jueves, 15 de noviembre de 2018

No juegan contra nadie (Un cuento de Marcelo Wío)





Minuto veintitrés de segundo tiempo (son las cinco y treinta y siete de la tarde) en chancha de Sportivo Espadaffucille. Juegan el local y Atlético Creole. Cero a cero. Día lúgubre de frías lloviznas esporádicas. El partido contagiado por el clima y la situación deportiva de los clubes - que sólo tienen en juego ese orgullo flaco de las rivalidades históricas -. Tribunas igualmente llenas. Canta la hinchada local, muy quevedianamente: “Jugadores, la concha de su madre, a ver si ponen huevos, no juegan contra nadie”. Lo vienen cantando desde el minuto siete de manera intermitente. Desde el veintiuno, ya ininterrumpidamente, y de manera furibunda.Como en casi cada partido, últimamente.

En ese minuto veintitrés (y unos cuantos segundos), el extremo izquierdo de Espadaffucille corre como si lo persiguiera un cobrador o una demanda de paternidad, y va camino de perder el balón por enésima vez en el encuentro ante el lateral del equipo rival, cuando éste desparece. El jugador de Espadaffucile, que juega con la mirada irrevocablemente dirigida a unos escasos centímetros por delante de sus pies, no se percata de este suceso y sigue hasta que el balón se le escapa, como es habitual cada vez que milagrosamente sortea la marca del rival, por la línea de fondo. Entonces, levanta la mirada – componiendo, con el resto de los componentes del rostro, ungesto de cansancio y entrega -, para advertir, a bote pronto, que todo el equipo rival ha desaparecido. Una breve inspección hacia la tribuna visitante arroja el mismo resultado de ausencia generalizada.

El árbitro aún está en el terreno de juego; mas, los jueces de línea, también se han disipado. Observando con más atención, se termina por comprobar que sólo queda la afición del Espadaffucille y la casi totalidad de la plantilla de su primer equipo (faltaban siete de los veintitrés), y un silencio como de velatorio sin murmuraciones, como si cada cual se estuviera velando a sí mismo.
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Esos poco más de tres minutos, desde que al extremo izquierdo se le fue el balón por la línea de fondo, y que la amplia mayoría de los asistentes (algunos necesitaron explicaciones adicionales – y de éstos, varios ni siquiera así terminaron de comprender el suceso) se percatara del mutis absoluto de los rivales, de varios jugadores propios, periodistas acreditados (muy pocos, dada la triste campaña de ambos), vendedores de bebidas y jueces de línea, son recordados cada día por todos aquellos que, digamos, se quedaron. Y lo hacen como si volvieran a transcurrir. Incapaces de discernir el momento exacto de la evanescencia, como si el hecho hubiese sido tan raudo que ni siquiera el inconsciente hubiese llegado a captarlo. Apenas contaban con la evidencia del resultado.

La salida del estadio - se cuentan, también cotidianamente, como una suerte de fórmula ritual sin objetivo (acaso, el de constatarse) - fue incluso más silenciosa que el momento inmediatamente posterior a que el incidente se hiciera patente. Lo cual, por otra parte, es lógico: ¿qué iban a decirse esos seres que, habiendo comprendido o conjeturado de manera más o menos razonable el sentido y alcance del asunto,sabían, o columbraban, que al llegar a sus hogares descubrirían que madres, padres, esposas o hijos, amigos, también se habrían desvanecido?

Y así fue. Con el correr de los días, fueron finalmente cayendo en la cuenta de cómo la población de la ciudad se había visto notoriamente mermada: ahora sólo habitada por hinchas del Sportivo.

La vida, es decir, esa serie de actos que se terminan por repetir cotidianamente, continuó como si nada hubiese pasado (hábito y endeble mecanismo de defensa). Pero esa falsa normalidad duro apenas unos pocos meses. Enseguida se encontraron concordando irritantemente en todos los asuntos quehasta entonces habían ofrecido la posibilidad de la disensión – hecho que podría haber servido a algún sociólogo para anotar la importancia de la identidad futbolística en los consensos sociales; pero nadie andaba para tales análisis -.

Parecía que un nuevo, extraño y tajante orden les había sido impuesto. Pero de la apariencia a la realidad suele haber un trecho importante. Así, el tumulto anímico que se cocía por dentro, terminó por desbordarse ineludiblemente al exterior: los suicidios aumentaron en un cincuenta y tres por ciento. Pero esas cifras (esos actos, más bien) eran inmediatamente abolidas por la nueva circunstancia: los desdichados no morían. 

Así pues, apneas computaban como intentos fracasados. Y es que, pensando este efecto a la luz del suceso primogénito, ¿cómo podrían tener éxito en el acto de quitarse la vida aquellos que, al a vista de las mezquinas evidencias, formaban parte de una conciencia colectiva que, mediante la palabra (emitida al unísono), fue capaz de deshacer otras existencias - es decir, la diversidad?

Así, pues, no se trata de un flamante concierto. Es algo más siniestro. Es todo el mismo indiferenciado. La unidad. Que es casi como decir la nada.

Desgraciados, presienten que, en una contigüidad separada por algo así como una tela de imposibilidad, ocurre todo como era antes de ese minuto veintitrés: maravillosamente imperfecto, en acabado desacuerdo cada cual con casi todos y consigo mismo.

Ni las radios son consuelo para este mal: ahora sólo suena música y palabritas vanas, sin potencia de fervor y evasión. De tanto en tanto, se recupera una desavenencia vana, ya casi olvidada, como si pronunciara una efeméride floja, apócrifa, pero igualmente conmovedora; pero incapaz de crear convicción. Nada como esa disensión de antaño, se dicen sin decírselo; como el que seguía a un día de partido: hechos para sufrir humillaciones amigas o para atormentar colegas, familiares y conocidos. Nada como ese sadismo normalizado. Como ese masoquismo reputado.

A veces, los domingos por la tarde, hasta parece llegar el rumor de un gol ajeno o el unánime insulto al árbitro. Y cuando no hay mucha humedad, ni hace mucho calor o frío, y sopla una de esas brisas incapacitadas para agitar nada que sea mayor que un pañuelo puesto a secar; entonces, un aroma a choripán de cancha entra en la ciudad; y de pronto, se encuentran pensando en los rivales desaparecidos. Y es que, cada vez más, andan hasta casi queriéndolos sin saber quererlos. Se dicen, o, mejor dicho, fantasean con que, acaso, de tal guisa puedan materializarlos nuevamente. Porque esa ha devenido una de las mayores preocupaciones – sino la única -: cómo revertir la situación. Es este un deseo hecho puramente de frustración y desamparo – suprimida cualquier admisión de responsabilidades, de arrepentimiento; que una cosa es el anhelo, la esperanza con un cierto tinte de fe, y otra cosa es la construcción de dogma fundado en la mortificación propia -.

Como fuere, no hay manera de lograr tal ansiado objetivo. Y eso que llegan a congregarse en el estadio, cada uno en el lugar que ocupaba aquel día, con la misma vestimenta, para entonar motetes apologéticos del rival. Pero son incapaces de reproducir el ahínco, la sinceridad inmanente de los cánticos pretéritos. No tienen la fuerza de la necia aversión; del alborozo infecundo. Ciertos hechos, ciertos fenómenos, pueden ser logrados por la concurrencia singular de ánimos muy particulares producidos por la más sencilla y primordial imbecilidad. Y esta suele se material esquivo para la premeditación: se da espontáneamente (y su origen es incierto).

Ahora mismo están en el estadio (llovizna, cielo pardo). Han cantado esas nuevas composiciones melosas que dirigen hacia la tribuna norte, indiferentemente vacía; sus gradas cubiertas por un verdín insultante. Esperan a que sean las cinco y treinta y siete de la tarde para callar y esperar, en silencio, la fantaseada restitución de la normalidad – o aquello que entonces que entonces ni se consideraba; lo que algunos llaman nostalgia del pasado idealizado, es decir, tradicionalismo-. Empecinarán su presencia quieta hasta que comience a anochecer y el frío les cale el estómago y la fe (pero sólo transitoriamente).

Quizás algún día terminen por aceptar que no será la generación que provocó la catástrofe la que pueda restaurar las circunstancias previas: sus cantos y su idiosincrasia futbolera están formuladas para ultrajar. Es decir, tal vez algún día caigan en la cuenta de que no hay nada que hacer, ni lo habrá; porque sus descendientes no conocerán de esas pasiones e idolatrías, sólo de un extraño rito sostenido en una memoria progresivamente incierta, que apenas si llega a maquillar una tristeza mediocre.



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