Era la gran
ocasión. Nunca, en 59 ediciones, la Copa Libertadores de América había tenido
la posibilidad de reunir a los dos equipos más grandes de la Argentina, Boca
Juniors y River Plate, en una final para decidir el campeón y justo ocurrió en
la última chance a doble partido, porque desde 2019 será con sede única y
neutral.
Era la gran
oportunidad, con los dos más grandes del país, de mostrar al mundo del fútbol
una fiesta, justo con el partido que en todo el mundo coinciden en que se trata
del mejor para asistir, el que resulta imperdible y que incluso algunos medios
del Primer Mundo venden como “algo que hay que ver antes de morir” y que gana
cualquier encuesta como espectáculo deseado.
Pero una vez
más, ganaron los violentos, los que decidieron arrojar piedras a la llegada del
autobús que trasladaba a los jugadores de Boca al Monumental, hasta la propia
puerta del estadio, generando lesiones oculares en el capitán xeneize, Pablo
Pérez, en el chico Gonzalo Lamardo, y vómitos en varios componentes del
plantel.
Las
responsabilidades todavía se están determinando. Algunos la atribuyen a una
interna de la barra brava de River, enojada por no tener permiso para ingresar
al Monumental, o porque se le secuestraron mucho dinero y entradas
(¿verdaderas?) en un departamento. Y que
entonces habría hecho causa común con un sector policial para despejar la zona
de la llegada del micro de los jugadores de Boca para entorpecer el partido y
perjudicar a sus dirigentes. Todo puede
ser en un fútbol en el que desde hace rato, las minorías interesadas como parte
del negocio le vienen ganando por goleada a la mayoría silenciosa que sólo
quiere ver un partido.
Lo cierto es que
muchos periodistas acreditados, que llegaron desde distintos países y que aman
a la Argentina, su gente, su cultura, dispuestos a presenciar una final
histórica, se fueron antes de tiempo, sin ver la definición, hastiados,
enojados y decepcionados, y en muchos casos, sin querer saber más nada del tema
y convencidos de que quienes les aconsejaban no motivarse porque se
encontrarían con un desastre, tenían razón.
El fútbol
argentino, al cabo, tuvo la ocasión, por una vez, de convertirse en un fenómeno
planetario, al punto de que hasta en España muchos acabaron aceptando, luego
del increíble entrenamiento de Boca a puertas abiertas del jueves en la
Bombonera con un lleno total y veinte mil personas afuera, sin poder ingresar,
que el Real Madrid-Barcelona, clásico global de este tiempo, era muy poco al
lado de este enfrentamiento entre los clubes argentinos.
Pero no sólo
eso: con estas postergaciones (que pueden convertirse en suspensión si mañana a
la mañana en Luque, en la sede de la Conmebol, se determina, tras la reunión de
los presidentes de los clubes argentinos y del de la entidad sudamericana, que
la final no sigue por descalificación de River, cosa poco probable), el fútbol
nacional ayudó a fortificar ante el Primer Mundo la idea de “sudacas”,
incapaces de organizar nada, y tironean por cada uno de los detalles para su
propio lado, dando una imagen de falta absoluta de civilidad.
Hay varias capas
de responsabilidad en lo ocurrido. La que surge nítidamente es la de River, por
ser el club organizador del partido, y porque alrededor de su estadio es que se
produjo la agresión a los jugadores de Boca, y porque ningún jugador de su
plantel (no así su director técnico, Marcelo Gallardo ni su presidente, Rodolfo
D’Onofrio) se acercó siquiera a sus rivales ocasionales para preocuparse por su
estado de salud.
Luego, aunque
con mayor fuerza y ya sin sorprender a nadie, aparece una insólita Conmebol.
Una entidad sospechada, desde que el paraguayo Alejandro Domínguez asumió el
cargo, que tarda horas y horas para cualquier decisión, que aparece demasiado
interesada en recaudar multas, y que no supo informar bien a los clubes
participantes por jugadores mal incluidos, que dio lugar a interminables
debates de escritorio con reclamaciones, quejas y apelaciones.
Pero también,
una entidad que toma misteriosas decisiones, como querer hacer jugar un partido
que a todas luces no podía desarrollarse por la lesión de los jugadores de Boca
y el estado anímico de algunos de ellos, y que mientras se seguía pateando la
pelota para adelante, la gente esperaba horas en las tribunas del Monumental
para saber qué hacer.
Al cabo, la
Conmebol permitía un partido que ni River podía aceptar, pero su sagaz
presidente, Rodolfo D’Onofrio, entendió lo ocurrido y decidió entonces ceder la
posibilidad de una postergación por un día para hacerle firmar a su par
boquense, Daniel Angelici, que se juegue en la misma sede y con el mismo
público. Esto sólo pudo ocurrir por el disparate mayúsculo de la Conmebol de
forzar que se jugara un partido imposible, sólo por los intereses de la TV (el
canal emisor justo aprovechó para anunciar una renovación de derechos por
cuatro años) y para quedar bien con la ilustre presencia del presidente de la
FIFA, Gianni Infantino, que tenía un vuelo a Suiza para el día siguiente.
Ya firmado ese
papel y con el partido postergado, cuando Boca regresó a su hotel de
concentración, sus dirigentes produjeron un viraje. Estudiaron bien la
situación y entendieron que tenían todas las chances de ganar la final en un
reclamo formal a la Conmebol, apoyados en el antecedente del partido del gas
pimienta de los octavos de final de 2015.
Sorpresivamente
otra vez, River emitía un comunicado sosteniendo que el partido se jugaba,
siempre amparado en el canal de TV de los derechos, con un silencio total de
Conmebol, y con Boca decidido a no jugar por el imposible estado de algunos de
sus jugadores (Pérez, el capitán, tiene un certificado médico que le impide
jugar por seis días).
Finalmente, y
con gente que ya había entrado por segunda vez al Monumental a la espera, por segunda
vez, que se decidiera algo, la Conmebol salió de su lamentable letargo para
anunciar, ahora sí, la suspensión sine díe y convocar a los dos presidentes a
una reunión decisiva para mañana a las 10 de la mañana en la sede de Luque, en
Paraguay.
La Conmebol
había conseguido que un torneo con más reclamos extradeportivos que fútbol,
acabara con una final esperpéntica en la que tiene demasiada incidencia por su
propia impericia, pero sin que por eso haya que soslayar el desastre total de
la dirigencia futbolística argentina, a la que desde hace mucho tiempo que no
le interesa la gente ni el espectáculo ni la ética.
Asistimos,
finalmente, a lo que pudo ser un espectáculo y no es otra cosa que la cara del
gran fracaso nacional, sin capacidad para convivir entre hinchas de dos
equipos, con miles aplaudiendo acciones violentas, siendo cómplices con ellas,
con connivencia entre barras bravas y policías, con dirigentes tironeando por
intereses mezquinos.
¿Algo nuevo bajo
el sol? Nada, acaso un nuevo Cromagnon de los tantos en todo orden en esta
triste y mediocre Argentina que supieron conseguir, que se burla siempre de la
ley y de los reglamentos creyendo que la impunidad será eterna.
Esto mismo que
ocurrió en el frustrado Superclásico, sucede cada día en los torneos locales,
en los del ascenso, en las ligas federales, pero no tiene ni el centimetraje,
ni los espacios radiales ni de TV planetarios que tuvo éste. Esa es la única
diferencia. A mayor difusión, más ruido en la caída. ¿O acaso es casual que
haya 328 muertos por violencia en el fútbol argentino y unos cincuenta desde
que se prohibió el acceso de los hinchas visitantes?
Pase lo que
pase, el fracaso está consumado. El fútbol argentino perdió una gran
oportunidad de ser considerado distinto. Todo sigue igual, o peor. Muy lejos de
lo que algún día fue.
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