Un reconocido
periodista español admitió cerca del pasado fin de semana, luego de observar
por televisión desde Madrid cómo 55 mil personas llenaban la mítica “Bombonera”
de Boca Juniors, en Buenos Aires, tan sólo para observar un entrenamiento del
equipo, que se preparaba para la gran final de la Copa Libertadores de América
de dos días más tarde, y cuando otras veinte mil se quedaron sin poder
ingresar, que eso era algo insuperable, y que ni siquiera un Barcelona-Real
Madrid podía acercarse.
Para la
Conmebol, la Confederación Sudamericana de Fútbol, que dos acérrimos
adversarios de la misma ciudad, Buenos Aires, como Boca Juniors y River Plate,
llegaran a una final para dirimir quién será el campeón continental, era un
sueño que llevaba mucho tiempo y que desde la primera edición, en 1960, nunca
había podido ocurrir, primero porque la Copa Libertadores sólo era jugada por
los campeones de cada país, y luego, porque el reglamento no permitía una final
entre dos clubes compatriotas.
Recién en los
últimos años esto cambió y justo en la última edición con dos finales, una en
cada estadio (desde 2019 se jugará un partido único, cuya primera sede será la
de Santiago de Chile), dos de los equipos más fuertes del mundo, y de una
tremenda rivalidad, pudieron encontrarse, con todo el condimento que esto
agrega a la hora del enfrentamiento más importante de su muy rica historia
(Boca es el club argentino con más títulos, y seis de ellos son de esta Copa,
mientras que River lleva tres trofeos de esta clase).
Entonces, el
mundo del fútbol se preparó para una fiesta. Era el partido perfecto. La
ocasión incomparable para viajar a Buenos Aires a observar lo que tantos medios
de todo el planeta pregonaban. Revistas especializadas de los países con mayor
tradición en Europa recomendaban asistir a un clásico argentino como una de las
cosas imperdibles que un ser humano debe hacer antes de morir.
Esto se vio
reforzado por un muy buen partido en la ida, en la Bombonera de Boca, cuando
empataron 2-2 con un ritmo trepidante, sólo ante hinchas locales porque en la
Argentina no se permite el acceso de los visitantes debido a la creciente ola
de violencia en los estadios (las estadísticas marcan 328 muertos en la
historia y 40 de ellos, desde 2014, cuando ya regía la prohibición de hinchas
visitantes).
Como el
reglamento de la Copa Libertadores indica que en las dos finales no cuenta como
doble el gol fuera de casa, finalmente el empate 2-2 en la ida se anuló y el
del regreso, en el Monumental de River Plate, acababa siendo, en verdad, una
final a partido único, aunque sólo con hinchas locales.
Fue entonces que
la expectativa se multiplicó. El sábado 24 de noviembre, se definiría la Copa
Libertadores en una final de una notable paridad y con cerca de mil periodistas
acreditados de todo el mundo, y por si fuera poco, ante la presencia del
presidente de la FIFA, Gianni Infantino.
Pocos lo
dudaban. Este partido, era lo mejor que le podía pasar al fútbol argentino luego
de que otra vez, en el Mundial de Rusia, su selección nacional desilusionara al
quedar eliminada ante Francia en los octavos de final, y nuevamente
decepcionaba al planeta que Lionel Messi, un jugador extraordinario que marcó
una época, perdiera otra chance de coronarse.
También era una
muy buena chance para la Conmebol de tratar de mejorar una pésima imagen luego
de permitir que durante toda esta Copa hubiera toda clase de confusiones con
jugadores que estaban mal incluidos por varios equipos, y que permitieron
reclamos de los clubes adversarios que la entidad sudamericana tardaba horas o
días en resolver. O de sustentar el muy mal uso del VAR en determinadas
ocasiones, con resoluciones desastrosas en muchos partidos decisivos.
River-Boca era,
entonces, el partido perfecto, y la prensa mundial se estaba convenciendo
(española incluída) de que no había ninguna comparación posible, por rivalidad,
pasión e historia, ni siquiera con un Real Madrid-Barcelona.
Sin embargo,
todo se comenzó a hundir un par de horas antes del partido, cuando el autobús
de los jugadores de Boca fue atacado a piedrazos por decenas de hinchas de
River, que se encontraron con que había demasiadas facilidades para llegar
hasta el rodado, sin apenas protección policial.
Dos de los
jugadores de Boca, entre ellos su capitán y pieza clave del equipo, Pablo
Pérez, aparecieron con lesiones en sus ojos, mientras otros llegaron al estadio
vomitando, pero la Conmebol, en otro absoluto desatino, insistió en que el
partido se jugara de todos modos, y con todo el público ya instalado dentro del
estadio durante horas. Ante la negativa de Boca, que llevó a Pérez a un
hospital cercano para ser evaluado –se comprobó que uno de s ojos tiene la
visión disminuida en un 40 por ciento por haberle ingresado esquirlas de
vidrios de la ventanilla del bus-, Conmebol decidió posponer dos veces la hora
del inicio, hasta que finalmente River se congració con Boca, y a cambio de que
su rival aceptara jugar al día siguiente sin que el estadio fuese suspendido, y
ante el mismo público, logró posponer todo para el domingo a la misma hora.
Finalmente,
tampoco se jugó el domingo. Boca insistió en que si tiene varios jugadores que
no están en condiciones de jugar, no puede presentarse así a una final, y la
Conmebol terminó aceptando esto y citando a los presidentes de ambos clubes a
una reunión en su sede de Paraguay para determinar una nueva fecha, aunque Boca
considera reclamar la descalificación de su rival.
Esta final entre
Boca y River, que pudo colocar su partido como el mejor del planeta, que pudo
ayudar a una difusión mucho mayor que la actual, terminó en cambio mostrando al
mundo la peor imagen posible, la de un fútbol que no sabe sostenerse, que
vulnera permanentemente el reglamento, y que le da un protagonismo inusual a
los violentos, ayudados por la impericia de las autoridades locales en materias
de seguridad, y por los dirigentes de los clubes, que sólo tratan de sacar
algún interés para los suyos.
Los medios
españoles pueden respirar aliviados. Real Madrid-Barcelona podrá ser un Clásico
más ligado a la actualidad o a las estrellas que albergan, y no tendrá la
historia del “Superclásico” argentino, pero sí que suele ser una fiesta y, al
menos, el partido se juega, no se suspende, ni se deja al público por muchas horas
en las tribunas sin saber qué sucede.
El fútbol
argentino perdió una oportunidad histórica, gane quien gane la Copa
Libertadores. El crédito, ahora, es mucho menor que antes. Y por
responsabilidad propia.
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