Mejor no hablar de ciertas cosas, como reza una
reconocía melodía del rock argentino. Mejor no referirnos a merecimientos sobre
si la selección argentina debe o no ir al Mundial de Rusia 2018 porque si es
por el ciclo completo de la actual clasificación sudamericana, con tres
directores técnicos distintos, apenas 16 goles en 16 partidos (teniendo a los
mejores goleadores del planeta), y habiendo perdido como local ante Paraguay y
Ecuador, y empatado ante una Venezuela ya eliminada, no existen los atenuantes.
Sin embargo, siempre el fútbol argentino puede sacar
de la manga algo distinto, ya sea por la excelsa calidad de sus jugadores o el
factor “estadio” con el repentino cambio de timón (a esta altura, un clásico
nacional en toda regla, no sólo en fútbol) para trasladar todo desde el
Monumental a la Bombonera y apelar a la presión popular y por la especial
estructura del mítico escenario, para que jueguen a favor en la carta final,
cuando ya no queda otra.
Por si faltaran problemas, el extravagante
entrenador Jorge Sampaoli no parece ser el indicado para un momento como éste
tras la salida de Gerardo Martino primero y Edgardo Bauza después porque su
constante cambio de parecer, su hiperkinesia y su ansiedad contagian
incertidumbre, y además, tampoco lo ayudó esta AFA a la que no se le cae una
idea ni aunque sea de casualidad y nunca sopesó el tener antes a ciertos
jugadores clave (como sí hizo el rival, Perú) para sumar entrenamientos con el
plantel.
Entonces, un Sampaoli cambiante cual pluma al viento
tuvo apenas dos días de entrenamiento real (más allá de los dobles turnos)
mientras que su compatriota Ricardo Gareca ya lleva diez y llega a Buenos Aires
con mucha tranquilidad, con un sólido trabajo de mucho tiempo que incluyó un
tercer puesto en la Copa América de Chile, un cambio importante de esquema al
dejar de lado a una generación de estrellas pero con cierta conflictividad
(Claudio Pizarro, Juan Vargas entre otros) y hasta un psicólogo aplicado al
deporte de la mejor escuela argentina como Marcelo Márquez, que trabajó
perfectamente en la elevación de la autoestima de algunos jugadores como André
Carrillo.
En cambio, la selección argentina es tierra de
nadie. Sin un psicólogo reconocido, sin que los jugadores hablen con la prensa
desde noviembre pasado, enojados por una versión sobre Ezequiel Lavezzi (quien
ya no integra el plantel) y distantes con la gente a la que no saludan ni en
los lobbies de los hoteles ni desde las ventanillas de los autobuses, ahora se
sumó la insólita desafectación de Sergio Agüero por un accidente de su taxi en
Amsterdam saliendo de un recital de Maruma y cuando se encaminaba a volver a
Manchester para incorporarse al City.
El partido de esta noche a las 20,30 es fundamental
porque como está dado el calendario, un empate deja a la selección argentina
con un pie fuera del Mundial. Porque Perú le lleva diez goles a favor y
quedaría una fecha, en la que los rivales de hoy recibirán a una Colombia casi
seguramente ya clasificada al Mundial, mientras que si Chile vence como local a
Ecuador, en un resultado más que esperable, también quedaría por encima de
Argentina aunque debe visitar a Brasil.
Por eso, no sirve ni el empate y habrá que ver el
rol que juega una Bombonera repleta con 45 mil espectadores, seguramente con
barra brava de Boca incluida. Todo indica que será un gran aliciente al
principio, pero habrá que ver qué ocurre desde los treinta y pico si el gol no
llega.
Lo táctico podría interesar pero ya no hay tiempo.
Sampaoli echa mano de lo que cree mejor y ya pasa por el temperamento de cada
uno, de la genialidad de Lionel Messi en un partido para ponerse al equipo al
hombro, o si en el caso de jugar (nunca se sabe) , Darío Benedetto se
transforma en el nuevo Gabriel Batistuta y se potencia como goleador.
La selección peruana ya fue testigo y rival en
varias oportunidades de sufrimiento anteriores, como la referida de 1969, la
única vez que la selección argentina no se clasificó a un Mundial, pero también
en dos definiciones angustiosas, las de 1985 (con Gareca como protagonista pero
del otro lado del mostrador) y 2009 (con aquel gol cinematográfico bajo la
lluvia y con un pie en offside, de Martín Palermo).
Es la ocasión para que varios jugadores argentinos
se reivindiquen y por una vez se despojen de tantas mochilas de frustraciones
por finales perdidas que ya hoy quisiera tener el equipo argentino, mucho más
lejos de aquello y más cerca del desastre.
Habrá que encomendarse al Dios de la Pelota, si es
que existe y es argentino, como solemos creer.
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