Si
hay un hilo conductor entre las selecciones nacionales que practicaron el
fútbol más bello en todos los tiempos, acaso sea el agua como ámbito
inspirador, en algunos casos a partir de ríos como el Danubio en Europa o el de
La Plata, a principio del Siglo XX, o ya a mediados del mismo, las playas de
Río de Janeiro. En todos los casos, los ríos fueron, accidentalmente o no,
fuente inspiradora de muchos de los equipos que han dejado la mejor huella. Si
hubo dos selecciones que no pudieron demostrar con títulos mundiales todo lo
que significaron, pero hicieron escuela con similitudes sorprendentes pese a su
lejanía geográfica y cultura, esas fueron las de Austria en Europa y Argentina
en Sudamérica. En el resto de los casos, Hungría en Suiza 1954, Brasil en
México 1970 y Holanda en Alemania Federal 1974, su fútbol ha quedado marcado a
fuego en la historia de los Mundiales.
LA
MARAVILLA DEL WUNDERTEAM
La
selección austríaca, más conocida como el “Wunderteam” (Equipo Maravilloso), se
constituyó alrededor del río Danubio, el segundo más largo de Europa detrás del
Volga, que se extiende desde la Selva Negra en Alemania y atraviesa diez
países, y entre otras ciudades, Viena y Bucarest. Es por eso que la selección
austríaca creó en fútbol lo que se dio en llamar “La Escuela del Danubio” en
los años treinta, aunque tendría influencia en los llamados “Mágicos Magyares”
de Hungría en los años cincuenta, y en “La Naranja mecánica” holandesa de los
setenta.
El
“Wunderteam” tuvo, a su vez, influencia escocesa porque su emblemático
entrenador, Hugo Meisl, se nutrió de su gran amigo y colega británico Jimmy
Hogan, a quien llevó consigo a Austria. Ese estilo escocés que transmitía Hogan
consistía en jugar el balón al ras del suelo, con pases cortos, ataque
permanente, una enorme presión en posición de ataque para no dejar jugar al
adversario y especialmente, una posesión casi total de la pelota, con lo que su
rival no podía hacerse de ella y por lo tanto, no podía molestar.
Hasta
ese momento, el fútbol que dominaba la escena europea era netamente el inglés,
que prefería el balón en lo alto, con juego aéreo, centros precisos para que
los delanteros concretaran con sus cabezas, aprovecharan los rebotes o dieran
pases en profundidad con pases largos para explotar la velocidad. Meisl tomó
también de su amigo Hogan el cambio en el cuidado de los futbolistas, a los que
fue profesionalizando en el aspecto no sólo físico sino también alimentario, al
introducir la dieta proteínica y reducir el consumo de carne para aumentar el
de frutas e hidratos de carbono.
Meisl,
también impulsor de la Copa Mitropa, antecesora de lo que luego fueron la
Eurocopa y la Copa de Europa, había asumido como entrenador austríaco en 1912
pero la Primera Guerra Mundial había interrumpido su trabajo dos años más
tarde, al punto de que luego debió formar parte del ejército por cinco años.
Meisl regresó en 1919 y fue en ese momento cuando pudo poner en práctica, por
fin, sus ideas, que terminarían dando sus frutos en los años treinta,
especialmente entre 1931 y 1935, al punto de que Austria con el “Wunderteam” se
constituyó, en opinión casi unánime, en la mejor selección europea de su tiempo.
El
equipo austríaco tuvo como base a un jugador fundamental, mágico, como sin
dudas fue Matías Sindelar, el mejor de Europa. Lo llamaban también “Der
Papierene” (“el bailarín de papel”). Era muy delgado y frágil y por su
virtuosismo técnico también fue conocido como “El Mozart del fútbol”. Sindelar
era atacante (jugaba con el número nueve en su espalda) pero el “Wunderteam”
era un equipo completo, con una defensa con estrellas como Karl Sesta y Franz
Wagner, volantes como Josef Bican (oficialmente, el segundo máximo goleador de
la historia) y Karl Zischek, y extremos como Johan Horvath y Rudolph Vierti. El
equipo practicaba un sistema virtuoso que marcó época con la llamada WM, un
sistema 3-2-5, con muchos jugadores en posición de ataque, con gran movilidad y
con un planteo claro de su entrenador Meisl: “Antes de incluir a un torpe,
preferiría jugar con diez”.
El
12 de abril de 1931, el Wunderteam estableció una racha de 14 partidos invicto
que incluyó dos goleadas a Alemania (en ambos casos 5-0, tanto en Berlín como
en Viena), 8-2 a Hungría y nada menos que 5-0 a Escocia, en la primera derrota
de este equipo ante una selección no-británica. Al fin, la derrota llegó en el
mítico Stanford Bridge de Londres ante Inglaterra por 4-3 en un partido para
muchos inolvidable.
Austria
se encaminaba con fuerza hacia el Mundial de Italia en 1934, con apenas una
sola derrota posterior a Inglaterra, ante Checoslovaquia, en una serie con 28
victorias y un empate, y 102 goles en 31 partidos, siendo el último amistoso el
disputado ante la que sería su gran rival de la época, la Italia de los tiempos
del fascismo de Benito Mussolini, a la que vencería 4-2 en Turín.
Austria
revalidó en el Mundial su condición de favorita venciendo a Francia primero, a
Hungría en cuartos luego, aunque en un partido muy violento en el que varios de
sus integrantes terminaron lesionados y justo cuando en semifinales esperaba la
Italia del entrenador Vittorio Pozzo, gran amigo de su colega Meisl. Italia,
impulsada por Mussolini hacia una victoria que ayudara a entronizar al
fascismo, y con Giuseppe Meazza como único capaz de disputarle el centro
europeo a Sindelar, dispuso de un cerrojo para controlar a una Austria
desgastada, pero Pozzo destinó especialmente al argentino nacionalizado Luis
Monti[1]
para la marca del “Jugador de Papel” bajo la lluvia de San Siro, a lo que se
sumó una brillante actuación del arquero local Giampiero Conti y sospechosos
fallos del árbitro sueco Iván Eklind. Los locales marcaron un gol a poco de
comenzar el partido a través de otro argentino nacionalizado, Enrique Guaita. La derrota fue un duro golpe
para un equipo que ya no sería nunca más el mismo, se rompería incluso la
relación entre Meisl y Pozzo, y perdería también ante Alemania por el tercer
lugar.
Dos
años más tarde, otra vez Austria se encontraría con Italia en la final de los
Juegos Olímpicos de Berlín 1936 y volvería a perder. El “Anschluss”, la anexión
de Austria por parte del Tercer Reich el 12 de marzo de 1938, marcaría el fin
de este equipo, con el agregado de un partido amistoso entre Alemania y Austria
previo al Mundial de Francia de ese año, ante la presencia del líder nazi Adolf
Hitler. Pese a las órdenes de no convertir goles, Sindelar cambió de postura en
el segundo tiempo y tras uno de los tantos, bailoteó frente al palco del
Fuhrer. De hecho, ese fue su último partido, vivió desde entonces en la
clandestinidad y el 23 de enero de 1939 se lo encontró sin vida junto a su
novia María Castagnola. Dos años antes había fallecido Meisl, de un ataque al
corazón, dejando algunos conceptos muy claros. Para jugadores técnicos e
inteligentes, no puede haber esquemas fijos. Empezando por el arquero, todos
deben colaborar en el trabajo constructivo y eficaz. Ni siquiera el arquero
puede lanzar la pelota sin un plan. Hasta el arquero puede construir un ataque
si pasa el balón con precisión. Los once futbolistas deben estar en continuo
movimiento para que el adversario no pueda anticipar sus intenciones. Un
volante puede avanzar por sorpresa y marcar un gol, pero en ese caso, un
compañero debe tomar su posición. No hay quedarle la pelota al pie a un
compañero sino delante de él, al espacio libre, para no detener el avance. El
sistema de Meisl no era en realidad un sistema, se trataba de inteligencia,
velocidad y sorpresa como claves del éxito. Otras dos selecciones, décadas más
adelante, retomarían estos conceptos para marcar otras épocas.
[1] Protagonista de la primera final
como albiceleste ante Uruguay en 1930, cuando se dijo que fue amenazado en el
entretiempo y bajó su rendimiento en la etapa final y luego emigró.
ARGENTINA
Y EL DOMINIO SIN CHANCES MUNDIALISTAS
Con
unos pocos años de diferencia con el Wunderteam, y alrededor de otro río, el de
la Plata, la selección argentina desarrolló algunas situaciones con bastante
paralelismo. Su dominio continental fue casi total, ganando los torneos
sudamericanos (antecedentes de la Copa América) de 1937, 1941, 1945, 1946 y
1947, el primero bajo la dirección técnica de Manuel Seoane y el resto, de la
de Guillermo Stábile. Tanto Seoane como Stábile habían sido estrellas de las
primeras décadas del siglo XX (Stábile había sido el máximo goleador del
Mundial de Uruguay 1930).
En
los años cuarenta, con el aumento de la población en las grandes ciudades, los
beneficios que la Argentina tuvo como país exportador con la crisis europea
tras la Segunda Guerra Mundial y la posibilidad de desarrollar la técnica en
los llamados “potreros”, donde la pelota picaba mal y había que aprender a
dominarla, el fútbol argentino se pobló de grandes cracks que emergían de los
clubes seguidos masivamente por sus hinchas.
En
los primeros años del Siglo XX, el fútbol argentino había conseguido desplazar
a los británicos que habían introducido el deporte desde su llegada a los
principales puertos, debido a que, sin mucha conexión con los austríacos,
habían desarrollado, de fondo, la misma idea de juego: el toque corto, al ras,
de atrás hacia adelante, en lo que llamaron “pared” y una técnica distinta y
propia: la “gambeta”, un recurso para eludir a rivales en recortes individuales
con lo que se resolvían muchas jugadas durante los partidos.
El
fútbol argentino vivió en los años cuarenta la definitiva expansión de sus
equipos como Boca Juniors, River Plate, Racing Club, Independiente, San
Lorenzo, Huracán o Vélez Sársfield en Buenos Aires, que desde la llegada del
gobierno populista de Juan Perón consiguieron fondos estatales para construir o
ampliar sus estadios.
La
proliferación de cracks era tal, que en los torneos sudamericanos, la selección
argentina se permitía alterar un equipo A y uno B con la misma eficacia,
utilizando la defensa completa de un equipo, los volantes de otro y el ataque
de un tercero, siempre bajo el sistema 2-3-5, muy parecido al austríaco. Jugadores
como Norberto Méndez (máximo goleador argentino en la historia de los
sudamericanos, con 17 tantos), José Manuel Moreno, Angel Labruna, René Pontoni
(el ídolo del Papa Francisco), Rinaldo Martino, Vicente De la Mata o Alfredo Di
Stéfano eran grandes estrellas reconocidas como tales en el continente, dando
verdaderos recitales de fútbol en un tiempo de enorme romanticismo, aunque con
el obstáculo de gran aislamiento de Europa.
La
gran deuda de este fútbol argentino fue el no haber podido confirmar su dominio
ante equipos europeos. Desde 1930, cuando jugó ante Yugoslavia, hasta 1951, que
por fin viajó a Wembley para disputar un amistoso ante Inglaterra (que por eso
se sobredimensionó)[1],
no tuvo posibilidad de competir y probarse ante conjuntos del Viejo Continente.
El fútbol argentino tuvo otros obstáculos en ese tiempo, uno interno y el otro,
externo. El interno fue la incapacidad dirigencial, que tras haber perdido por
escaso margen de votos la organización del Mundial de 1938 a manos de Francia,
expresó su disgusto no asistiendo a los Mundiales de 1950 y 1954 (especialmente
al primero de ellos, que acabó ganando el vecino Uruguay), aunque el oro
panamericano de 1951 y 1955 refuerzan la idea del dominio continental
albiceleste. El factor externo está relacionado con la imposibilidad de disputar
los Mundiales de la década, 1942 y 1946, a causa de la segunda Guerra Mundial.
Acaso
un ejemplo de la potencia, la elegancia y la fiesta que significaba el fútbol
argentino fue lo ocurrido para el Sudamericano de Guayaquil, Ecuador, en 1947,
cuando había tal proliferación de cracks que la Asociación del Fútbol Argentino
(AFA) determinó una Comisión Especial para la convocatoria al equipo nacional,
que llamó a un plebiscito popular. De éste surgió una selección que de 22
jugadores contó con nueve delanteros (Boyé, Méndez, Pontoni, Moreno, Loustau,
Sued, Cerviño, Fernández y Di Stéfano) relegando a Martino (luego titular de la
selección italiana y campeón con la Juventus), De la Mata (integrante de un
tridente mágico en Independiente con Antonio Sastre y el paraguayo Arsenio
Erico en los años treinta), Labruna o Pedernera, integrantes de la célebre
“Máquina” de River Plate. Esa selección ganó de manera brillante el torneo en
Ecuador.
De
todos los equipos argentinos, si hay uno para destacar y que marcó época, ese
fue, sin dudas, “La Máquina” de River, compuesta por cinco delanteros: dos
extremos (Muñoz y Loustau), dos internos (Moreno y Labruna) y un
centrodelantero (Pedernera) que jugaba atrasado e ingresaba como una flecha por
el medio, de sorpresa, pero que era capaz de organizar la jugada, aunque los
dos internos tenían una enorme capacidad de gol y una creatividad absoluta.
Todo funcionaba, y luego Pedernera fue reemplazado por Di Stéfano, antes de su
espectacular paso por Millonarios de Colombia y especialmente, el Real Madrid. Sin
conocer lo que había ocurrido años atrás con el Wunderteam, del otro lado del
océano, el ataque argentino terminaba siendo sin un nueve de área, llegando
desde atrás, es decir, con cierto parecido al esquema de los austríacos.
El
fútbol argentino contaba con una organización en sus equipos, pero quedaba gran
espacio para la creatividad con una gran libertad de decisión del jugador,
siendo el entrenador quien en todo caso, tomaba determinaciones generales o la
alineación del equipo al tener que elegir entre tantas estrellas. Roque
Máspoli, el gran arquero uruguayo campeón mundial en el mítico “Maracanazo” de
1950 en Brasil, comentaba en un documental que “nosotros no tuvimos temor ante
los locales en ese torneo, pero sí en cambio temíamos a los argentinos cuando
debíamos enfrentarlos. A veces en el túnel, antes de ingresar, conversábamos
con Shubert Gambetta (defensor) sobre lo que podía pasar y decíamos “hoy nos
hacen cinco” o “mirá quién juega adelante para ellos. Por suerte, Argentina no
fue rival nuestro en ese Mundial”.[2]
El
historiador Eduardo Cantaro recuerda en sus redes sociales que para una primera
programación del Mundial de Brasil de 1950, el primero que se disputaría desde
1938 a causa de la interrupción por la Segunda Guerra Mundial, los cuatro
cabezas de serie de los grupos que se planteaba el Comité Ejecutivo de la FIFA
eran Brasil (local), Italia (campeón mundial), Inglaterra (que por fin aceptaba
participar en un torneo de esta naturaleza), y Argentina (considerado como
mejor equipo del mundo). Luego, la AFA decidió no participar, como tampoco lo
había hecho en Francia 1938 o en el Sudamericano de 1939 en Lima, Perú.
En
aquel Mundial de 1938, había sobresalido el brasileño Leónidas da Silva, “El
Diamante Negro”, quien luego reconoció que casi todo lo que era “lo aprendí de
mi compañero argentino Antonio Sastre en el San Pablo”, que fue campeón en
cinco de los diez torneos de la década de los Cuarenta. San Lorenzo de Almagro,
que había sido campeón argentino en 1946 con una recordada delantera
(Imbelloni, Farro, Pontoni, Martino y Silva), salió de gira europea a
principios de 1947 y alcanzó a golear a la selección española (que tres años más tarde saldría tercera en
el Mundial de Brasil) por 6-1.
César
Luis Menotti suele sostener que para que años más tarde haya nacido un jugador
genial como Lionel Messi, antes debió haber un Maradona, y para que naciera un
Maradona, antes debió haber un Kempes, y antes de Kempes un Sívori y antes, un
Di Stéfano, un Moreno o un Pedernera[3].
A esto, Menotti agregado es difícil que pueda nacer un genio del fútbol en
países sin tradición y estilo.
[1] La revancha se disputó dos años
más tarde en Buenos Aires, con un triunfo para cada uno.
[2] Colección “Los Mundiales”, Aldus
Editorial, 1994, Buenos Aires, Argentina.
[3] Ver entrevista con Menotti por
Pablo Aro Geraldes:
http://arogeraldes.blogspot.com.br/2009/11/cesar-luis-menotti-pablo-aro-geraldes.html
LA
MAGIA MAGYAR DE LOS AÑOS CINCUENTA
Con
el precedente del Wunderteam de quince años atrás, es una obligación mencionar
entre los mejores equipos de la historia a la selección de Hungría de los años
cincuenta, dueña de grandes hazañas pero más que todo, de haber dejado una
enorme huella con su fútbol genial, aunque igual que su antecesora, haya tenido
que atravesar por trágicas circunstancias que acabaron con ella y que fueron
ajenas al deporte. También el equipo húngaro se construyó a la vera del río,
desde la ciudad de Budapest, conocida también como “la Perla del Danubio”.
La
selección húngara había sido campeona olímpica en los Juegos de Helsinki, en
1952 y llegó a permanecer invicta durante 32 partidos. Se la llamó “El Equipo
de Oro” y contaba con algunos jugadores de extraordinaria calidad como los
delanteros Josef Toth, Sándor Kocsis, Nándor Hidegkuti, Zoltan Czibor pero en
especial, a su gran figura, Ferenc Puskas. La base de este equipo era el
Budapest Honved, cuatro veces campeón húngaro en los años cincuenta.
Con
esta actuación olímpica, Hungría agrandó el mito cuando su fama generó que
fuera invitada a jugar un partido amistoso en Wembley ante Inglaterra. Ese día
quedó grabado a fuego para los amantes del fútbol estético porque los magyares
se impusieron por un fabuloso 3-6, siendo el primer conjunto no británico que
se impuso en ese estadio y para que no quedaran dudas, se volvió a imponer en
la revancha de Budapest, en 1954, por 7-1
Sir
Bobby Robson llegó a jugar ante aquel equipo húngaro en Wembley y recordó
tiempo después que “nos sorprendió un nuevo sistema de juego que no habíamos
visto antes. Ni conocíamos a esos jugadores ni a Puskas. Recuerdo que algunos
de ellos estaban en el servicio militar”. Ese partido también generó un
terremoto táctico porque los jugadores húngaros utilizaban en sus espaldas
números que no estaban exactamente relacionados con sus posiciones en el campo.
Es que, conceptualmente, los números no significaban nada. Tal como había
ocurrido con el Wunderteam o con La Máquina de River, el nueve que utilizaba
Higdekuti era puramente anecdótico porque jugaba retrasado, más cerca de Bozsik
como dos mediapuntas que generaban juego mientras que Puskas (10) y Kocsis (8)
aparecían como interiores cuando eran, en verdad, jugadores de área.
La
gran revolución táctica húngara pasaba por el retraso de su centrodelantero, lo
cual determinaba que las defensas rivales se confundieran a la hora de marcar y
si a ello se le suma la movilidad del resto del equipo, resultaba muy
complicado contrarrestarlo. De esta forma, la selección húngara impondría otro
sistema, el 4-2-4, que terminaba con años de la WM (3-2-5), que luego utilizaría
también Brasil para ganar en el Mundial siguiente, en Suecia 1958, con un
jovencito y debutante Pelé.
Lógicamente
que para el quinto Mundial, el de Suiza en 1954, cuando la fiesta retornó a
Europa luego de 16 años, Hungría era natural candidata al título. Dirigida por
Gusztav Sebes, su prestigio y las expectativas aumentaron cuando tras golear
8-2 a Alemania en la fase inicial, llegó el gran choque ante Brasil y pudo
vencer 4-2 en un violentísimo partido que se dio en llamar “La Batalla de
Berna” por los cuartos de final. Un saldo de tres expulsados, mientras que
Puskas, ausente por lesión, le arrojó un botellazo a Pinheiro, aunque las
acciones violentas ya habían comenzado en los vestuarios antes del partido.
Ya
en semifinal esperaba Uruguay, bicampeón del mundo e invicto en los Mundiales
porque los celestes no habían participado en Italia 1934 ni en Francia 1938, y
en una memorable semifinal, nuevamente apareció el talento de los grandes
jugadores magyares para imponerse 4-2 aunque los sudamericanos llegaron a
igualar un partido que parecía perdido y rozaron la hazaña otra vez.
Hungría
no parecía tener contra en ese Mundial. Llegaba a la final ante la misma
Alemania de Sepp Herberger a la que había goleado al inicio y todos reconocían
su gran fútbol, que se basaba en características muy nítidas: se trataba de un
fútbol total, sin posiciones fijas, posesión casi total de la pelota, presión
sobre el rival, fluida triangulación de pases y búsqueda permanente del arco
rival.
Claro
que para eso, el entrenador Sebes sostenía que necesitaba jugadores aptos no
sólo técnicamente sino también en su estado físico y con notable sentido
táctico. Si ante Brasil había sido la Batalla de Berna, la final ante Alemania
se conoce como “El Milagro de Berna” por la increíble remontada germana que de
perder 2-0 acabó ganando 3-2 con un líder como Fritz Walter que de esta forma
comenzó a alimentar en el estadio de Wankdorf el mito de una selección que ya
lleva atesorados cuatro títulos mundiales.
Sin
embargo, hay que señalar otros factores en esta final, como la sensacional
actuación del arquero alemán Toni Turek, que evitó una goleada monumental de
los húngaros, ayudado por la siempre necesaria fortuna de tres remates en los
palos y un Puskas aún sin su mejor forma porque continuaba arrastrando una
lesión que generó que lo infiltraran y que no llegara en buen estado para el
segundo tiempo.
Si
bien las posibilidades futbolísticas de los “mágicos magyares” parecían
intactas, con otro invicto de 18 partidos durante dos años hasta caer ante
Turquía, todo se complicó por razones externas cuando en 1956, Hungría fue
invadida por el Ejército Rojo soviético. Por ese entonces, el director técnico
nacional, Bela Gutman, que provenía del MTK, promovió una gira por distintos
países para recaudar fondos para el plantel, pero la FIFA y el gobierno
soviético declararon ilegal al equipo, que comenzó a recibir ofertas de asilo
político para sus jugadores. Sin embargo, justo al participar de la primera
Copa de Campeones de Europa, el Honved visitaba Bilbao para jugar ante el
Athletic cuando estalló la Revolución Húngara en Budapest y Czibor, Kocsis y
Puskas ya no regresaron a su país ni jugarían más para su selección, al igual
que el gran arquero Gyula Grosics.
Tras
dos años inactivos a causa de no poder inscribirse legalmente, Puskas acabó
firmando contrato con el Real Madrid para ser una notable figura en un
inolvidable equipo comandado por el argentino Alfredo Di Stéfano que ganó cinco
Copas de Europa consecutivas, mientras que sus compañeros Czibor y Kocsis
emigraron, respectivamente, a Italia y Suiza, aunque ambos acabaron jugando por
el Barcelona. El sueño de aquel gran equipo húngaro se había terminado.
LA
MARAVILLOSA RESPUESTA DE BRASIL AL CERROJO SESENTISTA
Para
muchos, la selección brasileña que participó en el Mundial de México en 1970
fue el mejor equipo de fútbol de la historia. Desde los números, los datos son
incontrastables. Ganó todos los partidos
del torneo, pero además se impuso también en todos los de la fase de
clasificación (ante Paraguay, Colombia y Venezuela, de local y de visitante)
pero aún así, esta explicación es nimia en comparación con lo que dejó como
recuerdo de espectáculos brillantes.
Poco
antes de iniciarse el Mundial, el entrenador Joao Saldanha (comentarista y de
militancia comunista) dejó su lugar a Mario Lobo Zagallo. Saldanha no era
querido por el dictador Emilio Garrastazú Médici (al que Chico Buarque le
dedicaba canciones como “Aparta de mí ese Caliz”, haciendo juego con la palabra
“cállese”, o “A usted no le gusto, pero a su hija sí” y un partido amistoso de
preparación ante Bulgaria (0-0) en el que Pelé ocupó el banco de suplentes e
ingresó casi al final, fue la excusa para su salida.
La decisión estaba tomada y acabó siendo
revolucionaria: el ataque estaría compuesto por cinco números diez en sus
equipos (Pelé en el Santos, Gerson en el San Pablo, Tostão en el Cruzeiro,
Roberto Rivelino en el Corinthians y Jairzinho en el Botafogo). La estrategia
consistía en que Gerson, Pelé y Rivelino llegarían a la zona final del rival
para definir, Tostão pivotearía de espaldas al arco contrario, y Jairzinho se
volcaría como extremo por la derecha.
Pero
los movimientos, que parecían insólitos y desafiantes al orden establecido en
los años sesenta, en los que se habían impuesto equipos con tácticas rígidas
del “Catenaccio” (Cerrojo) italiano, no terminaban allí. Porque Wilson Piazza
era volante en el Cruzeiro pero fue retrasado como marcador central para
desempeñarse al lado de Brito, y por los costados quedaban un muy técnico Carlos
Alberto, con gran vocación de ataque,
por la derecha, y Everaldo, el mejor defensor, por oficio y garra, de
los cuatro, por el costado izquierdo. Como volante central, completaba un
Clodoaldo con una cintura capaz de quitarse de encima dos jugadores en una
mínima parcela de césped. Con todos ellos, el arquero Félix, apenas mediocre,
no tuvo demasiado desgaste.
El
resultado de todas estas variantes tácticas no pudo ser mejor. Un fútbol
maravilloso de principio a fin con un Brasil en estado puro, fiel representante
de la alegría por el juego, el clásico “jogo bonito”, caracterizado por los
toques de balón, una técnica exquisita, laterales muy ofensivos que acompañaban
los ataques y una cadencia que demostró también que si la pelota corre con
precisión, no es necesario correr demasiado, sino lo justo.
También
ayudó al juego brasileño que justamente desde el Mundial de 1970 se comenzaron
a utilizar las tarjetas amarilla y roja para sancionar las faltas y hubo mayor
cuidado que en el Mundial anterior, el de Inglaterra 1966, en el que los
brasileños sufrieron infracciones violentísimas que, por ejemplo, acabaron
sacando a Pelé de la competición.
Quedan
para el recuerdo el taco de Tostão en el gol de Pelé ante Rumania, el golazo de
Jairzinho ante la Inglaterra campeona mundial 1966 (1-0) en la fase de grupos,
el que comenzó con un dribbling de Rivelino hacia los dos costados, y en el que
Tostão atrajo a tres defensores rivales para ayudar a su compañero, y Pelé, a
otros tres diferentes; la milagrosa
atajada de Gordon Banks ante un cabezazo a quemarropa de Pelé, o el remate desde la mitad de la cancha de
éste ante Víctor, el arquero checoslovaco, o el amague maravilloso del “Rey”
ante el gran arquero uruguayo Ladislao Mazurkiewicz en la semifinal (3-1)
aunque el remate cruzado final haya rozado el palo, o el perfecto salto de
cabeza de Pelé ante Tarcisio Burgnich en el primer gol de la final (4-1) ante
Italia (“Saltamos juntos, pero cuando yo estaba en la tierra, él seguía en el
aire”, confesó tiempo después el defensor azzurro,
quien agregó que “yo había pensado, para motivarme, que Pelé era de carne y
hueso, como todos, pero estaba equivocado”).
El
título mundial conseguido por Brasil estuvo lejos de llegar atravesando un
lecho de rosas. Comenzó perdiendo ante Rumania y tuvo que revertir el resultado
en la fase de grupos, fue durísimo el
triunfo ante Inglaterra. En el formidable partido ante el mejor Perú de su
historia, por los cuartos de final (4-2) hubo 49 remates al arco (27 de Brasil
y 22 de Perú), mientras que sufrió ante Uruguay en semifinales, con la sombra
de aquel torneo increíble perdido en el Maracaná en 1950 y aunque caía 1-0 pudo
dar vuelta el marcador para ganar 3-1 en una deslumbrante actuación de Pelé,
para finalizar floreándose ante la Italia que representaba el Catenaccio de los
sesenta luego de haber estado 1-1 por varios pasajes.
Brasil
acabaría rematando la faena en un pletórico estadio Azteca con un prodigioso
gol de su capitán, Carlos Alberto, tras un pase “de memoria”, sin mirar hacia la
punta, de Pelé, para que el lateral rematara con potencia al gol. No sólo
Brasil se quedaba definitivamente con la Copa Jules Rimet tras ganarla por
tercera vez, sino que lo hacía de la mejor manera, dando lugar al mito de “La
Copa del Mundo es nuestra” [1]
y además, terminaba con aquella gran derrota que había experimentado esta
sensacional generación de cracks en su niñez, con la humillación del Maracanazo
ante Uruguay en 1950[2].
Brasil
fue una fiesta del fútbol y entre tantos cracks, Pelé emergió como la gran
estrella y se convirtió, con toda justicia, en “O Rey”. “Brasil jugó un fútbol
digno de las ganas de fiesta y la voluntad de belleza de su gente”, llegó a
escribir el notable Eduardo Galeano[3],
mientras que el poeta escocés Alastair Reid
imaginó que si un marciano preguntara qué es el fútbol. “un video de
Brasil-Perú de México 70 lo convencería de que se trata de una expresión
artística”.
[1] Como cantaba por ese entonces el
gran poeta y diplomático Vinicius de Moraes.
[2] En “Anatomía de una derrota”,
L&PM, 1986, Pablo Perdigão cuenta que quería advertirle al arquero
brasileño Barbosa que estuviera alerta en el momento del fatídico gol de
Alcides Chiggia pero por prestarle atención al escritor, la pelota volvía a
escabullírsele de las manos.
[3] “Fútbol, a sol y a sombra”,
Eduardo Galeano, Siglo XXI, 1995
LA
NARANJA MECANICA DE MICHELS Y CRUYFF
Cuatro
años más tarde, en el Mundial 1974 de Alemania Federal, muchas cosas habían
cambiado. Brasil ya no era el mismo equipo ante la falta de varios jugadores
claves (Pelé , Gerson, Tostão y Carlos Alberto, entre otros) y sería el momento
acaso de la última gran revolución táctica en la historia del fútbol.
En
este caso, la selección holandesa retomaría la tradición del Wunterteam de los
años treinta y de Hungría de los cincuenta, aunque la adaptaría a los nuevos
tiempos a partir de la base del Ajax que marcaría una época como tricampeón de
la Copa de Europa (1971, 1972 y 1973) y
del Feyenoord, con jugadores como Haan, Krol, Rep, Rensenbrink, Van Heneggem y
especialmente Johan Cruyff, el estandarte y considerado uno de los mejores
cinco jugadores de la historia. Marinus Michels es considerado el padre del
sistema táctico que fue dado en llamar “La Naranja Mecánica”, debido a la
conmoción que generó por aquellos tiempos la película del mismo nombre de
Stanley Kubrick[1].
Había
llegado al Ajax en 1965, y alcanzó a ganar cuatro ligas holandesas y la Copa de
Europa de 1971 cuando fue contratado por el Barcelona, aunque el club holandés
siguió triunfando en Europa y hasta se consagró campeón intercontinental en
1972, ante Independiente de Argentina.
De
fondo, el sistema era el mismo de sus antecesores, pero a mucha mayor
velocidad, con presión muy alta, con extremos, pero con la aparición de un
aspecto inédito: la indiferenciación de la mayoría de las funciones generales
aunque no tanto las específicas. Todos atacan y todos defienden, con una
presión asfixiante y sin un centrodelantero puro, por la sencilla razón que al
recuperar el balón muy adelante, todos pueden llegar a la definición, así como
un delantero original puede acabar robando la pelota en defensa y ser el
motorizador del inicio de la jugada.
La
selección holandesa no disputaba un Mundial desde Francia 1938 y la expectativa
por lo que pudiera realizar este equipo, fue mayúscula. Michels sostenía que,
tal como ocurriera con Hungría de los años cincuenta, el estado físico de los
jugadores resultaba fundamental para poder cumplir con todos los requisitos y
en especial, porque al estar todos capacitados para atacar y defender apareció
la novedad del “relevo”. Al subir al ataque un defensor, otro compañero debía
trasladarse a su posición para ocupar esa plaza.
Sin
tener el virtuosismo técnico de Brasil, el juego más mecanizado pero al fin de
cuentas estético por la veloz circulación de balón y su constante búsqueda del
gol, también acabó siendo otra respuesta al Catenaccio defensivista de los
sesenta y a aquellos partidos lentos y aburridos de la década anterior. En
aquella Holanda de Michels, Rep y Rensenbrink
(uno de los dos únicos jugadores de ligas extranjeras, en el Anderlecht
de Bélgica) solían ir al ataque por sorpresa, con Cruyff (Barcelona) como máximo ejecutor y una especie
de director técnico dentro de la cancha, con su notable jerarquía, pero el
termómetro del equipo era Neeskens, el volante central.
Tras
sorprender en la fase de grupos, en la que otra vez el arquero uruguayo
Mazurkiewikz fue figura (2-0) tanto como ante Brasil cuatro años antes, Holanda
tuvo uno de sus mejores partidos ante Argentina en la segunda fase, a la que no
sólo goleó 4-0 sino que el arquero Jongbloed (que portaba el misterioso número
8 en su espalda) llegó a tocar el balón una sola vez en todo el partido y
gracias a un pase hacia atrás de un compañero.
Tras
eliminar también con claridad a Brasil, Holanda se encontró en la final ante el
rival más predecible, la Alemania Federal del “Kaiser” Franz Beckenbauer, un
organizador como Wolfgang Overath y un goleador implacable como Gerd Müller. Al
fin de cuentas, las selecciones de Alemania y Holanda reproducían el gran duelo
europeo de equipos de entonces entre los germanos del Bayern Munich y los
“oranges” del Ajax.
Si
bien Holanda partía como favorita y comenzó ganando 1-0 con un penal de
Neeskens sin que ningún alemán tocara la pelota desde el inicio del partido
hasta sacar del medio tras el gol, otra vez, como en Berna en 1954, los
alemanes daban vuelta la final y terminaban imponiéndose para ganar su segundo
título mundial. Sin embargo, el fútbol recordará por siempre el notable aporte
de la máquina de jugar al fútbol que fue, en 1974, el gran equipo naranja de
Michels y Cruyff.
Si
bien posteriormente ningún equipo ha podido alcanzar el nivel de los anteriormente
mencionados, hubo excelentes campeones, partidos memorables, e intentos de buen
fútbol por parte de varias selecciones, algunas tomando como punto de partida
un proyecto más colectivista (Holanda en la Eurocopa 1988, por ejemplo) o el
otro, más ligado a lo estético (Francia, entre 1982 y 1986, Brasil en los
años’90, España entre 2008 y 2012).
Cabe
al lector, quizás, encontrar sus preferencias en los últimos Mundiales y las
relaciones que algunos proyectos han tenido, por ejemplo, con las propuestas
anteriores o con otros estilos combinados.
2 comentarios:
Excelente artículo, felicitaciones Sergio!
Fernando
Realmente muy instructivo el artículo.
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