En las tribunas breves, de tablón recio, casi no quedaba nadie – salvo alguno
que otro con ganas de seguir insultando; vamos, los de siempre: Ribeiro,
Lucachinni y Brodsky.
Al partido le quedaban tres minutos y un manojo inútil de segundos, y el
local, la Asociación Deportiva Franquiciadores, perdía 13 a 0 cuando el árbitro
lo dio por concluido.
El técnico de Franquiciadores salió disparado del banquillo – una tabla
sobre dos amontonamientos más o menos firmes y prolijos de ladrillos – y se
encaró con el árbitro. “Quedan tres minutos, ¿qué mierda se cree que hace?” Los
jugadores de ambos equipos, el árbitro, los jueces de línea, y los tres
insultadores persistentes lo miraron con asombro. “Tres minutos. Toda una vida,
querido”, seguía Fibonacci, el entrenador de Franquiciadores, que ya le daba la
espalda al árbitro y mandaba a calentar a dos delanteros. “Todavía hay tiempo
para la remontada, carajo”.
Esa energía, que tenía mucho – o, más bien, todo - de las epopeyas griegas
que leía y releía con la obsesión de un creyente que está convencido del eterno
retorno de las circunstancias y de su preponderante papel en tales repeticiones;
esa energía desaforada, fue contagiando a los suyos: los once que estaban en la
cancha instaban al árbitro a concluir el tiempo reglamentario, y desde el
banquillo, el aguatero gritaba que había que añadir dos o tres minutos más por
pérdida de tiempo y porque es lo que se hace en la ciudad, qué tanto; los dos
suplentes ya realizaban esas trotecillos de precalentamiento que quedan tan
deslucidos, allí, en ese limbo al costado de las carreras de tranco serio,
amplio, que acontecen en el terreno de juego.
El árbitro miró a los jueces de línea y al capitán del equipo visitante
(Veloces de Sanjurjo) en un mismo movimiento de barrido de cuello – se lo
conocía por su tacañería, y el gasto de energía corporal no escapaba al
ejercicio de su ahorro.
Todos respondieron con los hombros (elevándolos levemente). “Pues nada, se
juegan los tres minutos… y medio, digamos, que restan, y añado otros dos –
mirando a ambos capitanes, que asintieron, circunspectos”. Se realizaron los
cambios y se reinició el partido con un balón a tierra.
Veloces se apoderó del balón, y los jugadores comenzaron a tocarlo,
alargando la cancha como quien pretende que el tiempo se agote más rápido a
fuerza de tanto traslado del balón. No se habían dicho nada, pero habían
decidido, como se deciden ciertas benevolencias, ciertos honores en el campo de
juego, que el partido estaba bien con el resultado que ya tenía, que no era
necesario sumarle más bulto a lo abultado.
Los jugadores de Franquiciadores parecían haber renovado energías. Mas, las
habilidades, eran las que eran; escasas. Corrían detrás del balón, frenéticos, convencidos
de que en cuanto tomaran posesión del mismo, la remontada sería una
consecuencia lógica que sucedería casi por sí misma.
Pensaban, puede inferirse sin temor a pifiarle por mucho, que un gol suyo
valdría por los trece del rival. Son las cosas que tiene el fervor, que nubla
la razón de manera absoluta para imponer su falsificación. Fue en uno de esos
ímpetus defensivos que el cinco de Franquiciadores metió ruda la pierna y logró
morder el balón y echarlo hacia atrás, en lo que pretendía ser un pase para sus
defensores; pero lo hizo con tanto
ahínco, que el balón se elevó, franqueado los esfuerzos patéticos de los tres
del fondo y del propio portero, que vieron cómo ingresaba en propia portería.
Los tres o que aún estaban en la tribuna, y que habían trocado la injuria por
un silencio que, concluyeron, era la mejor forma de aliento que podían
practicar – tan acostumbrados como estaban
al denuesto -, no supieron cómo reaccionar ante aquella situación:
ningún agravio de su acervo terminológico parecía a la altura.
Nadie supo cómo reaccionar. El árbitro miraba a todas partes – incurriendo
en un inusitado derroche de energía por la exigencia a la musculatura de su cuello
y espalda – como buscando consensos para una nueva reglamentación. Finalmente,
y más que nada por inercia profesional, pitó el gol y marcó el centro de la
cancha.
El pitido reintrodujo a todos en la
realidad que se había detenido o bifurcado aberrantemente o vaya a saber qué –
luego dirían que el viento de aquella meseta inclemente, que las bajas
presiones y que algún licorcito bebido antes del partido -, y sirvió también
como indeclinable promulgación del final del encuentro.
Aquella tarde fue la última vez que vieron por allí a Fibonacci. Unos dicen
que iba derrotado. Otros, que se marchaba con la convicción de que la épica
estaría en otro lado, esperándolo.
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