El fútbol se prepara para vivir, dentro de un mes en
Rusia, la fiesta del Mundial, para la que hay que esperar cuatro años. Muchas
veces se hace muy largo, especialmente para las generaciones que se encuentran
en la cima y saben que probablemente su ciclo sea irrepetible y la oportunidad,
única en su carrera.
Una de las mayores gracias del Mundial consiste en
la “dulce espera”, lo que genera una particular ansiedad y un acostumbramiento
a la cita que proviene de 1930, cuando se disputó la primera Copa del Mundo en
Uruguay por iniciativa de Jules Rimet, por entonces presidente de la FIFA.
Con el tiempo, el formato de los Mundiales se fue
adaptando a la realidad de cada época y de los dieciséis equipos con los que se
disputó durante largo tiempo, se pasó a los veinticuatro, para llegar a los
actuales treinta y dos en ocho grupos de cuatro equipos cada uno.
Sin embargo, desde que el ítalo-suizo Gianni
Infantino asumió la presidencia de la entidad madre del fútbol mundial en
febrero de 2016, la parafernalia de los grandes torneos lo fue invadiendo todo,
con una aparente necesidad de ejercer una especie de diplomacia amplificada a
los cinco continentes como para que el manto del fútbol abarque cada punto del planeta.
Y así es que el ahora mandamás del fútbol ideó que a
partir del Mundial de 2026, la cifra de selecciones participantes pase a
cuarenta y ocho, con lo cual muchos torneos clasificatorios continentales
quedarían reducidos a la nada o casi nada.
Si tomamos el ejemplo de Sudamérica, si en la
clasificación participan diez equipos y por ejemplo la Conmebol pasara a tener
seis plazas, sólo cuatro quedarían eliminados de la fase final, y lo mismo
pasaría en cada grupo europeo. ¿Se imaginan si además, como todo indica,
Argentina, Uruguay y Paraguay fueran elegidas sedes del Mundial 2030? Quedarían
siete selecciones para que se clasifiquen seis.
Eso no es todo: días pasados, en una reunión de la
dirigencia del fútbol internacional en Buenos Aires, a la que asistió un
hiperkinético Infantino, la dirigencia de la Conmebol sorprendió (¿sorprendió?)
al presidente de la FIFA y a miembros de la UEFA, proponiendo, repentinamente,
adelantar lo de los cuarenta y ocho equipos para Qatar 2022, el Mundial
siguiente al de Rusia 2018.
Infantino dijo que agradecía la propuesta y que la
estudiaría. ¿A qué se debió tamaña generosidad sudamericana? A que la
dirigencia qatarí, muy sospechada por aquella votación de 2010 -que le otorgó
la sede de 2022 y que dejó afuera candidaturas como las de Estados Unidos,
Japón, Corea y Australia, por lo cual habría estallado el FIFA-Gate y otra
investigación por supuestos sobornos desde la justicia suiza- sabe bien que su
país se encuentra aislado políticamente, y se propone tercerizar algunas sedes
a sus vecinos Bahrein y Emiratos Árabes, para lo cual necesita más
participantes en su torneo y entonces, los colegas de “por aquí” ayudaron en la
iniciativa, por puro caritativos que son.
Pero Infantino no se contenta con el Mundial de
cuarenta y ocho equipos, y también está por lanzar ahora un nuevo proyecto, el
de un Súper Mundial de Clubes con veinticuatro equipos, para que comience en
2021, que reemplazaría a la actual Copa de las Confederaciones, se jugaría en
dieciocho días, cada cuatro años –como los Mundiales de selecciones nacionales-
y con los cuatro últimos campeones de la Champions League, la Europa League y la
Copa Libertadores, más campeones de otros continentes.
La idea, así planteada, suena disparatada a todas
luces, porque no sólo acabaría con la acertada Copa de las Confederaciones, que
además de cotejar en igualdad de condiciones a las selecciones campeonas de
cada continente, sirve para chequear todo lo relacionado con la sede del
Mundial un año antes y en la misma época del año, sino que comienza a romper la
lógica competitividad que debe existir.
Desde lo temporal, porque un equipo sudamericano, o
africano, o asiático, se desmembra a veces no en un año sino en seis meses. ¿Se
imaginan a un equipo argentino que gane la Copa Libertadores en 2019,
compitiendo en 2021 contra el campeón de la Champions europea de ese año? Ya no
sería el mismo, y probablemente apenas quede un jugador o ninguno dos
temporadas más tarde porque económicamente es imposible sostener un
jugador-estrella por dos años.
Pero desde lo deportivo, ¿cuál sería el mérito del
campeón de la Europa League, lo que significa que en su liga nacional no subió
del cuarto lugar –en el mejor de los casos- para enfrentarse en un Mundial al
campeón de la Copa Libertadores, para lo cual tuvo que obtener la plaza
saliendo entre los tres o cuatro primeros (en el peor de los casos) en su liga?
Ninguno, pero cada vez parece importar menos en este tiempo del marketing y los
negocios.
Por si fuera poco, Infantino se reunió para evaluar
la idea con los principales dirigentes de los poderosos clubes europeos. ¿Y el
resto de los continentes? No interesan para nada. Son apenas testigos
obedientes de lo que decida el poder político del fútbol.
¿Qué busca la FIFA de fondo, además del dinero? Acabar,
por fin, con lo que se llama despectivamente “el virus FIFA”, esto de los
amistosos (o muchos partidos de clasificatorias) de selecciones nacionales del
“Tercer Mundo” que cansan a los futbolistas de los equipos poderosos europeos,
o directamente los lesionan.
En otras palabras: vamos hacia un fútbol en el que
cada vez mandan más los clubes europeos (el negocio) y cada vez menos las
selecciones nacionales (lo simbólico).
Entonces, desde la segunda mitad de 2018, Europa
comienza a disputar un nuevo torneo, el de la Copa de las Naciones, paralelo a
la clasificación para la Eurocopa de Francia de 2020, o sea que ya no hay lugar
para amistosos “raros”, la clasificación mundialista pierde sentido (entonces
no hay que ceder a los jugadores al Tercer Mundo) y se acaba la Copa
Confederaciones (Selecciones) para que jueguen (y ganen) los europeos (los
poderosos).
Joseph Blatter el saliente presidente de la FIFA,
solía decir que él tenía que “administrar la pasión”. Bueno parece que
Infantino decidió administrar el poder, sin escalas.
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