Con gran dolor,
como expresó el presidente Sebastián Piñera en sus declaraciones, Chile se vio
obligado a suspender dos enormes acontecimientos en su país que iban a operar
como vidriera del supuesto suceso de su política económica, ahora hecha trizas
y cuestionada por gran parte de su sociedad, movilizada exigiendo cambios
urgentes.
Se trata de la
Cumbre Climática COP25 y del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC),
dos reuniones multilaterales previstas para antes de fin de año, y por las que
iba a recibir a dirigentes de gran resonancia global, como los presidentes de
gobiernos como los de los Estados Unidos, Donald Trump, Rusia, Vladimir Putin,
o China, Xi Ping.
La cumbre de la
APEC iba a desarrollarse entre el 16 y el 17 de noviembre, y la del COP25, entre el 2 y el 13 de
diciembre próximos, pero lo que iba a ser una vidriera para Chile como sede
global del posible acuerdo parcial entre Estados Unidos y China para acabar con
la guerra comercial entre estas potencias, debió suspenderse por las continuas
manifestaciones y revueltas de buena parte de la sociedad, harta de un modelo
neoliberal aplicado en los últimos treinta años, una vez que acabó la dictadura
militar de Augusto Pinochet, y que forzó a Piñera a pedir la renuncia de todo
su gabinete y ahora, a replantearse una reforma constitucional para reducir la
enorme desigualdad entre clases sociales.
“Como presidente
siempre tengo que poner los problemas y los intereses de los chilenos, sus
necesidades, sus anhelos y sus esperanzas, primeros en la fila”, dijo el
presidente chileno en la sede gubernamental, el Palacio de la Moneda, y
completó su frase sosteniendo, entre lamentos, que “hemos basado nuestra decisión
en un sabio principio de sentido común”.
Si todo esto
puede comprenderse y es claro que con estas enormes manifestaciones sociales,
gente en la calle, y hasta toques de queda por las noches como en tiempos de
Pinochet es imposible organizar eventos como los señalados, menos entonces
puede entenderse que pese a todo, Santiago de Chile sea sede de la final de la
Copa Libertadores el próximo 23 de noviembre, entre el argentino River Plate y
el brasileño Flamengo.
En las últimas
horas mantuvieron una reunión el cuestionado presidente de la Confederación
Sudamericana de Fútbol (Conmebol), el paraguayo Alejandro Domínguez, y la
ministra de deportes chilena, Cecilia Pérez, en la que el Gobierno de Piñera
ratificó la sede. “El Gobierno de Chile nos dio el apoyo total para realizar la
final en Santiago porque el fútbol puede ser una buena oportunidad para unir”,
dijo la funcionaria.
La Conmebol
agradeció en un comunicado “el compromiso del gobierno de Chile para garantizar
las condiciones de seguridad para la celebración de la final única de la Copa
Libertadores 2019 porque esta final es la celebración del fútbol con y para el
pueblo chileno”.
Lo que ni la
Conmebol ni el gobierno de Chile aclaran es cómo podrán garantizar la seguridad
de miles de hinchas argentinos y chilenos en las condiciones en las que se
encuentra el país, con una brutal represión que con los días fue aplacándose
pero continúa, y con manifestaciones a cualquier hora y en muchos lugares de la
capital del país.
Pero en
Sudamérica, no hay sorpresa en esta decisión. Puede cancelarse un evento global
pero el fútbol debe seguir. Ocurrió en la Argentina de 2001 cuando la crisis
económica era muy aguda y la universidad estatal se quedó sin agua, pero los
clubes de fútbol, con la misma deuda, sí la tenían habilitada, o cuando un
importante grupo de argentinos cortaron el puente que comunica con Uruguay en
un conflicto entre los dos países por el funcionamiento ecológico de pasteras,
pero cada vez que alguna hinchada de equipos locales debió viajar al país vecino
por un torneo de fútbol, la dejaron pasar.
Nada es casual.
Si en la Argentina, el presidente saliente, Mauricio Macri, antes lo de de Boca
Juniors, el club más popular, Piñera también comenzó siéndolo en otro club
poderoso de su país, Colo Colo, y el de Uruguay, Tabaré Vázquez, lo fue antes
del Danubio.
Cuando Argentina
comenzó a tener problemas de relación con el FMI, la entonces presidente
Cristina Fernández de Kirchner llegó a sacarle en público “tarjeta amarilla” al
organismo internacional y cuando Macri perdió en las recientes elecciones
primarias contra el que finalmente fue electo como próximo mandatario, Alberto
Fernández, llegó a decir que era un partido en el que estaba perdiendo 3-0 y
tenía que darlo vuelta.
Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, manifestó su
deseo de acompañar al Flamengo a la final de la Copa Libertadores tras el show
que armaba en cada partido de su selección, local en la reciente Copa América
de mediados de año. Por su parte el reelecto Evo Morales, no deja de jugar al fútbol
cada mañana en Bolivia, antes de iniciar sus actividades, y apareció en Twitter
al lado de Diego Maradona, en una foto, para celebrar el triunfo del peronismo
el pasado domingo en las elecciones argentinas.
El fútbol,
siempre el fútbol, en Sudamérica, está por encima de todo.
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