jueves, 3 de mayo de 2018

Elegante adiós (Un cuento de Marcelo Wío)





Claro que lo voy a tener en cuenta. Cómo puede pensar que no está entre mis planes. Un jugador como usted, Simplicio Arolas, es de incalculable valor para cualquier entrenador, para cualquier entidad que pretenda estar en la discusión por el título. Para jugar por el pancho y la gaseosa no hace falta gente como usted, querido Simplicio. Usted, como ningún otro está el bosquejo de mis esquemas. El resto, si quiere que le sea sincero, no lo sé. Recién llego y me falta entrar en contacto con el material humano, como suele decirse. Pero a usted lo tengo bien conocido. Habría que ser un marciano. O, más aún, neptuniano, que está más a tomar por culo, según los cálculos del inglés Niuston.  Despreocúpese, Simplicio. Lo que sí, le pediré que tenga un poco de paciencia, y los primeros partidos bajo mi dirección técnica, se siente en el banco de suplentes, como para que yo vaya viendo con qué cuento, qué fondo de armario tiene el club. Si usted está en la cancha, qué quiere que le diga, a uno se le va la vista hacia su, digamos, virtuosismo. Porque lo suyo es un tipo de habilidad, en definitiva. Con su sello inconfundible. Así que preferiría que se sentara, que disfrutara un poco de este inicio de proceso – y, quién le dice, que no aprecia algún que otro rasgo del trámite deportivo que antes no había notado. Luego, una vez me arme una idea más cabal de las competencias con las que cuento, podré elaborar el mejor dibujo de juego para maximizar rendimientos y, claro está, las probabilidades de campeonar, que para eso estamos todos aquí, como en un barco o en una balsa, más bien – puesto que cada vez más hay menos goce y más desesperación por arribar al objetivo. Y si se alarga un poco ese período de espera, de suplencia – y esta palabra la digo tomada con pinzas, refiriéndome únicamente al hecho de no formar parte de los titulares, de manera estrictamente transitoria -, téngame paciencia, Simplicio; soy algo lento en mis análisis, amén de escrupuloso a la hora de extraer conclusiones de mis observaciones. Por favor, ante tal eventualidad, no se le ocurra pensar que ha quedado fuera del equipo, que todo lo que le estoy diciendo ahora ha pasado al olvido por una zonza fascinación debida a dos o tres gambetas de un jovencito sin experiencia. Usted, Simplicio, es más que un asombro. Usted no es ni alucinación, ni embeleso, ni promesa; es contundente realidad realizada, asentada en años de inconmovible continuidad. Quizás no sean dos partidos. Probablemente sean cuatro o cinco. Acaso alguno más. Defectos míos, Simplicio. Le pido que sepa lidiar con mis limitaciones. Ya sé que pido mucho. Ni siquiera le puedo ofrecer un lapso temporal concreto para que se haga una idea. Sea comprensivo, por favor. Entienda que me han entregado un equipo a mitad de temporada, con sus vicios muy interiorizados; un grupo que es más un desperdigamiento de egos y frustraciones. Tengo mucho por hacer. Por suerte, con usted, esa labor - que es un poco de maestro, psicólogo y entrenador – no hace falta. Por ello, creo que justamente usted, más que nadie, verá el panorama que se me presenta ante mí. Cualquier otro, no hubiese agarrado viaje. Y si lo hubiese hecho, hubiese rajado nomás ver el percal. Y le digo que lo he pensado. Pero estaba usted, y eso me dio, no sé si llamarlo esperanza, seguridad o una obligación para con el hincha. No lo sé. Por eso, Simplicio, apiádese de mí. Téngame paciencia. Tal vez sean diez partidos. No lo sé. No puedo darle una cifra. Ojalá – y cruzo los dedos y le enciendo un par de velas a San Gambetta – sea sólo uno. Pero no soy yo quien controla los tiempos; son las circunstancias: las limitaciones de sus compañeros y las mías propias. Yo sé que usted entiende perfectamente. Que incluso siempre tendrá una palabra de aliento para sus colegas. Le agradezco de antemano. Y aplaudo su temple; ese saber estar que trascendía de la cancha. Gracias, querido Simplicio.

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