Amasvindo
Cecilio Fariñas. Con ese nombre iba por la vida. Pero entonces, quien más,
quien menos, cargaba con uno de esos amasijos de identidad como de piedra y
carcajada. Mas nadie reía. El nombre era el mejor método para llamarse. Y en un
pueblo, donde a la larga todos terminan por caer del mismo tronco genético,
cuantas más formas de distinguirse, mejor. Que luego va uno a ciertos pueblos
donde menta uno “José”, y se giran todos los hombres hacia el origen del
llamado. En el pueblo del norte donde Amasvindo Cecilio Fariñas nació, no era
el caso. Allí cada uno tenía un nombre que no habría de repetirse sino hasta
tres generaciones después, siempre y cuando sucumbiesen al mal de la falta de
imaginación.
Y claro, como
en todo, aquello en lo que se pone tanto empeño, termina por percolar hacia
otros aspectos de la vida. Este afán de diferenciación, esa creatividad,
terminaron por impregnar cada ámbito de la vida de los habitantes de
Castroforte. Quien tejía, era incapaz de seguir los modelos tradicionales, y
desvariaba puntos y colores y sin querer, pero queriendo, ya se sabe cómo es la
inventiva, creaban unas prendas por las que, en la capital pagaban dinerales. Y
los hombres ingeniaban unas redes que parecía que convencían a los peces
grandes, ya más cerca del harpa que del violín, a que se dejasen arrastrar y
que empujaran para un lados a los otros, que aún tenían vida que sembrarle al
mar. Y vaya piezas que pescaban. Una carne como en ningún lado. Enloquecidos
los japoneses para conocer el secreto.
Por supuesto, no
todo era trabajo en el pueblo. Como en cualquier otro lugar. Es decir, aquel
virtuoso ingenio no sólo valía para la labor. Para el esparcimiento, acaso,
valía más que para ninguna otra circunstancia. Nada como el juego para que la
fantasía se suelte del corsé de formalidades, métodos y reglamentos. Y en
Castroforte, como en casi cualquier otro lugar, el fútbol ocupaba lo que
dejaban libre el trabajo y las pocas atenciones familiares a las que se
prestaban. Cada chico, ni bien nacía, recibía el peso de esos nombres que no
podían portarse alegremente mucho más allá del pueblo, y una habilidad futbolística,
que la decidía el párroco el día del bautizo – muy levemente vislumbrada o
entre alguna escena bíblica. Fulano Zutano Tal, yo te bautizo en el nombre del Padre,
y del Hijo, y del Espíritu Santo, y serán un cinco (aquí podía añadir, por
ejemplo: con mucha marca, o gran distribuidor del balón; incluso, si lo veía,
decir, un cinco como los de antes, que era como decir, de marca, con criterio
para jugar el balón y, por encima de todo, noble).
Cuando el
párroco Estalacticio bautizó a Amasvindo Cecilio Fariñas, hubo un momento en
que se quedó sin palabras, justo después recitar la fórmula mencionada. Vio
tantas virtudes. Lo vio de pronto jugando en todas las posiciones a la misma
vez y con algo que era mucho más que habilidad. Hermosura, dijo después,
durante el convite de la familia. Como si hubiese visto a Dios, añadió. Padre,
por favor, no venga usted con herejías, desaprobó alguien. De pronto todo era
silencio, y el niño jugaba, multiplicado, y contra sí mismo. Perfección…
Alguien que le retire el vino al padre, que como siga así nos va a cambiar la
teología.
El padre había
visto bien. Con sólo dos años, Amasvindo Cecilio Fariñas le pintaba la cara a
todo el pueblo con un balón. Y eso que los más rapaces, con el orgullo herido,
le iban con los pies en plancha como para redibujarle la complexión. Todos,
lógicamente, esperaban que algún club de la ciudad lo viniese a fichar. Varios habían
ido a verlo cuando tenía, pero aún era muy joven para firmar nada. Y era
cierto, aún no sabía hablar muy bien que digamos.
Pero antes de
que viniera nadie para llevárselo a un club importante, a Amasvindo Cecilio
Fariñas le fue dando por otro lado. Veamos, cada vez era más complejo lo que
hacía en el campo de juego. Y cada vez más, prescindía del balón. Era como si
todo le sobrara. Esos movimientos tan bruscos, tan limitados. Amasvindo fue,
cada vez más, haciendo algo que parecía una danza. Pero no de las de allí. De
las tradicionales, de pacitos cortos, pocas vueltas (se baila cuando se bebe),
poco firulete. Casi una forma de disimular la borrachera, más que nada. Amasvindo
hacía otra cosa. A veces saltaba y parecía quedarse un rato, allí, a metro, metro
y pico del suelo, como decidiendo dónde caer, cómo hacerlo, o directamente si
hacerlo o no. Amasvindo hacía algo parecido al ballet. Algo más acabado. No,
algo mucho más inacabado: siempre en expansión.
Amasvindo, ya
con diez años, terminó por dedicarse a la pesca, como casi todos. Pero ya sin
redes. Llevaba su barca más allá de la rompiente, donde el mar miente sosiego,
y comenzaba a bailar, a flotar sobre la barcaza. Los peces, embobados, saltaban
a la misma. Sólo los más grandes lograban llegar a la cubierta para morir, una
muerte encantada, y no mucho más anticipada a la que el destino marino le tenía
asignada.
En eso, y en
bailes durante las fiestas – numerosas -, pasaba la vida de Amasvindo, con su
cuerpo menudo. De tanto en tanto, algún domingo, se sumaba a un partidito de
fútbol. Entonces, el pueblo se paralizaba. Y de pueblos vecinos – las voces
corrían más rápido que la luz, en aquella época -, llegaba gente. Y tenía que
hacerlo rápido. Porque pasada la media hora de juego, Amasvindo no podía evitar
esas destrezas aéreas, esos giros que mareaban a la audiencia sin las
consecuencias de las náuseas.
Una tarde,
Geslsumina, la madre de Amasvindo, que estaba otra vez encinta - había tenido
ya dos niñas desde el nacimiento de éste -, y que se había hecho unas diestras
palpaciones del vientre, le dijo al marido: Es niño. Vete a ver al párroco.
Así que el
padre de Amasvindo se encaró con el padre Estalacticio, con esa forma brusca
que en realidad era timidez y falta de verbos. Le dijo que ese silencio le
había truncado una carrera futbolística al hijo. Que si sabía cuánto cobraban
los jugadores y cuánto un bailarín de ballet al que ni siquiera le comprenderían
las destrezas.
- ¿Qué pensó
durante ese silencio?, inquirió, el encono o la turbación más aplacada.
- Pensé que era
como una danza, como una danza celestial, dijo el párroco. Lo siento, Cipriaco.
- No se preocupe,
hombre, si es que tenía que hacer el numerito para luego no arrepentirme de no
haber dicho esas palabras sin peso.
Sin peso…
- Sí, como
Amasvindo… ¿Usted cree que aún…?
- No, Cipriaco,
al chico ya no le interesa el balón. No está para esas trivialidades.
- Tiene razón…
Por cierto, mi mujer está embarazada… De
varón…
- No te
preocupes, Cipriaco, no voy a imaginar epifanías ni éteres ni boberías.
No hay comentarios:
Publicar un comentario