolás Otamendi, Sergio
Agüero y Ángel Di María, y salvo el defensor, que saldrá ahora del Manchester
City, ninguno tiene peso en sus opiniones dentro de la plantilla.
Ya no están ni
Lucas Biglia, ni Martín Demichelis, ni Pablo Zabaleta ni Javier Mascherano,
todos jugadores con cierta influencia sobre el crack del Barcelona, que siete
que ahora él es el líder al que siguen los jóvenes del equipo, que tienen
todavía que acostumbrarse a darle el balón al compañero que esté libre de
marcas, y no siempre al diez, por una cuestión de veneración.
Messi también
sabe, aunque lo apoya porque le cae simpático y ha unido al equipo, al
entrenador Lionel Scaloni, quien será ratificado por la Federación (AFA) hasta
que termine la clasificación al Mundial de Qatar, pero sabe que no tiene
experiencia y que en este momento es más lo que tiene que colaborar con él para
ayudarlo en la estabilidad, que depender de sus decisiones dentro y fuera de
los campos.
Y por si quedara
algo, Messi sabe que tampoco puede contar con esta dirigencia de la AFA, a la
que le faltan casi todas las luces. Porque no es lo mismo que un jugador pueda
estar nervioso o afectado por lo que considera un fallo injusto en un partido,
que un dirigente que, teniendo las chances de operar con frialdad y con
diplomacia, haya enviado, como el presidente de la AFA, Claudio Tapia, una
durísima carta a la Conmebol, tras la eliminación ante Brasil, hablando de corrupción
o exigiendo la renuncia del presidente del Comité Arbitral, el brasileño Wilson
Seneme, y al no recibir respuesta, insistió al día siguiente mediante el
director de la Escuela de Árbitros argentina, Federico Beligoy.
La Conmebol ha
mantenido, desde entonces (poco más de una semana) un silencio absoluto. Su
presidente, el paraguayo Alejandro Domínguez, opera de este modo y toma medidas
con el paso de los meses, pero el fútbol argentino, ahora, enfrentado a la
Conmebol y de una manera frontal y total, se expone a dos hechos muy duros: una
larga sanción a Messi (por la expulsión ante Chile pero especialmente por sus
quejas), y el hecho de no contar con él no sólo en la clasificación mundialista
(que comienza en marzo próximo) sino en junio de 2020, como local, en la Copa
América que co-organizará junto a Colombia.
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