Minuto veintitrés de segundo tiempo (son las cinco y
treinta y siete de la tarde) en chancha de Sportivo Espadaffucille. Juegan el
local y Atlético Creole. Cero a cero. Día lúgubre de frías lloviznas
esporádicas. El partido contagiado por el clima y la situación deportiva de los
clubes - que sólo tienen en juego ese orgullo flaco de las rivalidades
históricas -. Tribunas igualmente llenas. Canta la hinchada local, muy quevedianamente: “Jugadores, la concha
de su madre, a ver si ponen huevos, no juegan contra nadie”. Lo vienen cantando
desde el minuto siete de manera intermitente. Desde el veintiuno, ya ininterrumpidamente,
y de manera furibunda.Como en casi cada partido, últimamente.
En ese minuto veintitrés (y unos cuantos segundos), el
extremo izquierdo de Espadaffucille corre como si lo persiguiera un cobrador o
una demanda de paternidad, y va camino de perder el balón por enésima vez en el
encuentro ante el lateral del equipo rival, cuando éste desparece. El jugador
de Espadaffucile, que juega con la mirada irrevocablemente dirigida a unos
escasos centímetros por delante de sus pies, no se percata de este suceso y
sigue hasta que el balón se le escapa, como es habitual cada vez que
milagrosamente sortea la marca del rival, por la línea de fondo. Entonces,
levanta la mirada – componiendo, con el resto de los componentes del rostro,
ungesto de cansancio y entrega -, para advertir, a bote pronto, que todo el
equipo rival ha desaparecido. Una breve inspección hacia la tribuna visitante
arroja el mismo resultado de ausencia generalizada.
El árbitro aún está en el terreno de juego; mas, los
jueces de línea, también se han disipado. Observando con más atención, se
termina por comprobar que sólo queda la afición del Espadaffucille y la casi
totalidad de la plantilla de su primer equipo (faltaban siete de los
veintitrés), y un silencio como de velatorio sin murmuraciones, como si cada
cual se estuviera velando a sí mismo.
***
Esos poco más de tres minutos, desde que al extremo
izquierdo se le fue el balón por la línea de fondo, y que la amplia mayoría de
los asistentes (algunos necesitaron explicaciones adicionales – y de éstos,
varios ni siquiera así terminaron de comprender el suceso) se percatara del
mutis absoluto de los rivales, de varios jugadores propios, periodistas
acreditados (muy pocos, dada la triste campaña de ambos), vendedores de bebidas
y jueces de línea, son recordados cada día por todos aquellos que, digamos, se
quedaron. Y lo hacen como si volvieran a transcurrir. Incapaces de discernir el
momento exacto de la evanescencia, como si el hecho hubiese sido tan raudo que
ni siquiera el inconsciente hubiese llegado a captarlo. Apenas contaban con la
evidencia del resultado.
La salida del estadio - se cuentan, también cotidianamente,
como una suerte de fórmula ritual sin objetivo (acaso, el de constatarse) - fue
incluso más silenciosa que el momento inmediatamente posterior a que el
incidente se hiciera patente. Lo cual, por otra parte, es lógico: ¿qué iban a
decirse esos seres que, habiendo comprendido o conjeturado de manera más o
menos razonable el sentido y alcance del asunto,sabían, o columbraban, que al
llegar a sus hogares descubrirían que madres, padres, esposas o hijos, amigos, también
se habrían desvanecido?
Y así fue. Con el correr de los días, fueron finalmente
cayendo en la cuenta de cómo la población de la ciudad se había visto
notoriamente mermada: ahora sólo habitada por hinchas del Sportivo.
La vida, es decir, esa serie de actos que se terminan por repetir cotidianamente, continuó como si nada hubiese pasado (hábito y endeble mecanismo de defensa). Pero esa falsa normalidad duro apenas unos pocos meses. Enseguida se encontraron concordando irritantemente en todos los asuntos quehasta entonces habían ofrecido la posibilidad de la disensión – hecho que podría haber servido a algún sociólogo para anotar la importancia de la identidad futbolística en los consensos sociales; pero nadie andaba para tales análisis -.
La vida, es decir, esa serie de actos que se terminan por repetir cotidianamente, continuó como si nada hubiese pasado (hábito y endeble mecanismo de defensa). Pero esa falsa normalidad duro apenas unos pocos meses. Enseguida se encontraron concordando irritantemente en todos los asuntos quehasta entonces habían ofrecido la posibilidad de la disensión – hecho que podría haber servido a algún sociólogo para anotar la importancia de la identidad futbolística en los consensos sociales; pero nadie andaba para tales análisis -.
Parecía que un nuevo, extraño y tajante orden les había
sido impuesto. Pero de la apariencia a la realidad suele haber un trecho
importante. Así, el tumulto anímico que se cocía por dentro, terminó por
desbordarse ineludiblemente al exterior: los suicidios aumentaron en un cincuenta
y tres por ciento. Pero esas cifras (esos actos, más bien) eran inmediatamente
abolidas por la nueva circunstancia: los desdichados no morían.
Así pues,
apneas computaban como intentos fracasados. Y es que, pensando este efecto a la
luz del suceso primogénito, ¿cómo podrían tener éxito en el acto de quitarse la
vida aquellos que, al a vista de las mezquinas evidencias, formaban parte de
una conciencia colectiva que, mediante la palabra (emitida al unísono), fue
capaz de deshacer otras existencias - es decir, la diversidad?
Así, pues, no se trata de un flamante concierto. Es
algo más siniestro. Es todo el mismo indiferenciado. La unidad. Que es casi
como decir la nada.
Desgraciados,
presienten que, en una contigüidad separada por algo así como una tela de
imposibilidad, ocurre todo como era antes de ese minuto veintitrés:
maravillosamente imperfecto, en acabado desacuerdo cada cual con casi todos y
consigo mismo.
Ni
las radios son consuelo para este mal: ahora sólo suena música y palabritas
vanas, sin potencia de fervor y evasión. De tanto en tanto, se recupera una
desavenencia vana, ya casi olvidada, como si pronunciara una efeméride floja,
apócrifa, pero igualmente conmovedora; pero incapaz de crear convicción. Nada como esa
disensión de antaño, se dicen sin decírselo; como el que seguía a un día de
partido: hechos para sufrir humillaciones amigas o para atormentar colegas,
familiares y conocidos. Nada como ese sadismo normalizado. Como ese masoquismo
reputado.
A
veces, los domingos por la tarde, hasta parece llegar el rumor de un gol ajeno o
el unánime insulto al árbitro. Y cuando no hay mucha humedad, ni hace mucho
calor o frío, y sopla una de esas brisas incapacitadas para agitar nada que sea
mayor que un pañuelo puesto a secar; entonces, un aroma a choripán de cancha
entra en la ciudad; y de pronto, se encuentran pensando en los rivales desaparecidos.
Y es que, cada vez más, andan hasta casi queriéndolos sin saber quererlos. Se
dicen, o, mejor dicho, fantasean con que, acaso, de tal guisa puedan
materializarlos nuevamente. Porque esa ha devenido una de las mayores
preocupaciones – sino la única -: cómo revertir la situación. Es este un deseo
hecho puramente de frustración y desamparo – suprimida cualquier admisión de
responsabilidades, de arrepentimiento; que una cosa es el anhelo, la esperanza
con un cierto tinte de fe, y otra cosa es la construcción de dogma fundado en
la mortificación propia -.
Como fuere, no hay manera de lograr tal ansiado objetivo. Y eso que llegan a
congregarse en el estadio, cada uno en el lugar que ocupaba aquel día, con la
misma vestimenta, para entonar motetes apologéticos del rival. Pero son
incapaces de reproducir el ahínco, la sinceridad inmanente de los cánticos
pretéritos. No tienen la fuerza de la necia aversión; del alborozo infecundo.
Ciertos hechos, ciertos fenómenos, pueden ser logrados por la concurrencia
singular de ánimos muy particulares producidos por la más sencilla y primordial
imbecilidad. Y esta suele se material esquivo para la premeditación: se da
espontáneamente (y su origen es incierto).
Ahora mismo están en el estadio (llovizna, cielo pardo). Han cantado esas
nuevas composiciones melosas que dirigen hacia la tribuna norte, indiferentemente
vacía; sus gradas cubiertas por un verdín insultante. Esperan a que sean las cinco y treinta
y siete de la tarde para callar y esperar, en silencio, la fantaseada restitución
de la normalidad – o aquello que entonces que entonces ni se consideraba; lo
que algunos llaman nostalgia del pasado idealizado, es decir, tradicionalismo-.
Empecinarán su presencia quieta hasta que comience a anochecer y el frío les
cale el estómago y la fe (pero sólo transitoriamente).
Quizás algún día terminen por aceptar que no será la
generación que provocó la catástrofe la que pueda restaurar las circunstancias
previas: sus cantos y su idiosincrasia futbolera están formuladas para ultrajar.
Es decir, tal vez algún día caigan en la cuenta de que no hay nada que hacer,
ni lo habrá; porque sus descendientes no conocerán de esas pasiones e
idolatrías, sólo de un extraño rito sostenido en una memoria progresivamente
incierta, que apenas si llega a maquillar una tristeza mediocre.
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