Durante todo el relato del partido, Ataulfo García Tamborini
(pronunciado Tamboriiiiiiiiiiini por el locutor de las publicidades) había
repetido la frase hecha “la tiene atada al pie” – o “la tiene, la lleva pegada”
-, que simplonamente pretende dar cuenta de la condición de ciertos jugadores
de llevar la pelota siempre bien cerca, como si ésta obedeciera a los caprichos
de su voluntad, manteníendose alejada de los pies rivales.
No era, ni mucho menos, la primera vez que caía en ese lugar común, ni
en cualquier otro. Era dado a lo trillado. Por ejemplo, la expresión “el verde
césped invita a la práctica del sublime deporte del balón pie” era habitual en
su verborrea. Como lo era, por otra parte, en la de todos los relatores: cambiar
de sintonía o canal significa, casi siempre, pasar de un tópico a otro – a veces,
incluso, uno puede enganchar uno en particular que recorre dial o la
programación como si fuese una reacción en cadena; tal como, ya puestos en lo
manido, un efecto dominó o un eco insistente.
“Braulio Tartaglia, érase un hombre a una pelota pegado”, dijo en
algún pasaje, con ese tono de suficiencia del que cree haber dicho no sólo una
astucia, sino demostrado, simultáneamente, acervo cultural. El partido, como
todos los partidos, y como todo en esta vida, terminó. Los técnicos enrollaron
cables, las luces del estadio se apagaron, las tribunas quedaron vacías y cada
uno fue reintegrándose a la legislación civil.
Pero Braulio Tartaglia continuó la batalla que libraba en el campo de
juego – una lucha que venía librando desde que tenía uso de razón: no había
manera de sacarse la pelota de encima. Apenas si podía ponerse los calzoncillos
y los pantalones gracias a los pocos milímetros de luz que permitía el obsesivo
balón. El zapato derecho era una odisea ponérselo, y requería un combate en toda
regla con la pelota que se le prendía, sobona, al pie; recordando a un chucho
febril o una tobillera electrónica de esas que le imponen a los condenados a
prisión domiciliaria.
Esa pelota le produjo – le produce – un prejuicio aún más significativo,
trascendental: el impedimento de concretar las posibilidades de romance que se
le presentan. Porque, sinceramente, quién pude tomar en serio a un pelotudo que
va y viene con un balón a cuestas. Y encima, cuando intenta explicar su mal, la
impresión termina no sólo por convertirse en parecer irrevocable, sino que se
ve incrementada.
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