De a poco, Lionel Messi se va dando cuenta de que
por más que desde los trece años vive en Barcelona y juega en un equipo que es
casi un oasis en el planeta fútbol, jugar por la selección argentina, y hacerlo
por tantos años, implica someterse a un mayúsculo debate y a una presión
imposible para una sociedad que sublima con la pelota una enorme cantidad de
carencias, y acostumbrada a llevar todo a los extremos.
Ni siquiera tener cuatro Balones de Oro e ir camino
inexorable al quinto (nadie salvo él, en toda la historia, ganó más de tres), o
haber ganado cuatro Champions Leagues o haber batido casi todos los récords
individuales y colectivos con el Barcelona alcanzan para salvarse de una
crítica feroz o de quedar preso de sistemas conservadores que atentan contra su
propio juego.
Pero Messi agacha la cabeza y hace lo que
humanamente puede desde lo deportivo y no pregunta cómo es que pese a no haber
ganado títulos en los últimos años, con su generación, la selección argentina
haya alcanzado precisamente ayer el primer lugar en el ranking mundial de la
FIFA, por encima incluso de Alemania, la campeona en Brasil 2014.
¿Cómo habrá ocurrido ese milagro? ¿Qué jugador habrá
sido el más influyente para ese logro? ¿Cómo es que Messi se encuentra segundo
en la tabla histórica de goleadores de la selección argentina sólo por detrás
de Gabriel Batistuta si supuestamente no siente los colores celeste y blanco?
Cristina Cubero, la periodista del diario “Mundo
Deportivo” de Barcelona, nos comentaba hace un tiempo que en más de treinta
años de profesión, cubriendo al Barcelona y al Espanyol, “nunca me tocó conocer
a un jugador más argentino que Leo, que come argentino, habla con acento
argentino, mira por internet la TV argentina y parece como si viviera en
Rosario, aún estando en Cataluña”.
Pero nada vale. Todo se centra en lo que Messi haga
o deje de hacer porque a su vez la esperanza está en Messi, y por eso un
director técnico como César Luis Menotti ya haya alertado con que la selección
argentina “hasta se puede quedar afuera del próximo Mundial si Messi decide no
seguir”.
Pero la sociedad argentina es extremista y Messi
debe ganar todo y le pondrán como ejemplo a Diego Maradona sin recordar, claro,
con esa frágil memoria que caracteriza a la sociedad futbolera, que hasta el
diez campeón mundial en México 1986 tuvo sus vaivenes y que más de una vez no
quiso formar parte del equipo nacional.
Messi no tiene la culpa de que desde los octavos de
final del pasado Mundial se haya decidido jugar con un planteo defensivo y con
escasa ayuda hacia él desde la creación o el ataque, o que ahora el entrenador
Gerardo Martino haya dicho que “se logró bloquear a Chile” como si eso fuera un
mérito con los jugadores con los que contaba.
Messi no puede hacerse cargo de eso, como tampoco
puede ser que nadie lo pueda criticar, que es el otro extremo que también juega
en la sociedad argentina. Un poco de rebelión ante una situación negativa, el
no bajar los brazos cuando pierde la pelota, tampoco vendrían mal en un deporte
que es colectivo, que no es individual, por más genio que sea.
En ese tironeo de los dos extremos, se encuentra
desde hace ya años un Messi que se va desgastando de tanta “argentinidad al
palo”, hasta que un día, harto ya de estar harto, nos diga “adiós”.
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