Los veteranos hinchas de River Plate conocen bien la cara del sufrimiento. Tal como ocurriera en Brasil con otro club de gran tradición, el Corinthians de San Pablo, que tardó 21 años en volver a ganar un torneo en 1977, el equipo argentino estuvo peregrinando 18 años en conseguirlo (1957 a 1975), pero además, en muchísimos casos, quedando siempre segundo y a un paso en los distintos torneos en los que casi siempre, con alguna excepción, fue protagonista.
Por eso, esta década en la que su máximo rival, Boca Juniors, llegó a la cima del mundo, con tres Copas Libertadores, dos Intercontinentales y varios campeonatos locales (estuvo a un punto de ser tricampeón consecutivo en 2006), generó una imperiosa necesidad de volver a los primeros planos, pero sus dirigentes no encontraban el camino y ni siquiera sus equipos se parecieron a aquellos de los otros tiempos de sequía. Acaso por primera vez en su historia, River ni siquiera peleaba los torneos, y se convirtió en un equipo apático, capaz de perder contra cualquiera y en cualquier estadio. De hecho, en el Torneo Apertura pasado, fue derrotado nueve veces en diecinueve partidos, algo inédito en su rica historia.
Fue entonces que en medio de una gran crisis deportiva e institucional (con enfrentamientos de grupos ultras en su interior, con el resultado de muertos, heridos y sanciones por violencia, y con la transferencia por sumas extrañamente bajas de sus principales estrellas como Belluschi, Luis González, Marco Ruben y tantos otros), los dirigentes tomaron la decisión de contratar como entrenador a Diego Simeone, campeón del Apertura 2006 con Estudiantes de La Plata en sus primeras experiencias en el cargo.
Sumado a eso, obligado como está el club en transferir a sus principales figuras por una sorprendente deuda (se supone que si en la Argentina el dólar o el euro son monedas fuertes, con la venta de sus jugadores la entidad debería estar en un momento brillante), estuvieron a punto de emigrar su arquero Juan Pablo Carrizo y su principal delantero, el colombiano Radamel Falcao García, el primero al Lazio italiano, y el segundo al Fluminense de Brasil, pero en ambos casos, las operaciones se fustraron.
En el caso de Falcao, de manera definitiva, y en el caso de Carrizo, simplemente por no haber podido obtener el pasaporte italiano que le permitiera no ocupar plaza de extranjero en la sociedad romana, por lo cual se combino con River que regresaría hasta junio a la entidad argentina, para incorporarse al Lazio cuando finalice la actual temporada.
Y como suele suceder en algunas oportunidades, el hecho de que se hayan quedado Falcal, y especialmente Carrizo, terminó siendo fundamental para el actual andar del equipo en el Torneo Clausura, que lo encuentra puntero y con tan sólo dos goles en contra hasta la décima fecha, y los dos goles fueron recibidos en el mismo partido, ante San Martín de San Juan (3-2), es decir que River no recibió goles en nueve de los diez partidos del campeonato.
Podría decirse que no recibir goles en nueve de los diez partidos es mérito de un gran trabajo defensivo, pero no sería del todo real. En verdad, la defensa de River no es mejor que las demás (tampoco peor), pero lo que hace que el equipo se destaque es la excepcional aportación de un gran arquero como es Carrizo, quien paradójicamente lleva el mismo apellido que uno de los dos más ilustres arqueros que el club tuvo en su historia: Amadeo Raúl Carrizo, que comenzó atajando en los años cuarenta y se retiró en 1968, año en el que batió el record de minutos sin recibir goles en la historia del fútbol argentino (luego vuelto a batir, con el paso del tiempo).
Juan Pablo Carrizo, 22 años, surgido de las divisiones inferiores de River, llegó a la titularidad casi de manera natural, cuando Daniel Passarella era el entrenador y decidió sacar de su lugar a Germán Lux, actualmente en el Mallorca español y campeón olímpico en Atenas 2004 con la selección argentina.
No necesitó mucho Carrizo para afirmarse en la titularidad porque reúne extrañas condiciones para un futbolista: una notable serenidad (tanto en los campos de juego como fuera de ellos), y una velocidad que sin embargo no le obstruye la chance de tener los ojos bien abiertos para distinguir la acción y resolverla. Podría decirse que el modo de moverse de Carrizo se parece al de Roger Federer en el tenis: sus movimientos son tan plásticos que pareciera que se moviera en cámara lenta.
Un ejemplo es un penal en su contra: Carrizo suele arrojarse con todo el cuerpo hacia una punta pero coloca las piernas hacia la otra, como una manera de abarcar todo lo posible, y casi siempre va hacia donde va el balón. Si el “otro” Carrizo era un gran jugador con la pelota, al punto de gambetear defensores o convertirse en un último zaguero de su equipo (a partir de allí comenzaron a aparecer los arqueros-jugadores), éste Carrizo comenzó a agregar cosas de su antepasado, a quien seguramente habrá visto en videos o DVD, o habrá tenido la suerte de dialogar con él.
River le debe mucho a Carrizo, desde su liderazgo en el Clausura, luego de ocho campeonatos sin lograr un título y cuando el torneo está en su mitad, como también buena parte de su reciente clasificación para los octavos de final de la Copa Libertadores, un torneo que se le resiste y que sólo ganó dos veces en su historia (1986 y 1996), habiendo participado en la mayoría de sus 49 ediciones.
Tampoco se puede dejar de lado el muy buen trabajo táctico de Simeone, ni la inyección de confianza a todo el plantel, o la aparición de una joven figura como Buonanotte, o la muy buena contratación del goleador uruguayo Sebastián Abreu, pero River crece desde el arco, y del respaldo que da tener un arquero de la categoría indiscutible de Carrizo, quien ya comienza a ser convocado asiduamente a la selección argentina.
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