Repasando
algunas hojas del hermoso libro de Rodolfo Braceli “Querido Enemigo” acaso
pueda rescatarse el aspecto más humano de la relación entre Boca Juniors y
River Plate. Aquellos tiempos del respeto, de los partidos jugados con tremenda
pasión y con notables estrellas del fútbol, tan lejos de estos tironeos
políticos que afean lo que debería ser un espectáculo maravilloso, una fiesta
total, que se seguirá en todo el planeta cuando desde el fin de semana que
viene, ambos rivales de toda la vida comiencen a definir al campeón de la Copa
Libertadores de América.
No fue hace
tanto, apenas medio siglo atrás, cuando un motivo de ironía era que “Rojitas”,
Ángel Clemente Rojas, le quitara la gorra al veterano Amadeo Carrizo, y en
1969, Boca pudo dar la vuelta olímpica en el Monumental, al ganar el Nacional
con un ex River como director técnico, Alfredo Di Stéfano, y no pasó
absolutamente nada. Hubo gente del equipo local (que ganando el partido,
alcanzaba al campeón pero empataron 2-2) que se levantó desde sus plateas y
aplaudió el paso de los xeneizes, y por toda oposición, se abrieron los grifos
en el césped y algunos jugadores, con Silvio Marzolini a la cabeza, siguieron
igual y se mojaron un poco.
Pero la sociedad
argentina ya no es aquella. Fue atravesada por una feroz dictadura
cívico-eclesiástico-militar entre 1976 y 1983, y entre tantas consecuencias de
ella y de posteriores insatisfacciones de la incipiente democracia, la
tolerancia hacia el prójimo se fue apagando.
Si en muchos
estadios los hinchas cambiaban de tribuna en el entretiempo para ver los goles
de su equipo, cruzándose con indiferencia con sus rivales, desde hace ya muchos
años que los que sostienen dos colores distintos de camiseta no son capaces de
compartir un mismo espacio social, y hubo que determinar el final de los
visitantes, uno de los más grandes fracasos sociales del país.
Ya cuando River
llegó a la Bombonera como campeón del torneo 1985/86, la tarde de la pelota
naranja y los dos goles del “Beto” Norberto Alonso, las amenazas recibidas en
toda la semana previa determinaron que el equipo del “Bambino” Héctor Veira no
diera la vuelta olímpica completa, para evitar problemas al pasar por el sector
de la tribuna local y sólo se dirigió desde la mitad de cancha, hacia la
visitante. Eran evidencias de una sociedad enferma.
Pero lo de los
últimos años, es muchísimo peor. Fue justamente la serie superclásica más
fuerte hasta hoy, cuando debieron definir el pase a la final de la Copa
Libertadores 2004, y cuando el ex
árbitro internacional, Javier Castrilli, a cargo de la Seguridad estatal,
determinó por primera vez que los dos partidos se jugaran sin público
visitante, ante el fastidio del entonces presidente xeneize, Mauricio Macri,
quien viajaba al Forum de las Culturas de Barcelona, donde también se
encontraba quien esto escribe.
En aquella
oportunidad se debatió mucho sobre si esa sería la solución a los problemas de
violencia, y con el tiempo se pudo comprobar que no. De hecho, de las 326
víctimas por violencia del fútbol que contabiliza la ONG “Salvemos al Fútbol” (www.salvemosalfutbol.org), a lo
largo de la historia , 51 de ellas ocurrieron luego de que se determinara oficialmente
que los hinchas visitantes no entraran más a los partidos, cuando en un
Estudiantes-Lanús del 10 de junio de 2013 fuera asesinado Martín Jerez.
Este
Superclásico entre Boca y River será, con certeza, el más global de todos
cuantos hayan jugado en la historia por la importancia futbolística que tiene,
porque de allí, de esos dos partidos, emergerá el campeón de América, el que
jugará el Mundial de Clubes en diciembre, posiblemente en una final nada menos
que ante el Real Madrid, pero en esta sociedad argentina, es mucho más el temor
a lo que hoy significa perder, el escarnio posterior, la caracterización de
“perdedor” como algo inaceptable y un sayo difícil de quitarse para los tiempos
venideros.
Creer que en la
Argentina de hoy el fútbol es meramente un deporte, es un acto de ingenuidad.
El país se futbolizó de tal manera que la agenda de cada día está teñida de
este hecho social que permite que en un Mundial no haya clases en la
universidad o acepta que un empleado no concurra a trabajar o se concentre en
el partido antes que en su obligación.
Es en este
contexto en el que quienes llevan años perdiendo por goleada en sus vidas,
necesitan algo o alguien que los represente y que los transforme en ganadores
aunque sea por un día, una semana, un mes, incluso un ciclo de varios años, y
esto mismo determina que Rosario Central y Newell’s Old Boys se hayan
transformado en enemigos acérrimos de lo que sólo fue una rivalidad deportiva,
y tampoco puedan vivir la fiesta de un partido de cuartos de final de la Copa
Argentina y acaben a puertas cerradas…y en Sarandí, y el autor de uno de los
goles de Rosario Central, Germán Herrera, amenazado en las paredes de la
ciudad.
Por esto mismo,
nada es ingenuo. Ni cuando Macri “sugiere” desde la presidencia de la Nación
que por una vez todo cambie y se acepten visitantes, alterando el discurso
firme en contra de la medida de su ministra de Seguridad, Patricia Bullrich
–cuyo secretario no es otro que Eugenio Burzaco, muy ligado a los
“millonarios”- o del responsable del área en Buenos Aires, Martín Ocampo. Ni
cuando el presidente de River, Rodolfo D’Onofrio, se opone fervientemente a la
propuesta presidencial (que implicaría que hubiese cuatro mil hinchas de Boca
en el Monumental, en la vuelta).
Mucho menos
ingenuo es el tironeo por cada detalle, por nimio que pareciera, de los
presidentes de los dos clubes, en el contexto de una Copa Libertadores 2018
absolutamente viciada por su propio organizador, una Conmebol que sesiona en
Luque, Paraguay, a puertas blindadas y que necesitan un código secreto para
abrirse en cada habitación, que no comunica sus resoluciones, que no fue
ecuánime ante reclamos parecidos de los clubes, que no les informó bien sobre
jugadores en condiciones de participar o no por acarrear suspensiones, que
utilizó el VAR discrecionalmente para favorecer a unos más que a otros, y que
tardó una eternidad en dar a conocer el fallo (bastante menor al que se
esperaba) que inhabilitará al DT Marcelo Gallardo para salir en el banco de
suplentes de River en ambas finales.
Después, se
enojan los dirigentes y los medios argentinos cuando desde los poderosos
diarios o revistas del exterior, se refieren a estos Superclásicos como “La
Madre de todas las Batallas” o frases al estilo. Esto es lo que generó el
fútbol argentino hacia afuera: una especie de postal eterna de la violencia, la
trampa, el juego de las apelaciones en los escritorios, para hacer honor a
aquella frase sabia que alguna vez le dijo a este cronista, cuando aún no
peinaba estas canas, el gran José María Suárez, también conocido como “Walter
Clos”: “El fútbol, mi querido amigo, se juega de lunes a sábado en los salones,
los maletines, los escritorios. Lo del domingo es para la gilada”.
¿Podremos
cambiar esta mentalidad y disfrutar de lo que podría ser una fiesta total del
fútbol con epicentro en la Argentina o seguiremos en caída en picada hacia un
pozo cada vez más profundo?
Que gane el
mejor. El fútbol no puede ser la muerte de nadie.
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