lunes, 14 de mayo de 2018

Una FIFA desmesurada y europeísta (Jornada)





El fútbol se prepara para vivir, dentro de un mes en Rusia, la fiesta del Mundial, para la que hay que esperar cuatro años. Muchas veces se hace muy largo, especialmente para las generaciones que se encuentran en la cima y saben que probablemente su ciclo sea irrepetible y la oportunidad, única en su carrera.

Una de las mayores gracias del Mundial consiste en la “dulce espera”, lo que genera una particular ansiedad y un acostumbramiento a la cita que proviene de 1930, cuando se disputó la primera Copa del Mundo en Uruguay por iniciativa de Jules Rimet, por entonces presidente de la FIFA.

Con el tiempo, el formato de los Mundiales se fue adaptando a la realidad de cada época y de los dieciséis equipos con los que se disputó durante largo tiempo, se pasó a los veinticuatro, para llegar a los actuales treinta y dos en ocho grupos de cuatro equipos cada uno.

Sin embargo, desde que el ítalo-suizo Gianni Infantino asumió la presidencia de la entidad madre del fútbol mundial en febrero de 2016, la parafernalia de los grandes torneos lo fue invadiendo todo, con una aparente necesidad de ejercer una especie de diplomacia amplificada a los cinco continentes como para que el manto del fútbol abarque cada punto del planeta.

Y así es que el ahora mandamás del fútbol ideó que a partir del Mundial de 2026, la cifra de selecciones participantes pase a cuarenta y ocho, con lo cual muchos torneos clasificatorios continentales quedarían reducidos a la nada o casi nada.

Si tomamos el ejemplo de Sudamérica, si en la clasificación participan diez equipos y por ejemplo la Conmebol pasara a tener seis plazas, sólo cuatro quedarían eliminados de la fase final, y lo mismo pasaría en cada grupo europeo. ¿Se imaginan si además, como todo indica, Argentina, Uruguay y Paraguay fueran elegidas sedes del Mundial 2030? Quedarían siete selecciones para que se clasifiquen seis.

Eso no es todo: días pasados, en una reunión de la dirigencia del fútbol internacional en Buenos Aires, a la que asistió un hiperkinético Infantino, la dirigencia de la Conmebol sorprendió (¿sorprendió?) al presidente de la FIFA y a miembros de la UEFA, proponiendo, repentinamente, adelantar lo de los cuarenta y ocho equipos para Qatar 2022, el Mundial siguiente al de Rusia 2018.

Infantino dijo que agradecía la propuesta y que la estudiaría. ¿A qué se debió tamaña generosidad sudamericana? A que la dirigencia qatarí, muy sospechada por aquella votación de 2010 -que le otorgó la sede de 2022 y que dejó afuera candidaturas como las de Estados Unidos, Japón, Corea y Australia, por lo cual habría estallado el FIFA-Gate y otra investigación por supuestos sobornos desde la justicia suiza- sabe bien que su país se encuentra aislado políticamente, y se propone tercerizar algunas sedes a sus vecinos Bahrein y Emiratos Árabes, para lo cual necesita más participantes en su torneo y entonces, los colegas de “por aquí” ayudaron en la iniciativa, por puro caritativos que son.

Pero Infantino no se contenta con el Mundial de cuarenta y ocho equipos, y también está por lanzar ahora un nuevo proyecto, el de un Súper Mundial de Clubes con veinticuatro equipos, para que comience en 2021, que reemplazaría a la actual Copa de las Confederaciones, se jugaría en dieciocho días, cada cuatro años –como los Mundiales de selecciones nacionales- y con los cuatro últimos campeones de la Champions League, la Europa League y la Copa Libertadores, más campeones de otros continentes.

La idea, así planteada, suena disparatada a todas luces, porque no sólo acabaría con la acertada Copa de las Confederaciones, que además de cotejar en igualdad de condiciones a las selecciones campeonas de cada continente, sirve para chequear todo lo relacionado con la sede del Mundial un año antes y en la misma época del año, sino que comienza a romper la lógica competitividad que debe existir.

Desde lo temporal, porque un equipo sudamericano, o africano, o asiático, se desmembra a veces no en un año sino en seis meses. ¿Se imaginan a un equipo argentino que gane la Copa Libertadores en 2019, compitiendo en 2021 contra el campeón de la Champions europea de ese año? Ya no sería el mismo, y probablemente apenas quede un jugador o ninguno dos temporadas más tarde porque económicamente es imposible sostener un jugador-estrella por dos años.

Pero desde lo deportivo, ¿cuál sería el mérito del campeón de la Europa League, lo que significa que en su liga nacional no subió del cuarto lugar –en el mejor de los casos- para enfrentarse en un Mundial al campeón de la Copa Libertadores, para lo cual tuvo que obtener la plaza saliendo entre los tres o cuatro primeros (en el peor de los casos) en su liga? Ninguno, pero cada vez parece importar menos en este tiempo del marketing y los negocios.

Por si fuera poco, Infantino se reunió para evaluar la idea con los principales dirigentes de los poderosos clubes europeos. ¿Y el resto de los continentes? No interesan para nada. Son apenas testigos obedientes de lo que decida el poder político del fútbol.
¿Qué busca la FIFA de fondo, además del dinero? Acabar, por fin, con lo que se llama despectivamente “el virus FIFA”, esto de los amistosos (o muchos partidos de clasificatorias) de selecciones nacionales del “Tercer Mundo” que cansan a los futbolistas de los equipos poderosos europeos, o directamente los lesionan.

En otras palabras: vamos hacia un fútbol en el que cada vez mandan más los clubes europeos (el negocio) y cada vez menos las selecciones nacionales (lo simbólico).
Entonces, desde la segunda mitad de 2018, Europa comienza a disputar un nuevo torneo, el de la Copa de las Naciones, paralelo a la clasificación para la Eurocopa de Francia de 2020, o sea que ya no hay lugar para amistosos “raros”, la clasificación mundialista pierde sentido (entonces no hay que ceder a los jugadores al Tercer Mundo) y se acaba la Copa Confederaciones (Selecciones) para que jueguen (y ganen) los europeos (los poderosos).

Joseph Blatter el saliente presidente de la FIFA, solía decir que él tenía que “administrar la pasión”. Bueno parece que Infantino decidió administrar el poder, sin escalas.

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