sábado, 23 de noviembre de 2019

River paga demasiado caro por no haber podido resistir




                                                      Desde Barcelona



Nos hubiera gustado presenciar in situ una final de Copa Libertadores como ésta, con tantos ricos elementos para el análisis entre los que fueron, sin dudas, los dos mejores equipos del torneo. La gran pregunta que nos formulamos en las horas previas era si prevalecería el que posee más variantes y mejor fútbol (Flamengo) o si a la hora de un partido decisivo, se impondría el de más experiencia y carácter demostrado (River).

Los argentinos, con el escudo de campeón en el pecho, y dos finales ganadas en el mismo ciclo (2015 y 2018), y con jugadores con muchos partidos de esta naturaleza, esta vez tendrían enfrente a un rival compuesto por una decena de jugadores que participaron anteriormente en clubes europeos y casi todo el plantel tiene algún antecedente en equipos del exterior.

El Flamengo, nos cuentan reputados colegas brasileños, se fue liberando de una enorme deuda desde 2013, y eso le permitió un enorme crecimiento como club, y mientras fue construyendo de a poco instalaciones para que los jugadores tuvieran todo tipo de ayudas en los entrenamientos y concentraciones, fue atrayendo figuras de peso y renombre, que a la larga le terminaron redituando y 2019 es el año de la cereza del postre: campeón estadual en el primer semestre (cuando aún su DT era Abel Braga, aunque su sistema de juego no satisfacía a la dirigencia rubro-negra), a punto caramelo para ser campeón del Brasileirao, con una enorme distancia de sus perseguidores, y ahora campeón de América por segunda vez tras aquella de 1981 con Zico, Junior, Nunes, Adilio y compañía.

Pero el resultado, para algún desprevenido que no pudo ver el partido, es engañoso. Porque aquella gran pregunta inicial se había respondido en apenas un cuarto de hora, cuando River se plantó en la marca, maniató a los brasileños, no los dejó jugar y por si fuera poco, les embocó un gol por Santos Borré ante el primer descuido defensivo.
Desde ese momento, River fue el que casi siempre es en esta clase de partidos, un equipo que crece en los momentos clave, con figuras descollantes como Javier Pinola atrás, y especialmente Exequiel Palacios y Enzo Pérez en el medio, aunque sin demasiado punch arriba.

En cambio, el Flamengo no era ni una sombra del equipo que sacó tanta diferencia en la Copa Libertadores o en el Brasileirao. No remató ni una sola vez al arco en el primer tiempo. No llegó nunca con chances hasta el arco de Franco Armani, ni se lo vio metido en el partido, chocando contra la intensidad de un River que transmitía lo de siempre en estos cinco años de un ciclo trascendente: que no se le podía escapar la final de ninguna manera.

En el segundo tiempo apareció un primer atisbo de ataque por el Flamengo, pero no demasiado, pero sí se pudo observar hacia los 15 minutos un hecho que luego sería crucial: River se estaba empezando a cansar. Sucede que para poder frenar al Flamengo, el nivel de exigencia física es muy alto por tratarse de jugadores rivales que provienen de torneos muy fuertes, y acostumbrados a entrenamientos al mejor nivel del mundo.

Y más allá del lógico cambio del chileno Paulo Díaz por el lesionado Milton Casco, por una vez Marcelo Gallardo no acertó en las variantes. Colocó a un Lucas Pratto completamente fuera de forma en el lugar de Borré, cuando bien pudo ser para Ignacio Scocco, y optó por el joven Julián Álvarez para volantear en lugar del exhausto Ignacio Fernández, cuando la entrada de Leonardo Ponzio, para cerrar el partido, era lo más lógico.

Y River se fue metiendo atrás, y por si fuera poco, el DT del Flamengo fue haciendo entrar a la cancha a jugadores ofensivos como Diego y Vitinho, y los brasileños, faltando 20 minutos, comenzaron a notar que River no aguantaba mucho más, que ya no podía correr igual y que sacaba fuerzas mucho más desde lo anímico que desde la generación de juego.

Y el fútbol es un deporte tan imprevisible, tan maravilloso, que nos tenía preparadas dos sorpresas para el final porque cuando parecía que al Flamengo no le alcanzaría, llegó el empate del que menos tocó la pelota, Gabriel Barbosa, empujando la pelota casi en la línea en el segundo palo y apenas un minuto después, ya en el descuento, otra vez el mismo jugador (que fue el único que tocó la Copa al ingresar al campo), aprovechó el acaso único error de Pinola para sacar un remate potente que venció a Armani.

Un Flamengo que no había sido en ningún momento merecedor de ganar la final, se la llevaba en los últimos segundos. Así es el fútbol, dinámica de lo impensado, por más que muchos insistan en querer tapar el cielo con un pañuelo.

El mismo River que tantas veces ganó, volvía a repetir aquello de Lanús en la semifinal de 2017, cuando recibió cuatro goles en 20 minutos y llevaba tres de ventaja, o para aquellos que peinan canas, aquello de la final de Santiago de Chile de 1966 ante Peñarol, cuando ganaba 2-0 y cayó 4-2.

Pero no todo se reduce al azar. Una parte sí, pero el estado físico, el tener que jugar ante una potencia casi europea con un presupuesto mucho mayor, con una tremenda capacidad de gol, y el esfuerzo del primer tiempo, también influyeron en el resultado.

River tuvo otra Copa en sus manos y esta vez se le escapó en el final, como le ocurrió al América de Cali en Chile ante Peñarol en 1987, o al Bayern Munich en la final de la Champions League de 1999 en el Camp Nou ante el Manchester United. Así es el fútbol de hermoso y de imprevisible para unos y otros. Y la vida sigue,

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