martes, 22 de mayo de 2018

El río como hilo conductor del fútbol más bello (Revista Istor, México)




Si hay un hilo conductor entre las selecciones nacionales que practicaron el fútbol más bello en todos los tiempos, acaso sea el agua como ámbito inspirador, en algunos casos a partir de ríos como el Danubio en Europa o el de La Plata, a principio del Siglo XX, o ya a mediados del mismo, las playas de Río de Janeiro. En todos los casos, los ríos fueron, accidentalmente o no, fuente inspiradora de muchos de los equipos que han dejado la mejor huella. Si hubo dos selecciones que no pudieron demostrar con títulos mundiales todo lo que significaron, pero hicieron escuela con similitudes sorprendentes pese a su lejanía geográfica y cultura, esas fueron las de Austria en Europa y Argentina en Sudamérica. En el resto de los casos, Hungría en Suiza 1954, Brasil en México 1970 y Holanda en Alemania Federal 1974, su fútbol ha quedado marcado a fuego en la historia de los Mundiales.

LA MARAVILLA DEL WUNDERTEAM






La selección austríaca, más conocida como el “Wunderteam” (Equipo Maravilloso), se constituyó alrededor del río Danubio, el segundo más largo de Europa detrás del Volga, que se extiende desde la Selva Negra en Alemania y atraviesa diez países, y entre otras ciudades, Viena y Bucarest. Es por eso que la selección austríaca creó en fútbol lo que se dio en llamar “La Escuela del Danubio” en los años treinta, aunque tendría influencia en los llamados “Mágicos Magyares” de Hungría en los años cincuenta, y en “La Naranja mecánica” holandesa de los setenta.
El “Wunderteam” tuvo, a su vez, influencia escocesa porque su emblemático entrenador, Hugo Meisl, se nutrió de su gran amigo y colega británico Jimmy Hogan, a quien llevó consigo a Austria. Ese estilo escocés que transmitía Hogan consistía en jugar el balón al ras del suelo, con pases cortos, ataque permanente, una enorme presión en posición de ataque para no dejar jugar al adversario y especialmente, una posesión casi total de la pelota, con lo que su rival no podía hacerse de ella y por lo tanto, no podía molestar.
Hasta ese momento, el fútbol que dominaba la escena europea era netamente el inglés, que prefería el balón en lo alto, con juego aéreo, centros precisos para que los delanteros concretaran con sus cabezas, aprovecharan los rebotes o dieran pases en profundidad con pases largos para explotar la velocidad. Meisl tomó también de su amigo Hogan el cambio en el cuidado de los futbolistas, a los que fue profesionalizando en el aspecto no sólo físico sino también alimentario, al introducir la dieta proteínica y reducir el consumo de carne para aumentar el de frutas e hidratos de carbono.
Meisl, también impulsor de la Copa Mitropa, antecesora de lo que luego fueron la Eurocopa y la Copa de Europa, había asumido como entrenador austríaco en 1912 pero la Primera Guerra Mundial había interrumpido su trabajo dos años más tarde, al punto de que luego debió formar parte del ejército por cinco años. Meisl regresó en 1919 y fue en ese momento cuando pudo poner en práctica, por fin, sus ideas, que terminarían dando sus frutos en los años treinta, especialmente entre 1931 y 1935, al punto de que Austria con el “Wunderteam” se constituyó, en opinión casi unánime, en la mejor selección europea de su tiempo.
El equipo austríaco tuvo como base a un jugador fundamental, mágico, como sin dudas fue Matías Sindelar, el mejor de Europa. Lo llamaban también “Der Papierene” (“el bailarín de papel”). Era muy delgado y frágil y por su virtuosismo técnico también fue conocido como “El Mozart del fútbol”. Sindelar era atacante (jugaba con el número nueve en su espalda) pero el “Wunderteam” era un equipo completo, con una defensa con estrellas como Karl Sesta y Franz Wagner, volantes como Josef Bican (oficialmente, el segundo máximo goleador de la historia) y Karl Zischek, y extremos como Johan Horvath y Rudolph Vierti. El equipo practicaba un sistema virtuoso que marcó época con la llamada WM, un sistema 3-2-5, con muchos jugadores en posición de ataque, con gran movilidad y con un planteo claro de su entrenador Meisl: “Antes de incluir a un torpe, preferiría jugar con diez”.
El 12 de abril de 1931, el Wunderteam estableció una racha de 14 partidos invicto que incluyó dos goleadas a Alemania (en ambos casos 5-0, tanto en Berlín como en Viena), 8-2 a Hungría y nada menos que 5-0 a Escocia, en la primera derrota de este equipo ante una selección no-británica. Al fin, la derrota llegó en el mítico Stanford Bridge de Londres ante Inglaterra por 4-3 en un partido para muchos inolvidable.
Austria se encaminaba con fuerza hacia el Mundial de Italia en 1934, con apenas una sola derrota posterior a Inglaterra, ante Checoslovaquia, en una serie con 28 victorias y un empate, y 102 goles en 31 partidos, siendo el último amistoso el disputado ante la que sería su gran rival de la época, la Italia de los tiempos del fascismo de Benito Mussolini, a la que vencería 4-2 en Turín.
Austria revalidó en el Mundial su condición de favorita venciendo a Francia primero, a Hungría en cuartos luego, aunque en un partido muy violento en el que varios de sus integrantes terminaron lesionados y justo cuando en semifinales esperaba la Italia del entrenador Vittorio Pozzo, gran amigo de su colega Meisl. Italia, impulsada por Mussolini hacia una victoria que ayudara a entronizar al fascismo, y con Giuseppe Meazza como único capaz de disputarle el centro europeo a Sindelar, dispuso de un cerrojo para controlar a una Austria desgastada, pero Pozzo destinó especialmente al argentino nacionalizado Luis Monti[1] para la marca del “Jugador de Papel” bajo la lluvia de San Siro, a lo que se sumó una brillante actuación del arquero local Giampiero Conti y sospechosos fallos del árbitro sueco Iván Eklind. Los locales marcaron un gol a poco de comenzar el partido a través de otro argentino nacionalizado,  Enrique Guaita. La derrota fue un duro golpe para un equipo que ya no sería nunca más el mismo, se rompería incluso la relación entre Meisl y Pozzo, y perdería también ante Alemania por el tercer lugar.
Dos años más tarde, otra vez Austria se encontraría con Italia en la final de los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 y volvería a perder. El “Anschluss”, la anexión de Austria por parte del Tercer Reich el 12 de marzo de 1938, marcaría el fin de este equipo, con el agregado de un partido amistoso entre Alemania y Austria previo al Mundial de Francia de ese año, ante la presencia del líder nazi Adolf Hitler. Pese a las órdenes de no convertir goles, Sindelar cambió de postura en el segundo tiempo y tras uno de los tantos, bailoteó frente al palco del Fuhrer. De hecho, ese fue su último partido, vivió desde entonces en la clandestinidad y el 23 de enero de 1939 se lo encontró sin vida junto a su novia María Castagnola. Dos años antes había fallecido Meisl, de un ataque al corazón, dejando algunos conceptos muy claros. Para jugadores técnicos e inteligentes, no puede haber esquemas fijos. Empezando por el arquero, todos deben colaborar en el trabajo constructivo y eficaz. Ni siquiera el arquero puede lanzar la pelota sin un plan. Hasta el arquero puede construir un ataque si pasa el balón con precisión. Los once futbolistas deben estar en continuo movimiento para que el adversario no pueda anticipar sus intenciones. Un volante puede avanzar por sorpresa y marcar un gol, pero en ese caso, un compañero debe tomar su posición. No hay quedarle la pelota al pie a un compañero sino delante de él, al espacio libre, para no detener el avance. El sistema de Meisl no era en realidad un sistema, se trataba de inteligencia, velocidad y sorpresa como claves del éxito. Otras dos selecciones, décadas más adelante, retomarían estos conceptos para marcar otras épocas.


[1] Protagonista de la primera final como albiceleste ante Uruguay en 1930, cuando se dijo que fue amenazado en el entretiempo y bajó su rendimiento en la etapa final y luego emigró.




ARGENTINA Y EL DOMINIO SIN CHANCES MUNDIALISTAS





Con unos pocos años de diferencia con el Wunderteam, y alrededor de otro río, el de la Plata, la selección argentina desarrolló algunas situaciones con bastante paralelismo. Su dominio continental fue casi total, ganando los torneos sudamericanos (antecedentes de la Copa América) de 1937, 1941, 1945, 1946 y 1947, el primero bajo la dirección técnica de Manuel Seoane y el resto, de la de Guillermo Stábile. Tanto Seoane como Stábile habían sido estrellas de las primeras décadas del siglo XX (Stábile había sido el máximo goleador del Mundial de Uruguay 1930).
En los años cuarenta, con el aumento de la población en las grandes ciudades, los beneficios que la Argentina tuvo como país exportador con la crisis europea tras la Segunda Guerra Mundial y la posibilidad de desarrollar la técnica en los llamados “potreros”, donde la pelota picaba mal y había que aprender a dominarla, el fútbol argentino se pobló de grandes cracks que emergían de los clubes seguidos masivamente por sus hinchas.
En los primeros años del Siglo XX, el fútbol argentino había conseguido desplazar a los británicos que habían introducido el deporte desde su llegada a los principales puertos, debido a que, sin mucha conexión con los austríacos, habían desarrollado, de fondo, la misma idea de juego: el toque corto, al ras, de atrás hacia adelante, en lo que llamaron “pared” y una técnica distinta y propia: la “gambeta”, un recurso para eludir a rivales en recortes individuales con lo que se resolvían muchas jugadas durante los partidos.
El fútbol argentino vivió en los años cuarenta la definitiva expansión de sus equipos como Boca Juniors, River Plate, Racing Club, Independiente, San Lorenzo, Huracán o Vélez Sársfield en Buenos Aires, que desde la llegada del gobierno populista de Juan Perón consiguieron fondos estatales para construir o ampliar sus estadios.
La proliferación de cracks era tal, que en los torneos sudamericanos, la selección argentina se permitía alterar un equipo A y uno B con la misma eficacia, utilizando la defensa completa de un equipo, los volantes de otro y el ataque de un tercero, siempre bajo el sistema 2-3-5, muy parecido al austríaco. Jugadores como Norberto Méndez (máximo goleador argentino en la historia de los sudamericanos, con 17 tantos), José Manuel Moreno, Angel Labruna, René Pontoni (el ídolo del Papa Francisco), Rinaldo Martino, Vicente De la Mata o Alfredo Di Stéfano eran grandes estrellas reconocidas como tales en el continente, dando verdaderos recitales de fútbol en un tiempo de enorme romanticismo, aunque con el obstáculo de gran aislamiento de Europa.
La gran deuda de este fútbol argentino fue el no haber podido confirmar su dominio ante equipos europeos. Desde 1930, cuando jugó ante Yugoslavia, hasta 1951, que por fin viajó a Wembley para disputar un amistoso ante Inglaterra (que por eso se sobredimensionó)[1], no tuvo posibilidad de competir y probarse ante conjuntos del Viejo Continente. El fútbol argentino tuvo otros obstáculos en ese tiempo, uno interno y el otro, externo. El interno fue la incapacidad dirigencial, que tras haber perdido por escaso margen de votos la organización del Mundial de 1938 a manos de Francia, expresó su disgusto no asistiendo a los Mundiales de 1950 y 1954 (especialmente al primero de ellos, que acabó ganando el vecino Uruguay), aunque el oro panamericano de 1951 y 1955 refuerzan la idea del dominio continental albiceleste. El factor externo está relacionado con la imposibilidad de disputar los Mundiales de la década, 1942 y 1946, a causa de la segunda Guerra Mundial.
Acaso un ejemplo de la potencia, la elegancia y la fiesta que significaba el fútbol argentino fue lo ocurrido para el Sudamericano de Guayaquil, Ecuador, en 1947, cuando había tal proliferación de cracks que la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) determinó una Comisión Especial para la convocatoria al equipo nacional, que llamó a un plebiscito popular. De éste surgió una selección que de 22 jugadores contó con nueve delanteros (Boyé, Méndez, Pontoni, Moreno, Loustau, Sued, Cerviño, Fernández y Di Stéfano) relegando a Martino (luego titular de la selección italiana y campeón con la Juventus), De la Mata (integrante de un tridente mágico en Independiente con Antonio Sastre y el paraguayo Arsenio Erico en los años treinta), Labruna o Pedernera, integrantes de la célebre “Máquina” de River Plate. Esa selección ganó de manera brillante el torneo en Ecuador.
De todos los equipos argentinos, si hay uno para destacar y que marcó época, ese fue, sin dudas, “La Máquina” de River, compuesta por cinco delanteros: dos extremos (Muñoz y Loustau), dos internos (Moreno y Labruna) y un centrodelantero (Pedernera) que jugaba atrasado e ingresaba como una flecha por el medio, de sorpresa, pero que era capaz de organizar la jugada, aunque los dos internos tenían una enorme capacidad de gol y una creatividad absoluta. Todo funcionaba, y luego Pedernera fue reemplazado por Di Stéfano, antes de su espectacular paso por Millonarios de Colombia y especialmente, el Real Madrid. Sin conocer lo que había ocurrido años atrás con el Wunderteam, del otro lado del océano, el ataque argentino terminaba siendo sin un nueve de área, llegando desde atrás, es decir, con cierto parecido al esquema de los austríacos.
El fútbol argentino contaba con una organización en sus equipos, pero quedaba gran espacio para la creatividad con una gran libertad de decisión del jugador, siendo el entrenador quien en todo caso, tomaba determinaciones generales o la alineación del equipo al tener que elegir entre tantas estrellas. Roque Máspoli, el gran arquero uruguayo campeón mundial en el mítico “Maracanazo” de 1950 en Brasil, comentaba en un documental que “nosotros no tuvimos temor ante los locales en ese torneo, pero sí en cambio temíamos a los argentinos cuando debíamos enfrentarlos. A veces en el túnel, antes de ingresar, conversábamos con Shubert Gambetta (defensor) sobre lo que podía pasar y decíamos “hoy nos hacen cinco” o “mirá quién juega adelante para ellos. Por suerte, Argentina no fue rival nuestro en ese Mundial”.[2]
El historiador Eduardo Cantaro recuerda en sus redes sociales que para una primera programación del Mundial de Brasil de 1950, el primero que se disputaría desde 1938 a causa de la interrupción por la Segunda Guerra Mundial, los cuatro cabezas de serie de los grupos que se planteaba el Comité Ejecutivo de la FIFA eran Brasil (local), Italia (campeón mundial), Inglaterra (que por fin aceptaba participar en un torneo de esta naturaleza), y Argentina (considerado como mejor equipo del mundo). Luego, la AFA decidió no participar, como tampoco lo había hecho en Francia 1938 o en el Sudamericano de 1939 en Lima, Perú.
En aquel Mundial de 1938, había sobresalido el brasileño Leónidas da Silva, “El Diamante Negro”, quien luego reconoció que casi todo lo que era “lo aprendí de mi compañero argentino Antonio Sastre en el San Pablo”, que fue campeón en cinco de los diez torneos de la década de los Cuarenta. San Lorenzo de Almagro, que había sido campeón argentino en 1946 con una recordada delantera (Imbelloni, Farro, Pontoni, Martino y Silva), salió de gira europea a principios de 1947 y alcanzó a golear a la selección española  (que tres años más tarde saldría tercera en el Mundial de Brasil) por 6-1.
César Luis Menotti suele sostener que para que años más tarde haya nacido un jugador genial como Lionel Messi, antes debió haber un Maradona, y para que naciera un Maradona, antes debió haber un Kempes, y antes de Kempes un Sívori y antes, un Di Stéfano, un Moreno o un Pedernera[3]. A esto, Menotti agregado es difícil que pueda nacer un genio del fútbol en países sin tradición y estilo.




[1] La revancha se disputó dos años más tarde en Buenos Aires, con un triunfo para cada uno.
[2] Colección “Los Mundiales”, Aldus Editorial, 1994, Buenos Aires, Argentina.
[3] Ver entrevista con Menotti por Pablo Aro Geraldes: http://arogeraldes.blogspot.com.br/2009/11/cesar-luis-menotti-pablo-aro-geraldes.html


LA MAGIA MAGYAR DE LOS AÑOS CINCUENTA

Con el precedente del Wunderteam de quince años atrás, es una obligación mencionar entre los mejores equipos de la historia a la selección de Hungría de los años cincuenta, dueña de grandes hazañas pero más que todo, de haber dejado una enorme huella con su fútbol genial, aunque igual que su antecesora, haya tenido que atravesar por trágicas circunstancias que acabaron con ella y que fueron ajenas al deporte. También el equipo húngaro se construyó a la vera del río, desde la ciudad de Budapest, conocida también como “la Perla del Danubio”.

La selección húngara había sido campeona olímpica en los Juegos de Helsinki, en 1952 y llegó a permanecer invicta durante 32 partidos. Se la llamó “El Equipo de Oro” y contaba con algunos jugadores de extraordinaria calidad como los delanteros Josef Toth, Sándor Kocsis, Nándor Hidegkuti, Zoltan Czibor pero en especial, a su gran figura, Ferenc Puskas. La base de este equipo era el Budapest Honved, cuatro veces campeón húngaro en los años cincuenta.
Con esta actuación olímpica, Hungría agrandó el mito cuando su fama generó que fuera invitada a jugar un partido amistoso en Wembley ante Inglaterra. Ese día quedó grabado a fuego para los amantes del fútbol estético porque los magyares se impusieron por un fabuloso 3-6, siendo el primer conjunto no británico que se impuso en ese estadio y para que no quedaran dudas, se volvió a imponer en la revancha de Budapest, en 1954, por 7-1
Sir Bobby Robson llegó a jugar ante aquel equipo húngaro en Wembley y recordó tiempo después que “nos sorprendió un nuevo sistema de juego que no habíamos visto antes. Ni conocíamos a esos jugadores ni a Puskas. Recuerdo que algunos de ellos estaban en el servicio militar”. Ese partido también generó un terremoto táctico porque los jugadores húngaros utilizaban en sus espaldas números que no estaban exactamente relacionados con sus posiciones en el campo. Es que, conceptualmente, los números no significaban nada. Tal como había ocurrido con el Wunderteam o con La Máquina de River, el nueve que utilizaba Higdekuti era puramente anecdótico porque jugaba retrasado, más cerca de Bozsik como dos mediapuntas que generaban juego mientras que Puskas (10) y Kocsis (8) aparecían como interiores cuando eran, en verdad, jugadores de área.
La gran revolución táctica húngara pasaba por el retraso de su centrodelantero, lo cual determinaba que las defensas rivales se confundieran a la hora de marcar y si a ello se le suma la movilidad del resto del equipo, resultaba muy complicado contrarrestarlo. De esta forma, la selección húngara impondría otro sistema, el 4-2-4, que terminaba con años de la WM (3-2-5), que luego utilizaría también Brasil para ganar en el Mundial siguiente, en Suecia 1958, con un jovencito y debutante Pelé.
Lógicamente que para el quinto Mundial, el de Suiza en 1954, cuando la fiesta retornó a Europa luego de 16 años, Hungría era natural candidata al título. Dirigida por Gusztav Sebes, su prestigio y las expectativas aumentaron cuando tras golear 8-2 a Alemania en la fase inicial, llegó el gran choque ante Brasil y pudo vencer 4-2 en un violentísimo partido que se dio en llamar “La Batalla de Berna” por los cuartos de final. Un saldo de tres expulsados, mientras que Puskas, ausente por lesión, le arrojó un botellazo a Pinheiro, aunque las acciones violentas ya habían comenzado en los vestuarios antes del partido.
Ya en semifinal esperaba Uruguay, bicampeón del mundo e invicto en los Mundiales porque los celestes no habían participado en Italia 1934 ni en Francia 1938, y en una memorable semifinal, nuevamente apareció el talento de los grandes jugadores magyares para imponerse 4-2 aunque los sudamericanos llegaron a igualar un partido que parecía perdido y rozaron la hazaña otra vez.
Hungría no parecía tener contra en ese Mundial. Llegaba a la final ante la misma Alemania de Sepp Herberger a la que había goleado al inicio y todos reconocían su gran fútbol, que se basaba en características muy nítidas: se trataba de un fútbol total, sin posiciones fijas, posesión casi total de la pelota, presión sobre el rival, fluida triangulación de pases y búsqueda permanente del arco rival.
Claro que para eso, el entrenador Sebes sostenía que necesitaba jugadores aptos no sólo técnicamente sino también en su estado físico y con notable sentido táctico. Si ante Brasil había sido la Batalla de Berna, la final ante Alemania se conoce como “El Milagro de Berna” por la increíble remontada germana que de perder 2-0 acabó ganando 3-2 con un líder como Fritz Walter que de esta forma comenzó a alimentar en el estadio de Wankdorf el mito de una selección que ya lleva atesorados cuatro títulos mundiales.
Sin embargo, hay que señalar otros factores en esta final, como la sensacional actuación del arquero alemán Toni Turek, que evitó una goleada monumental de los húngaros, ayudado por la siempre necesaria fortuna de tres remates en los palos y un Puskas aún sin su mejor forma porque continuaba arrastrando una lesión que generó que lo infiltraran y que no llegara en buen estado para el segundo tiempo.
Si bien las posibilidades futbolísticas de los “mágicos magyares” parecían intactas, con otro invicto de 18 partidos durante dos años hasta caer ante Turquía, todo se complicó por razones externas cuando en 1956, Hungría fue invadida por el Ejército Rojo soviético. Por ese entonces, el director técnico nacional, Bela Gutman, que provenía del MTK, promovió una gira por distintos países para recaudar fondos para el plantel, pero la FIFA y el gobierno soviético declararon ilegal al equipo, que comenzó a recibir ofertas de asilo político para sus jugadores. Sin embargo, justo al participar de la primera Copa de Campeones de Europa, el Honved visitaba Bilbao para jugar ante el Athletic cuando estalló la Revolución Húngara en Budapest y Czibor, Kocsis y Puskas ya no regresaron a su país ni jugarían más para su selección, al igual que el gran arquero Gyula Grosics.
Tras dos años inactivos a causa de no poder inscribirse legalmente, Puskas acabó firmando contrato con el Real Madrid para ser una notable figura en un inolvidable equipo comandado por el argentino Alfredo Di Stéfano que ganó cinco Copas de Europa consecutivas, mientras que sus compañeros Czibor y Kocsis emigraron, respectivamente, a Italia y Suiza, aunque ambos acabaron jugando por el Barcelona. El sueño de aquel gran equipo húngaro se había terminado.

LA MARAVILLOSA RESPUESTA DE BRASIL AL CERROJO SESENTISTA

Para muchos, la selección brasileña que participó en el Mundial de México en 1970 fue el mejor equipo de fútbol de la historia. Desde los números, los datos son incontrastables.  Ganó todos los partidos del torneo, pero además se impuso también en todos los de la fase de clasificación (ante Paraguay, Colombia y Venezuela, de local y de visitante) pero aún así, esta explicación es nimia en comparación con lo que dejó como recuerdo de espectáculos brillantes.
Poco antes de iniciarse el Mundial, el entrenador Joao Saldanha (comentarista y de militancia comunista) dejó su lugar a Mario Lobo Zagallo. Saldanha no era querido por el dictador Emilio Garrastazú Médici (al que Chico Buarque le dedicaba canciones como “Aparta de mí ese Caliz”, haciendo juego con la palabra “cállese”, o “A usted no le gusto, pero a su hija sí” y un partido amistoso de preparación ante Bulgaria (0-0) en el que Pelé ocupó el banco de suplentes e ingresó casi al final, fue la excusa para su salida.
 La decisión estaba tomada y acabó siendo revolucionaria: el ataque estaría compuesto por cinco números diez en sus equipos (Pelé en el Santos, Gerson en el San Pablo, Tostão en el Cruzeiro, Roberto Rivelino en el Corinthians y Jairzinho en el Botafogo). La estrategia consistía en que Gerson, Pelé y Rivelino llegarían a la zona final del rival para definir, Tostão pivotearía de espaldas al arco contrario, y Jairzinho se volcaría como extremo por la derecha.
Pero los movimientos, que parecían insólitos y desafiantes al orden establecido en los años sesenta, en los que se habían impuesto equipos con tácticas rígidas del “Catenaccio” (Cerrojo) italiano, no terminaban allí. Porque Wilson Piazza era volante en el Cruzeiro pero fue retrasado como marcador central para desempeñarse al lado de Brito, y por los costados quedaban un muy técnico Carlos Alberto, con gran vocación de ataque,  por la derecha, y Everaldo, el mejor defensor, por oficio y garra, de los cuatro, por el costado izquierdo. Como volante central, completaba un Clodoaldo con una cintura capaz de quitarse de encima dos jugadores en una mínima parcela de césped. Con todos ellos, el arquero Félix, apenas mediocre, no tuvo demasiado desgaste.
El resultado de todas estas variantes tácticas no pudo ser mejor. Un fútbol maravilloso de principio a fin con un Brasil en estado puro, fiel representante de la alegría por el juego, el clásico “jogo bonito”, caracterizado por los toques de balón, una técnica exquisita, laterales muy ofensivos que acompañaban los ataques y una cadencia que demostró también que si la pelota corre con precisión, no es necesario correr demasiado, sino lo justo.
También ayudó al juego brasileño que justamente desde el Mundial de 1970 se comenzaron a utilizar las tarjetas amarilla y roja para sancionar las faltas y hubo mayor cuidado que en el Mundial anterior, el de Inglaterra 1966, en el que los brasileños sufrieron infracciones violentísimas que, por ejemplo, acabaron sacando a Pelé de la competición.
Quedan para el recuerdo el taco de Tostão en el gol de Pelé ante Rumania, el golazo de Jairzinho ante la Inglaterra campeona mundial 1966 (1-0) en la fase de grupos, el que comenzó con un dribbling de Rivelino hacia los dos costados, y en el que Tostão atrajo a tres defensores rivales para ayudar a su compañero, y Pelé, a otros tres diferentes;  la milagrosa atajada de Gordon Banks ante un cabezazo a quemarropa de Pelé,  o el remate desde la mitad de la cancha de éste ante Víctor, el arquero checoslovaco, o el amague maravilloso del “Rey” ante el gran arquero uruguayo Ladislao Mazurkiewicz en la semifinal (3-1) aunque el remate cruzado final haya rozado el palo, o el perfecto salto de cabeza de Pelé ante Tarcisio Burgnich en el primer gol de la final (4-1) ante Italia (“Saltamos juntos, pero cuando yo estaba en la tierra, él seguía en el aire”, confesó tiempo después el defensor azzurro, quien agregó que “yo había pensado, para motivarme, que Pelé era de carne y hueso, como todos, pero estaba equivocado”).
El título mundial conseguido por Brasil estuvo lejos de llegar atravesando un lecho de rosas. Comenzó perdiendo ante Rumania y tuvo que revertir el resultado  en la fase de grupos, fue durísimo el triunfo ante Inglaterra. En el formidable partido ante el mejor Perú de su historia, por los cuartos de final (4-2) hubo 49 remates al arco (27 de Brasil y 22 de Perú), mientras que sufrió ante Uruguay en semifinales, con la sombra de aquel torneo increíble perdido en el Maracaná en 1950 y aunque caía 1-0 pudo dar vuelta el marcador para ganar 3-1 en una deslumbrante actuación de Pelé, para finalizar floreándose ante la Italia que representaba el Catenaccio de los sesenta luego de haber estado 1-1 por varios pasajes.
Brasil acabaría rematando la faena en un pletórico estadio Azteca con un prodigioso gol de su capitán, Carlos Alberto, tras un pase “de memoria”, sin mirar hacia la punta, de Pelé, para que el lateral rematara con potencia al gol. No sólo Brasil se quedaba definitivamente con la Copa Jules Rimet tras ganarla por tercera vez, sino que lo hacía de la mejor manera, dando lugar al mito de “La Copa del Mundo es nuestra” [1] y además, terminaba con aquella gran derrota que había experimentado esta sensacional generación de cracks en su niñez, con la humillación del Maracanazo ante Uruguay en 1950[2].
Brasil fue una fiesta del fútbol y entre tantos cracks, Pelé emergió como la gran estrella y se convirtió, con toda justicia, en “O Rey”. “Brasil jugó un fútbol digno de las ganas de fiesta y la voluntad de belleza de su gente”, llegó a escribir el notable Eduardo Galeano[3], mientras que el poeta escocés Alastair Reid  imaginó que si un marciano preguntara qué es el fútbol. “un video de Brasil-Perú de México 70 lo convencería de que se trata de una expresión artística”.



[1] Como cantaba por ese entonces el gran poeta y diplomático Vinicius de Moraes.
[2] En “Anatomía de una derrota”, L&PM, 1986, Pablo Perdigão cuenta que quería advertirle al arquero brasileño Barbosa que estuviera alerta en el momento del fatídico gol de Alcides Chiggia pero por prestarle atención al escritor, la pelota volvía a escabullírsele de las manos.
[3] “Fútbol, a sol y a sombra”, Eduardo Galeano, Siglo XXI, 1995

LA NARANJA MECANICA DE MICHELS Y CRUYFF

Cuatro años más tarde, en el Mundial 1974 de Alemania Federal, muchas cosas habían cambiado. Brasil ya no era el mismo equipo ante la falta de varios jugadores claves (Pelé , Gerson, Tostão y Carlos Alberto, entre otros) y sería el momento acaso de la última gran revolución táctica en la historia del fútbol.
En este caso, la selección holandesa retomaría la tradición del Wunterteam de los años treinta y de Hungría de los cincuenta, aunque la adaptaría a los nuevos tiempos a partir de la base del Ajax que marcaría una época como tricampeón de la Copa de Europa (1971, 1972 y 1973)  y del Feyenoord, con jugadores como Haan, Krol, Rep, Rensenbrink, Van Heneggem y especialmente Johan Cruyff, el estandarte y considerado uno de los mejores cinco jugadores de la historia. Marinus Michels es considerado el padre del sistema táctico que fue dado en llamar “La Naranja Mecánica”, debido a la conmoción que generó por aquellos tiempos la película del mismo nombre de Stanley Kubrick[1].
Había llegado al Ajax en 1965, y alcanzó a ganar cuatro ligas holandesas y la Copa de Europa de 1971 cuando fue contratado por el Barcelona, aunque el club holandés siguió triunfando en Europa y hasta se consagró campeón intercontinental en 1972, ante Independiente de Argentina.
De fondo, el sistema era el mismo de sus antecesores, pero a mucha mayor velocidad, con presión muy alta, con extremos, pero con la aparición de un aspecto inédito: la indiferenciación de la mayoría de las funciones generales aunque no tanto las específicas. Todos atacan y todos defienden, con una presión asfixiante y sin un centrodelantero puro, por la sencilla razón que al recuperar el balón muy adelante, todos pueden llegar a la definición, así como un delantero original puede acabar robando la pelota en defensa y ser el motorizador del inicio de la jugada.
La selección holandesa no disputaba un Mundial desde Francia 1938 y la expectativa por lo que pudiera realizar este equipo, fue mayúscula. Michels sostenía que, tal como ocurriera con Hungría de los años cincuenta, el estado físico de los jugadores resultaba fundamental para poder cumplir con todos los requisitos y en especial, porque al estar todos capacitados para atacar y defender apareció la novedad del “relevo”. Al subir al ataque un defensor, otro compañero debía trasladarse a su posición para ocupar esa plaza.
Sin tener el virtuosismo técnico de Brasil, el juego más mecanizado pero al fin de cuentas estético por la veloz circulación de balón y su constante búsqueda del gol, también acabó siendo otra respuesta al Catenaccio defensivista de los sesenta y a aquellos partidos lentos y aburridos de la década anterior. En aquella Holanda de Michels, Rep y Rensenbrink  (uno de los dos únicos jugadores de ligas extranjeras, en el Anderlecht de Bélgica) solían ir al ataque por sorpresa, con Cruyff  (Barcelona) como máximo ejecutor y una especie de director técnico dentro de la cancha, con su notable jerarquía, pero el termómetro del equipo era Neeskens, el volante central.
Tras sorprender en la fase de grupos, en la que otra vez el arquero uruguayo Mazurkiewikz fue figura (2-0) tanto como ante Brasil cuatro años antes, Holanda tuvo uno de sus mejores partidos ante Argentina en la segunda fase, a la que no sólo goleó 4-0 sino que el arquero Jongbloed (que portaba el misterioso número 8 en su espalda) llegó a tocar el balón una sola vez en todo el partido y gracias a un pase hacia atrás de un compañero.
Tras eliminar también con claridad a Brasil, Holanda se encontró en la final ante el rival más predecible, la Alemania Federal del “Kaiser” Franz Beckenbauer, un organizador como Wolfgang Overath y un goleador implacable como Gerd Müller. Al fin de cuentas, las selecciones de Alemania y Holanda reproducían el gran duelo europeo de equipos de entonces entre los germanos del Bayern Munich y los “oranges” del Ajax.
Si bien Holanda partía como favorita y comenzó ganando 1-0 con un penal de Neeskens sin que ningún alemán tocara la pelota desde el inicio del partido hasta sacar del medio tras el gol, otra vez, como en Berna en 1954, los alemanes daban vuelta la final y terminaban imponiéndose para ganar su segundo título mundial. Sin embargo, el fútbol recordará por siempre el notable aporte de la máquina de jugar al fútbol que fue, en 1974, el gran equipo naranja de Michels y Cruyff.
Si bien posteriormente ningún equipo ha podido alcanzar el nivel de los anteriormente mencionados, hubo excelentes campeones, partidos memorables, e intentos de buen fútbol por parte de varias selecciones, algunas tomando como punto de partida un proyecto más colectivista (Holanda en la Eurocopa 1988, por ejemplo) o el otro, más ligado a lo estético (Francia, entre 1982 y 1986, Brasil en los años’90, España entre 2008 y 2012).
Cabe al lector, quizás, encontrar sus preferencias en los últimos Mundiales y las relaciones que algunos proyectos han tenido, por ejemplo, con las propuestas anteriores o con otros estilos combinados.


[1] Filmada en 1971.

2 comentarios:

Fernando dijo...

Excelente artículo, felicitaciones Sergio!
Fernando

Fernando dijo...

Realmente muy instructivo el artículo.