Casi toda su
vida creyó que sólo los contratiempos construyen carácter; que sólo éstos
desarrollan habilidad – o, como decía él, “mutación” -. Quizás porque su propia
vida podía narrarse como una inmisericorde secuencia de reveses, y pretendía
pensarse por encima de esas circunstancias tacañas, sañudas, y no su víctima
predilecta, fácil. O tal vez porque realmente creía en la adversidad como única
fuerza motriz para la transformación vital, para la perfección de las propias
capacidades.
Quizás, sólo
era su manera de justificar el curso de las acciones de las que pretendía
desentenderse; su manera de otorgarse una impunidad: el devenir lo llevaba, y
el, como mucho, acataba. A saber qué misterios terminan por gobernar aquello
que reconocemos como conciencia, como voluntad.
Como fuere, aquella
fe fue la que hizo que su metodología de entrenamiento futbolístico difiriera
tan drásticamente de las de la época. Estaba convencido de que esos métodos no
eran más que meras pachangas, inanes jaranas que debilitaban el carácter y el
físico del jugador. “El entrenamiento no es un espacio para la risa, para la
broma imbécil, que tanto se ve por todas partes, como si fueran encuentros de
amiguitos lerdos; no señor, es un lugar para endurecer la mente y el espíritu,
para fortalecer el cuerpo. El sitio para el disfrute, para la distensión es el
domingo en el campo de juego”. El partido, efectivamente, era para él una
tregua que se le concedía al jugador.
Alejado de la
ortodoxia de aquel tiempo – y de la de este y de los venideros, podría
aventurarse sin temor a pifiarle por mucho -, sometía a sus pupilos a unos
entrenamientos, digamos, rígidos. O muy rígidos. Incluso, atroces. Llevados a
cabo en terrenos de un césped reseco, irregular, bacheado, sembrado de
pedruscos ladinos, trozos de vidrio, hojas de afeitar, charcos purulentos, etc.
Enormes campos, de unos 400 por 200 metros, cuyos espacios los jugadores debían
cubrir como si se tratara de un campo de medidas reglamentarias, so pena de
recibir en la espalda la cantidad de “entre 5 y 30 fustazos según la
infracción” – según cuentan, tenía codificadas hasta ciento diecisiete “faltas”
-. O canchas de hielo de 30 por 30 metros, donde los veintidós debían elaborar
regates y breves carreras explosivas. O campos de juego de arena ubicados en
empinadas laderas. Incluso hacía jugar a sus
dirigidos en canchas enrejadas, entre feroces perros de pelea. Y los
balones eran pelotas de madera maciza revestidas de recio cuero, o amasijos de
retazos de telas y cordeles que apenas si mantenían una forma levemente esférica. A veces, refieren,
tenía a los suyos corriendo durante un par de días sobre esa arena de granos
gruesos que parece que le disminuyera a uno la estatura de tanta acción
lijadora.
Siempre llevó a
cabo su labor en pequeños equipos regionales. De esos que flotan al fondo de la
tabla de clasificación únicamente porque por debajo no hay más categorías a las
que caer. Cuentan que los jugadores llegaban al domingo exhaustos, destrozados,
cuando no directamente malheridos, o severamente afectados psicológicamente. Evidentemente,
no eran rival para nadie.
Anduvo
arruinando jugadores por las ligas regionales del extenso sur del país durante
años. A saber si no habrá truncado a algún Di Stéfano o algún Perfumo. Llegaba
a los pueblos, se dice, con esa seguridad que se les supone a los que saben, a
los que han visto mucho, a los que tienen un pacto con el triunfo, el favor de
la fortuna. La mirada como si no la tuviera en el presente, sino en el festejo inexorable
al final de la temporada. Decía unas ideas que embriagaban a las gentes
sencillas de esa geografía que aún parece un descuido de Dios, como si la
pintura se le hubiese salido del dibujo que coloreaba. Así caían los directivos
de esos clubes chicos, de amigos y vecinos. Eventualmente veían que algo no
funcionaba, pero él les decía que el asunto llevaba su tiempo, lógicamente, que
tenían que acostumbrarse a sus planteamientos.
Y para cuando ya se daban cuenta
de que aquello era una macana mayúscula, la liga estaba muy avanzada como para
andar buscando técnicos, que por lo demás, allí, precisamente, no abundaban –
los conocidos eran pocos, y los otros, solían llegar a finales de temporada de
la liga nacional (fracasos, descartes; pequeñas migraciones laborales de la
ciudad al campo), y no todos los años, para irse luego de una o dos campañas
con la esperanza de volver a dirigir en primera. La mayoría de estos se
encontraban, con suerte, con el olvido. De éstos, algunos volvían al sur –
también por olvido, o porque creían que debían expiar alguna culpa, o tentados
por la autocompasión -; otros, los más, se iban al norte, donde el clima es más
cálido, y las tentaciones más numerosas y variadas.
Por fortuna -
esas cosas que tiene el destino, que a veces se digna en enderezar los
desaguisados de la estocástica -, un sargento primero del regimiento Nº 5 de
Infantería se enteró de sus métodos y terminó convenciéndolo para entrenar a
los nuevos conscriptos. La idea del militar no estaba relacionada con un
interés castrense, con un fervor patrio. Andaba envuelto en una conspiración
que no terminaba de entender – mas, estaba
convencido de que vendría a asignarle una consideración y una posición que
creía que le correspondían por un privilegio que no llegaba a discernir del
todo, pero que podía sentir como una inquietud física, como un cosquilleo
inguinal - , y que esperaba de él una tarea de espionaje y debilitamiento en el
seno militar.
Pero, tan bueno
resultó el sistema aplicado al encallecimiento del coraje y de las vocaciones
violentas, que pronto estuvo adiestrando tropas a lo largo y ancho del país.
Fue el padre de lo que hoy en día se conocen como fuerzas especiales. Poco más
puede decirse, pues aún restan siete años para que se desclasifiquen los
documentos sobre el aludido. Hasta entonces, su nombre debe permanecer en el
anonimato (las penas por incumplirlo son onerosas – acaso, no tanto como esa
lista con ciento diecisiete “faltas” que decían que llevaba en el bolsillo
derecho de su camisa a cuadros marrones y beige).
El sargento
primero, arrastrado por semejante éxito, ascendió rápidamente, hasta alcanzar
finalmente el rango de General. De más está decir que mucho antes de alcanzar
este escalafón, abandonó la conspiración que evidentemente ya no le servía y
que no tuvo ningún inconveniente en olvidar – aunque en ciertos momentos de
debilidad etílica la recordaba levemente, y temía haberla imaginado; entonces
un temblor en el cuerpo como de funesto presagio lo obligaba a beber hasta caer
noqueado.
Quizás, comentó
un hombre que entonces regentaba el bar de uno de los clubes en los que dirigió
el referido, si hubiese morigerado lo que sus dirigidos denominaban, no sin cierto
acierto, sadismo, su método hubiese sido útil – siendo complementario del
tradicional y acorde a los derechos humanos más básicos, claro está. Pero eso
son sólo suposiciones, esos jueguitos que hacemos los que ya les conocemos
todas las mañanas a las horas.
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