El Mundial de
los Estados Unidos llegaba a su fin. El calor era agobiante en Pasadena, la
final entre Brasil e Italia había sido un fiasco, y me quedaba aquella
emocionante imagen del codo derecho de las tribunas del estadio Rose Bowl, que
cuando se produjo un silencio de descanso en el entretiempo, mostró el revoleo
de camisetas y la hinchada argentina cantando “Oh, Argentinaaaa, es un
sentimientoooo, no puedo paraaaar”, aunque el equipo ya estuviera eliminado
hace rato.
Durante los
últimos días del Mundial, me alojaba con el colega y amigo indio Rupak Saha,
quien me había contratado para su diario Ananda Bazar Patricka de Calcuta, y
como quería precisiones sobre las posibles alineaciones (la principal duda
estaba centrada en Franco Baresi, que parecía haber quedado afuera cuando se
lesionó al principio del torneo, pero las crecientes versiones sostenían que
regresaría para la final), le insistí en que sólo con el alquiler de un auto y
yendo por nuestra cuenta, podríamos trabajar al mejor nivel, y acaso, obtener
algo.
Me la jugué y le
dije que tanto Roberto Baggio (el otro en duda) como Baresi, estarían en la
definición, pero llegamos al centro de prensa ese domingo 17 de julio, y un
diario italiano, que se imprimía en USA, titulaba “Una final sin Baresi y sin
Baggio”. La cara del indio resulta inolvidable. No sabía dónde meterme, y me
acomodé en mi pupitre palpitando la final. Cuando por los altavoces daban a
conocer los equipos, era como una nueva tortura, pero me fui transformando
cuando en la pantalla apareció Baresi como titular…y ya más adelante, Baggio.
Desde lejos, el indio, sonriente, me levantaba los dos pulgares.
El problema no
era la final sino cómo organizarme para después. Me había anotado para asistir
a un Congreso Mundial de Sociología en la ciudad de Bielefeld, cerca del límite
con Polonia, y que comenzaba el lunes 18, pero resultaba imposible llegar a
tiempo. Recién podría hacerlo el martes a la tarde. La idea era que ni bien
terminara la final, ir lo antes posible al aeropuerto, viajar desde Los Angeles
a Chicago y luego, tomar otro avión desde Chicago a Francfurt y una vez allí,
el tren hacia Bielefeld.
Fue lo que hice
bajo un insoportable calor. Llegué a Bielefeld, entré lo antes que pude al
hotel, me cambié y a mitad de la tarde, ya estaba para inscribirme en la
ventanilla del Congreso. Para mi suerte, quien me atendió era un argentino, de
Mendoza. Me comentó que había otra argentina en una comisión que no era la mía,
pero que se trataba de una mujer muy interesante y que valía la pena conocerla.
Decidí esperarla hasta que por fin me la presentó en compatriota en común.
Tras los saludos
de rigor, inmediatamente la mujer me dijo algo así como “qué terrible lo de
Argentina, ¿no?”, con una cara de mucha preocupación. Yo, que venía del Mundial
y del doping de Maradona, que por lo que me comentaron había causado una gran
tristeza popular, atiné a decirle “sí, claro, lo de Maradona fue durísimo”.
Noté, enseguida, una cara mezcla de asombro y repulsa, como si pensara que
estaba hablando con un idiota (que vendría a ser yo). Algo no funcionaba bien.
La socióloga acotó, como aclarando lo obvio “No, yo me refiero a lo de AMIA”. Me di cuenta de que había hecho uno de los
mayores papelones de mi vida, al enterarme, así que traté de aclararle lo
sucedido: había estado en el aire, sin noticias (y en tiempos sin internet)
todo ese lunes 18 y hasta la tarde del martes 19, y salí corriendo al hotel,
para ver si podía captar algo por la TV y llamé inmediatamente a Buenos Aires.
Las imágenes de la TV alemana eran tremendas pero sumado a eso, recuerdo la
desesperación porque de fondo se escuchaba el castellano, pero tapado por la
traducción alemana. Así fue que me enteré del mayor atentado de la historia
argentina. Todo lo relatado puede ser encontrado en mi libro “Maradona, rebelde
con causa”.
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