Desde Barcelona
Nos hubiera
gustado presenciar in situ una final de Copa Libertadores como ésta, con tantos
ricos elementos para el análisis entre los que fueron, sin dudas, los dos
mejores equipos del torneo. La gran pregunta que nos formulamos en las horas
previas era si prevalecería el que posee más variantes y mejor fútbol
(Flamengo) o si a la hora de un partido decisivo, se impondría el de más
experiencia y carácter demostrado (River).
Los argentinos,
con el escudo de campeón en el pecho, y dos finales ganadas en el mismo ciclo
(2015 y 2018), y con jugadores con muchos partidos de esta naturaleza, esta vez
tendrían enfrente a un rival compuesto por una decena de jugadores que
participaron anteriormente en clubes europeos y casi todo el plantel tiene
algún antecedente en equipos del exterior.
El Flamengo, nos
cuentan reputados colegas brasileños, se fue liberando de una enorme deuda
desde 2013, y eso le permitió un enorme crecimiento como club, y mientras fue
construyendo de a poco instalaciones para que los jugadores tuvieran todo tipo
de ayudas en los entrenamientos y concentraciones, fue atrayendo figuras de
peso y renombre, que a la larga le terminaron redituando y 2019 es el año de la
cereza del postre: campeón estadual en el primer semestre (cuando aún su DT era
Abel Braga, aunque su sistema de juego no satisfacía a la dirigencia
rubro-negra), a punto caramelo para ser campeón del Brasileirao, con una enorme
distancia de sus perseguidores, y ahora campeón de América por segunda vez tras
aquella de 1981 con Zico, Junior, Nunes, Adilio y compañía.
Pero el
resultado, para algún desprevenido que no pudo ver el partido, es engañoso.
Porque aquella gran pregunta inicial se había respondido en apenas un cuarto de
hora, cuando River se plantó en la marca, maniató a los brasileños, no los dejó
jugar y por si fuera poco, les embocó un gol por Santos Borré ante el primer
descuido defensivo.
Desde ese
momento, River fue el que casi siempre es en esta clase de partidos, un equipo
que crece en los momentos clave, con figuras descollantes como Javier Pinola
atrás, y especialmente Exequiel Palacios y Enzo Pérez en el medio, aunque sin
demasiado punch arriba.
En cambio, el
Flamengo no era ni una sombra del equipo que sacó tanta diferencia en la Copa
Libertadores o en el Brasileirao. No remató ni una sola vez al arco en el
primer tiempo. No llegó nunca con chances hasta el arco de Franco Armani, ni se
lo vio metido en el partido, chocando contra la intensidad de un River que
transmitía lo de siempre en estos cinco años de un ciclo trascendente: que no
se le podía escapar la final de ninguna manera.
En el segundo
tiempo apareció un primer atisbo de ataque por el Flamengo, pero no demasiado,
pero sí se pudo observar hacia los 15 minutos un hecho que luego sería crucial:
River se estaba empezando a cansar. Sucede que para poder frenar al Flamengo,
el nivel de exigencia física es muy alto por tratarse de jugadores rivales que
provienen de torneos muy fuertes, y acostumbrados a entrenamientos al mejor
nivel del mundo.
Y más allá del
lógico cambio del chileno Paulo Díaz por el lesionado Milton Casco, por una vez
Marcelo Gallardo no acertó en las variantes. Colocó a un Lucas Pratto
completamente fuera de forma en el lugar de Borré, cuando bien pudo ser para
Ignacio Scocco, y optó por el joven Julián Álvarez para volantear en lugar del
exhausto Ignacio Fernández, cuando la entrada de Leonardo Ponzio, para cerrar
el partido, era lo más lógico.
Y River se fue
metiendo atrás, y por si fuera poco, el DT del Flamengo fue haciendo entrar a
la cancha a jugadores ofensivos como Diego y Vitinho, y los brasileños,
faltando 20 minutos, comenzaron a notar que River no aguantaba mucho más, que ya
no podía correr igual y que sacaba fuerzas mucho más desde lo anímico que desde
la generación de juego.
Y el fútbol es
un deporte tan imprevisible, tan maravilloso, que nos tenía preparadas dos
sorpresas para el final porque cuando parecía que al Flamengo no le alcanzaría,
llegó el empate del que menos tocó la pelota, Gabriel Barbosa, empujando la
pelota casi en la línea en el segundo palo y apenas un minuto después, ya en el
descuento, otra vez el mismo jugador (que fue el único que tocó la Copa al
ingresar al campo), aprovechó el acaso único error de Pinola para sacar un
remate potente que venció a Armani.
Un Flamengo que
no había sido en ningún momento merecedor de ganar la final, se la llevaba en
los últimos segundos. Así es el fútbol, dinámica de lo impensado, por más que
muchos insistan en querer tapar el cielo con un pañuelo.
El mismo River
que tantas veces ganó, volvía a repetir aquello de Lanús en la semifinal de
2017, cuando recibió cuatro goles en 20 minutos y llevaba tres de ventaja, o
para aquellos que peinan canas, aquello de la final de Santiago de Chile de
1966 ante Peñarol, cuando ganaba 2-0 y cayó 4-2.
Pero no todo se
reduce al azar. Una parte sí, pero el estado físico, el tener que jugar ante
una potencia casi europea con un presupuesto mucho mayor, con una tremenda
capacidad de gol, y el esfuerzo del primer tiempo, también influyeron en el
resultado.
River tuvo otra
Copa en sus manos y esta vez se le escapó en el final, como le ocurrió al
América de Cali en Chile ante Peñarol en 1987, o al Bayern Munich en la final
de la Champions League de 1999 en el Camp Nou ante el Manchester United. Así es
el fútbol de hermoso y de imprevisible para unos y otros. Y la vida sigue,
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