“Pero.....¿están seguros?”. Todos se miraron por primera y única vez ese mediodía en las instalaciones del estadio Santiago Bernabeu. Nadie se había cuestionado nada del fichaje de Thomas Gravesen, del Everton, que iba a ser el primero que el Real Madrid haría en el mercado invernal en los últimos siete años, desde que en 1998 lo había hecho otra gestión presidencial, la de Lorenzo Sanz, con el serbio Perica Ognejovic (que no resultaría nada rentable). Se intentaba un revulsivo para el equipo, con el mismo efecto conseguido un año antes por el Barcelona cuando trajo al “pitbul” holandés Edgar Davids. Y cuando ya tanto el director deportivo, Arrigo Sacchi, el entrenador brasileño Wanderlei Luxemburgo y el presidente Florentino Pérez habían conseguido ponerse de acuerdo en el fichaje, y habían cerrado todo luego de tantas vueltas de números, aparecía nada menos que Edson Arantes no Nascimento, Pelé, de visita por el club. Y se sorprendía cuando en la reunión previa, antes de pasar a la sala de conferencias, se enteraba de la nueva contratación y no dejaba de expresar su desconcierto. “¿Y ustedes creen que realmente tiene el nivel para un equipo como éste?”. Todos se miraron, pero nadie osó defender demasiado su posición. Sólo el italiano Arrigo Sacchi, principal valedor de Gravesen en el club blanco, inició una leve defensa del danés. “Bueno, estamos buscando un jugador que de alguna manera traiga la iniciativa de la marca porque tenemos muchos creativos pero no tanto sacrificio”. Como suele suceder con el ex astro brasileño y su diplomacia, éste calló y prefirió cambiar de tema, preguntando sobre lugares para comer en la capital española.
En el Real Madrid estaban todos convencidos, hasta ese momento, que el de Gravesen sería un “gran fichaje”. Sacchi estaba seguro de que el problema del Real Madrid consistía en que no ganaba títulos, pese a los cambios de entrenador desde la errónea salida de Vicente Del Bosque en el verano de 2003, porque sus jugadores no se implicaban en la marca. E inició un plan para convencer a sus dos interlocutores, especialmente el entrenador Luxemburgo, quien había comenzado con todo pero iba perdiendo batería, y el siempre desconfiado presidente y hombre de empresa, Florentino Pérez, quien para contratar a Gravesen empleó su táctica habitual: ofrecer al Everton 3 millones de euros cuando el club pedía el doble para un contrato de tres temporadas y media. Y cuando esto se encaminó, vinieron las duras negociaciones con el agente y ex futbolista John Sivebaeck, que se fortaleció tanto, que llegó a irse de la sede del club cuando el Real madrid no aceptaba estirarse con los 2,7 millones de euros que pretendía para su representado, y cuando los dirigentes no se movían de los 2 millones. Pero Sivebaeck recibió una llamada ablandada, volvió a sentarse en la mesa de negociaciones y Gravesen terminó ganando y cobrando lo que pretendía.
Lo que parece, así contado, una negociación normal., con tira y afloje de ambas partes aunque con una en posición de fuerza ante la otra (Gravesen sobre el Real Madrid), en realidad tuvo más aristas, porque también hubo nerviosos diálogos entre Sivebaeck y el propio Gravesen, quien debió ser frenado por el agente más de una vez, al insistirle en que “estás presionando demasiado al Everton y va a terminar mal”. Gravesen, por esos días de mini vacaciones, y como suele actuar en estos casos, había llegado a manifestar que o pasaba al Real Madrid “o “tiro el estadio (del Everton) abajo”. Esto ocurría cuando Gravesen se irritaba al conocer que su entrenador en el equipo de Liverpool, David Moyes, era quien se oponía a su venta, casi la única traba para que el fichaje se concretara. Pero con los acuerdos entre clubes y con el jugador, y tras pasar la revisión médica en la clínica La Zarzuela, Gravesen, a los 28 años, se convertía en el tercer jugador danés de la historia en ponerse la camiseta blanca, luego de Henning Jensen y Michael Laudrup. El Real Madrid lo presentaría en la misma conferencia de prensa en la que minutos antes había estado Pelé, paradójicamente, y a la que este cronista asistió.
Por esos tiempos, aparecía como un hombre simpático, fuerte, decidido (“inmediatamente me pondré a estudiar español para entender todo mejor”) y hasta un personaje que venía bien para ser la contracara de estrellas mediáticas como Zinedine Zidane, Ronaldo, o David Beckham,. Era claro que el inglés o bien Guti, deberían salir del equipo para que él pudiera jugar como volante defensivo, último paso antes de llegar a la defensa, si bien no era donde jugaba en el Everton. Con el tiempo, Gravesen lo reconocería casi entre risas.”Estoy contento de que se hayan equivocado al ficharme, porque en verdad debieron hacerlo con Lee Carsley, quien jugaba en el Everton detrás de mí, en la posición que el Madrid necesitaba. Por eso hasta que no firmé contrato, no me lo creí, y me pone feliz por el error que cometieron”. Esto no hace más que darle la razón a los que se referían a Sacchi hablando de “secretaría técnica”, entre comillas, con ironía hacia el italiano, que acabó renunciando poco tiempo después, al igual que Luxemburgo.
Por esos días, Gravesen era uno de los hombres más simpáticos y hasta parecía un militante de la causa con sus declaraciones: “He venido a un vestuario en el que no soy el hombre que dirige las charlas. Sería estúpido llegar aquí haciendo ruido y avasallando”. Nadie podía estar más contento, incluso se tomaban todos a bien algunas extrañas salidas suyas para lo que era naturalmente el ambiente del plantel, como cuando en su debut ante el Zaragoza, por la liga, el 16 de enero de 2005, en un momento, codeó al lateral Raúl Bravo y con un gesto le preguntó qué era lo que estaban cantando en la grada los ultras., Estos entonaban en el clásico minuto 7 de cada partido el “Illa, illa, illa, Juanito maravilla”, en homenaje al delantero de los años ochenta fallecido en un accidente. Era la forma en que Gravesen buscaba empaparse lo más rápido posible del sentimiento madridista, algo que cayó de la mejor forma en el club y la afición. También pronto se enteró de que en el banco de suplentes, hay que taparse la boca con la mano para hablar con los compañeros, para que las cámaras de televisión no puedan enfocar sus labios y transmitir lo que está diciendo. Gravesen se lo tomaba todo en serio, tanto, que Luxemburgo llegó a decir que “entre tanto violinista, necesitábamos un duro” o el propio Florentino Pérez dijo que es “el jugador que nos faltaba”. Incluso Morten Olsen., el entrenador de la selección danesa, llegó a elogiarlo publicamente en algunas actuaciones cuando Gravesen comenzó a flaquear y a no ser ya titular indiscutido, cuando ya sus pases no eran tan precisos, y el Bernabeu descubió que no se trataba precisamente de un talento, y que tampoco era tan defensivo como se esperaba. Pero Gravesen siguió dando pelea. “Ha salido del anonimato y ha dado pruebas suficientes de que el club lo ha fichado bien, asumiendo con naturalidad el papel de director del juego del equipo, con disciplina defensiva y distribuyendo el balón con rapidez”, sostuvo Olsen en una oportunidad.
Esa primavera de 2005 duró bastante poco y ya para mitad de año, la sensación era otra. Para los referentes del plantel del Real Madrid, con años de vestuario, la idea era que no habían tenido un compañero tan raro, tan extraño de carácter, desde los tiempos del francés Nicolás Anelka, pero con dos agravantes: en aquel tiempo, y por más solitario que era el delantero galo, se ganaba seguido, y el propio Anelka definió partidos importantes en Champions League, cosa que no ocurría con Gravesen. A esa altura, ya estaba en camino a quedar solo y con diálogo unicamente con jugadores de menor importancia. Si con Anelka, dos rererentes llegaron a decir “y pensar que a ese lo hicimos campeón de Europa”, con Gravesen se llegaron a plantear “si no es un marciano” o “qué está haciendo aquí” porque ya sus encierros fuera de los entrenamientos y las concentraciones, se habían convertido en un acertijo, y sus gritos de ogro en las prácticas, dando órdenes a sus compañeros, que al principio causaban gracia y hasta ilusión, se fueron tornando en una insoportable expresión de un carácter insufrible y cercano a lo militar. Esa sensaciòn se fue transformando en bronca al ver que no tenía el menor interés por compartir nada con el plantel fuera de las actividades formales y que en el momento de estar juntos, sus gritos iban convirtiéndose en órdenes en el momento en que le fue tomando la medida a las cosas y fue conociendo más al club. Pero la llegada del brasileño Robinho en el verano de 2005, procedente del Santos, iba a ser un antes y un después para Gravesen. Ya su propia llegada generó que hiciera extrañas declaraciones a los medios, con los que solía dialogar muy poco. “Robinho tiene que demostrar por qué se le fichó y juega en el Real Madrid, porque somos profesionales de mucha trayectoria y hemos formado un bloque sñolido y con mucho espíritu”, indicaba misteriosamente, como si supiera que el brasileño venía a engordar las filas de los que “trabajaban poco” en contra de los que, como él, “transpiraban la camiseta”. Era claro que en los partidos, Gravesen se hinchaba las venas del cuello a gritos pelados para que los atacantes bajaran a ayudarlo en la marca (que tampoco él sentía tanto) y éstos lo miraban con desdén, al no tener la voluntad de hacerlo ni sentirse afectivamente cerca de quien les inmpartía estas extrañas órdenes. Hasta que lentamente, para fines de año y luego de que estallara otra crisis por perder todos los títulos, el vestuario lo terminó de alejar y el nuevo y joven entrenador, ex jugador del Real Madrid, López Caro. Este no estaba en condiciones de manejar semejante plantel y se encomendaba a Dios rezando y haciendo orar a sus jugadores que lo miraban atónitos. Pensó que acaso apelando nuevamente a Gravesen, solucionaría algunos problemas disciplinarios dentro del campo de juego, en un equipo que ya estaba partido. Gravesen contaba por esos últimos días de 2005 con la suerte de que su contrincante en el puesto, el uruguayo Pablo García, era permanente baja por lesión o porque tanto él como su compatriota Diogo, no cuajaban en el equipo por “indisciplina táctica”. Duró poco también, y ya en plena crisis institucional, con la renuncia de Florentino Pérez, comenzó a buscársele una salida. Ya sus primeros tiempos de simpatía eran un mero recuerdo, y hasta se olvidó aquello de la “Gravesinha”, como se le llamó a aquella jugada ante el Sevilla (4-2 por la jornada 19 de liga) cuando amagó colocar su rodilla izquierda en tierra para recuperar un balón cedido por Zidane, y a gran velocidad volvió a ponerse de pie y llevarse sin problemas el balón. Ya no le festejaban nada y las chances de irse aumentaron sustancialmente, pero su punto final llegó cuando asumió el italiano Fabio capello como entrenador en el verano de 2006, ya con la nueva junta directiva de Ramón Calderón. Casualmente en el primer entrenamiento que llegaba a ver en la pretemporada en Irdning, Austria, el nuevo director deportivo, Pedja Mijatovic, Gravesen le entraba fuerte a Robinho, éste le respondió, y se trompearon de tal modo que Capello los expulsó mandándolos a los vestuarios, escena que fue vista en todo el mundo. Para Gravesen ese fue el punto final. No contó más con un entrenador que no soportaba que otro gritara en los entrenamientos y se lo hizo saber, llamándolo a un aparte, entre las miradas risueñas y satisfactorias de sus compañeros, que lo sintieron como una venganza. “Acá el único que grita soy yo, y si no está de acuerdo, se puede ir ya mismo a las duchas”. “Recuerdo que agachaba la cabeza en silencio, como los niños cuando son reprendidos por haber hecho algo malo”, cuenta hoy un referente de aquel plantel. “Eran unos mierdas que no se sacrificaban por el equipo y se creían todos superestrellas”, dijo Gravesen, sin dejar nada en el tintero. “Capello era un arrogante y egoísta, que ni siquiera sabía mi nombre”, dijo Gravesen una vez que emigró al Celtic de Glasgow. Había pasado a ser Shrek, el ogro, cuando llegó siendo Superman
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